El Magazín Cultural

Diane Arbus, en donde viven los monstruos

A 46 años de su muerte, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires y el MET de Nueva York trajeron las obras de quien es reconocida como la fotógrafa de los “freaks”, con la exposición “Diane Arbus: In the Beginning”, en la ciudad de Buenos Aires.

Ángela Martín Laiton
27 de julio de 2017 - 03:24 a. m.
Diane Arbus nació el 14 de marzo de 1923 en Nueva York y murió el 26 de julio de 1971 en la misma ciudad.  / Getty
Diane Arbus nació el 14 de marzo de 1923 en Nueva York y murió el 26 de julio de 1971 en la misma ciudad. / Getty

Llevaba tiempo sentada viendo la cuchilla en sus manos, reflejándose en su luminosidad; jugaba con su imagen en el metal meciéndolo de arriba abajo hasta que allí se le deformara la cabeza y se viera como un auténtico monstruo. No tenía miedo de cortarse. No tenía miedo. Acababa de tomar los barbitúricos suficientes para hacer dormir a un elefante. Se metió en la bañera llena de agua, con cuchilla en mano, y se aseguró de hacer cumplir su voluntad. Un hilo al rojo vivo le brotaba de las venas en los brazos. Era el 26 de julio de 1971.

No dejó notas, ni pésames, ni testamentos. Con nadie se excusó y a nadie le explicó. Estaba trastornada, habían dicho los médicos algunos años antes, cuando le diagnosticaron depresión. Ella sólo concluyó: “Es que subo y bajo mucho”. Dos días después el artista Marvin Israel la encontró en su residencia, en la cooperativa de artistas Westebth, de Greenwich Village. Una escena en blanco y rojo, la mujer en el centro de todo y con las venas vacías.

Pasó su vida en Nueva York. Había crecido en el seno de una familia millonaria a la que la Gran Depresión apenas le había hecho cosquillas. Su madre era heredera de la gran casa Russek, una tienda de pieles en pleno centro de Manhattan. Su padre había sido empleado en la tienda de sus abuelos y allí vio por primera vez a la princesa millonaria con la que se casó. En esa misma tienda de lujo, Diane encontró el amor en Allan Arbus, quien vestía maniquíes en la vidriera, y ella, con sólo 14 años, se vio flechada. La noticia del enamoramiento entre Allan y Diane no cayó para nada bien entre los Russek. Gertrude y David, sus padres, la amenazaron con retirarle su ayuda económica si se iba con un lacayo. Diane se largó de todos modos.

Después de una infancia vacía y una cuna mecida por los dólares, lo único que añoró Diane de esa casa fue la vida compartida con su hermano Howard. Su padre se había hecho cargo del negocio poco tiempo después de casarse y nunca paraba de trabajar. Su mamá cumplía el deber de una dama de su clase y pasaba los días probándose vestidos nuevos frente al espejo, enamorada de sí misma. Para decepción de los millonarios padres, Howard terminó siendo un poeta laureado, desdeñando el dinero, y Diane se casó con un fotógrafo de moda que sostenía su familia gracias a los contactos del emporio Russek’s.

La primera cámara de Diane Arbus fue una Graflex que su marido le regaló. Ambos habían creado el estudio fotográfico Diane & Allan Arbus, poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial. En el estudio, los esposos trabajaban en fotografías publicitarias para grandes empresas, como Glamour y Harper’s Bazaar, y por supuesto su cliente habitual era la tienda Russek’s. Sin embargo, había algo de ese mundo que asqueaba la cotidianidad de Arbus. Había sido una joven solitaria e inconforme, agobiada por las buenas costumbres sociales y hastiada del concepto estético de la moda. No lograba terminar de acomodarse en el negocio familiar. “No puedo hacerlo más. No voy a hacerlo más”, dijo una noche, mientras abandonaba la sociedad con su marido. Al día siguiente, cámara en mano, salió a caminar por las calles de Nueva York buscando retratar en los otros el monstruo que todos llevamos dentro.

Después de abandonar la empresa familiar conoció a la fotógrafa Lissete Modele, quien como amiga y maestra transformó su mirada fotográfica para siempre, ayudándola a encontrarse con eso que ella anhelaba ver en su trabajo fotográfico. En 1956 regresó a su casa después de caminar cientos de calles; sacó el rollo de la cámara y antes de guardarlo lo marcó como número 1, porque ese era el comienzo, porque todo lo anterior no hacía parte de su propia obra. Mientras Arbus se enfrentaba a esa búsqueda de sí misma y de lo que quería ver en sus fotografías, Allan inició estudios de actuación y allí se enamoró de otra mujer. Arbus se fue con sus hijas. La profunda tristeza, que los médicos llamaban depresión, la acompañó en cada uno de los siguientes días de su vida. No era depresión, eran ausencias.

Diane Arbus era una chica bella, con una silueta fina y la mirada penetrante. Retrataba de frente, sin maromas, sin la hipocresía de esconder la cámara bajo el abrigo, porque para ella “una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te cuenta, menos sabes”. Iba por la calle deambulando, con sus ojos grandes y desafiantes. Logró ver la anomalía de una sociedad enferma por esconder los defectos de todo. Estaba enamorada de lo que socialmente se tildaba como defectuoso, de lo que se barría debajo de la alfombra en la ciudad más cosmopolita del mundo. Escudriñaba en los suburbios, en la gente que esperaba las ferias para hacer un show de circo, en las arrugas y la tristeza de los viejos, en lo que dolía, en lo que calaba profundo.

Estaba obsesionada con retratar esa Nueva York del under que no se vendía en los comerciales del sueño americano. No, Diane quería todo lo que estaba afuera, Diane estaba detrás de los monstruos porque sin ellos la abatía la soledad de su propia rareza. Retrató mujeres desnudas que no hacían parte de las grandes pasarelas, retrató a otras a quienes sorprendía de pie, esperando en una calle o aburridas viendo a la ventana mientras viajaban en el bus, les retrató la rabia y la tristeza, como si antes de obturar les susurrara al oído: ahora déjeme ver su secreto, y ellas explotaran en odio ante la luz del flash. Retrató enanos y gigantes, enfermos mentales y humanos travestidos. Cuentan que durante su primera exposición en 1967 en el MOMA, las clases altas de la ciudad estaban escandalizadas con sus fotografías y, en medio de la ira, escupían asqueadas los retratos expuestos del ejército de seres arbusianos. Mientras, la artista escondida en algún rincón se reía malévolamente al cumplir su cometido: afirmar en cada una de sus fotografías que el verdadero monstruo está del otro lado, la anomalía real es usted, y la gente escupía en su propio reflejo.

Por Ángela Martín Laiton

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