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Diario de un viaje memorable

El escritor colombiano que acompañó a J. M. Coetzee durante los cinco días de estancia en el país reconstruye su experiencia junto al Nobel de Literatura sudafricano.

Roberto Burgos Cantor / Especial para El Espectador
13 de abril de 2013 - 09:00 p. m.
El Nobel leyó dos textos durante un seminario en su honor en la Universidad Central y recibió un doctorado Honoris Causa en Letras y Humanidades, pero realmente se relajó en Tenjo, Cundinamarca, a donde fue de paseo el miércoles.  / Adriana Rodríguez Peña
El Nobel leyó dos textos durante un seminario en su honor en la Universidad Central y recibió un doctorado Honoris Causa en Letras y Humanidades, pero realmente se relajó en Tenjo, Cundinamarca, a donde fue de paseo el miércoles. / Adriana Rodríguez Peña

Las últimas luces del atardecer de domingo dejaban una sombra rojiza en la superficie de los humedales alrededor del aeropuerto El Dorado. El avión que volaba desde Fráncfort buscaba la cabecera de la pista mientras las azafatas percibían, una vez más, el ansioso desasosiego de la tierra después de once horas sobre las nubes. Uno de los viajeros venía de China y aún no terminaba de ordenar los recuerdos de las conversaciones con Mo Yan, el Nobel de literatura del año pasado, las avenidas inacabables, los reveladores acercamientos que propicia la literatura entre mundos diferentes. Por la ventanilla vio el verde, islotes de construcciones que encendían las luces y sin llamarla vino la imagen de seis meses antes en Adelaide. Un escritor colombiano, Isaías Peña Gutiérrez, con su mujer y su hija lo visitan y lo incitan a venir a Bogotá D.C. Desde allá se asoma otra vez la sonrisa por las dos bolsas pequeñas de café del Huila.

No le pasa desapercibida una coincidencia: es abril. Sabe lo del 9 de abril de 1948 por su lectura de Vivir para contarla. Las memorias de Gabriel García Márquez. Piensa en el episodio de centenares de personas, incendios, muebles destrozados, viviendas, en su novela La edad de hierro. Ahora sale de la terminal y ha oscurecido. Un viento frío ronda y en medio del silencio las turbinas de los aviones. Se ajusta la cazadora de cuero negro con las nubes del uso en las mangas.

Lo conducen al hotel en el barrio viejo de La Candelaria. Enfrente está el palacio de San Carlos. Le muestran la ventana por la que saltó el Libertador, escaso de ropas y sin botas, para huir de los conspiradores. La historia de América en tantas ocasiones a punto de la tragedia o en la cuerda floja de la comedia.

El conserje de turno en la recepción le pregunta: ¿Cómo pronuncio su nombre, Mr. Coetzee?

En la habitación, mientras recorre con los ojos el techo de la catedral, los tejados, siente el mordisco del helaje adentro de la garganta. Su intérprete, el profesor Fernando Cuevas de la Universidad Central, llama al médico. El breve tiempo entre los saludos de bienvenida y las preguntas del clínico causan pudor. Pronto se despeja el temor de los brotes de gripa aviar en China y un diagnóstico preciso indica el tratamiento adecuado. Hay que esperar.

Una luz solar con brillo despeja la neblina de los cerros, seca la humedad y entibia el aire. J. M. Coetzee decide su menú vegetariano y sigue la prescripción médica: descansar. Poco a poco regresa el bienestar y desaparecen las incertidumbres. Atenderá la lectura de un texto de ficción inédito a las seis y media de la tarde, irá media hora antes para saludar al rector de la Universidad Central, saldrá al día siguiente a conocer algo de las afueras, la sabana. Sí. Podrá cumplir.

Alcanza a ver fugazmente parte del sueño de la Central y la Tadeo Lozano, convertir la calle 22 en un corredor cultural. Cuatro teatros, una sala de conciertos, una galería, una plazoleta, las esculturas de Carbonell, una sala de exposiciones, la conmovedora casa del Abanderado, la quinta de Bolívar, y los cerros. Quieren evitar que Coetzee vea las horripilantes cajas con plantas indecisas que dañan la carrera Séptima. Esperan que la estética del realismo sucio del alcalde retorne a la dignidad de la pobreza.

A una sala austera de más de mil butacas en la que se percibe la respiración expectante de los asistentes hace su entrada Coetzee. Se ha puesto su traje oscuro y su corbata de profesor. Camina firme, sin titubeos, y quienes lo tienen de perfil miran su cabello blanco, la frente amplia, la nariz fina y los ojos de un azul manso muchas veces escondiéndose.

Por estos tiempos los escenarios imitan las salas de las casas donde se conversa. Un sofá y dos sillones. Un atril discreto.

El rector, descendiente de profesores de griego y de pintores, y de su propio insomnio que gasta en clasificar pájaros y cucarrones, en armar modelos de buques en botellas y leer, quien trazó líneas para resolver las contradicciones de una Universidad Nacional en un país centralista, lo recibe con la bella metáfora de porque en estos países los poderes de la imaginación tienen más destino que los delirios de caudillos autoritarios.

Coetzee lee una inolvidable historia de una mujer, su hijo, los gatos y un bobo. El tono, las modulaciones, las expresiones en español, devuelven a los asistentes el olvidado goce de oír leer cuentos y novelas. Vaya con dios.

Aún quedan energías y el escritor de Sudáfrica que obtuvo el Nobel en 2003 concurre a un coctel. Allí saludó a estudiantes y profesores que escribieron ensayos sobre sus novelas. Potdevin, Montoya, Gaviria, Peña Gutiérrez, Restrepo, Cardona, Godoy, Salgado.

Vuelve al hotel. Entre bambalinas se discute la salida a la sabana y la multitudinaria marcha por la paz que se anuncia. Abril, piensa Coetzee con García Márquez y olvida a Eliot: abril es el mes más cruel.

Otra mañana luminosa. A las nueve Coetzee, puntual, se sube al carro que incierto busca una manera de salir de La Candelaria. A la marcha han venido gentes de diversas regiones. Indios, campesinos, sufridores de la violencia sin fin. ¿Por qué estas tierras parecen predispuestas a celebrar el fracaso? El automóvil toma atajos sin resultados. En las aceras pequeños fogones calientan los desayunos de caminantes que no han dormido: caminaron por días para llegar a la capital y su sordera inmemorial.

Dos horas en rutas imprevistas dejan al escritor ver barrios, zonas, gentes de diversa condición. Pasan el puente sobre el río Bogotá y un aroma a podredumbre antigua despierta su curiosidad. En la ribera lo espera el profesor Joaquín Molano: toda una vida estudiando la sabana, sus transformaciones de millones de años, de altiplanicie a sabana, los pastos y árboles, las flores. Le precisa las que vinieron de Sudáfrica. Muestra las mariamulatas del Caribe, y de Enrique Grau, que ahora saltan de las cercas de alambre a los árboles.

Pronto se llega a Tenjo. La plaza con espléndidos cauchos sabaneros una muestra de las poblaciones de la conquista española. Desde el otro lado llega el himno nacional y un altavoz rememora el nueve de abril. Liberales gaitanistas los habitantes de Tenjo. Alguien relata que así ocurre en Santa Cruz de Mompox, donde unos inmigrantes italianos, los de Filippo, desde 1949 en su casa a la orilla del río, ponen en la calle los equipos de sonido para oír los discursos de Jorge Eliécer Gaitán.

Coetzee oye con inamovible respeto. A veces se marcan los cauces en el rostro de sus setenta y tres años.

Entonces el historiador y la historiadora del municipio lo conducen a la iglesia. Le muestran con orgullo los Vásquez y Ceballos que aún cuelgan, los que no se han robado. La insistencia en lo doloroso de las imágenes de la virgen. Isaías Peña le explica una placa en piedra donde el poder civil se entrega a un culto determinado en plena república.

J. M. Coetzee tiene ánimo para caminar. La historiadora conduce al grupo al mirador de Tenjo. Una preciosa visión sobre la sabana, las colinas y las toldas de plástico de los cultivadores de flores. Le cuenta la hermosa leyenda de amor que dio forma a la colina. En lo que denominó la roca le explicó cómo las líneas grabadas eran una prueba de los ovnis. Un revuelto así de leyenda y ciencia futurista, más el aire limpio y ligero, despierta el hambre. Unas personas que rememoran la muerte de Jorge Eliécer Gaitán se despiden de un escritor que comprende, como pocos, la anomalía del mundo, su injusticia.

En un recodo de la carretera está la casa de Natalia Schönwald. El huerto sin químicos y el ámbito sabanero de la vivienda son suficientes.

Avanza la tarde con luz espléndida. Después del almuerzo, cuando ya se ha señalado la cercanía de Zipaquirá para mostrarle a Coetzee el lugar frío donde García Márquez leyó tanto piedracelismo, se sale a la huerta a tomar el café y las aguas de hierba.

Los acompañantes se quitan los zapatos y danzan sobre la hierba, arrojan las imposiciones del prestigio y la autoridad, reivindican la amistad de los libros que leyeron y saltan y se ríen. Maestros y alumnos. Coetzee se recuesta a la pared de la casa. Los mira. Observa las colinas. Apoya la cabeza y una secreta plenitud que borra las arrugas de sus mejillas lo posee. Ha llegado. Ahora está aquí.

Los editores en Colombia de Coetzee lo han invitado a una comida. Coincide con el deseo de él de conocer a algunos escritores de Colombia.

La marcha ha vencido las provocaciones al desmadre y Bogotá D.C. está tranquila. En un tercer piso de temperatura confortable se acomodan los invitados. La fraterna actitud de Alberto Ramírez y la complicidad vegetariana de Helena Gómez, completan el encuentro.

Se habla de ciclismo, de traducciones al español y el escritor siempre sin énfasis interviene.

Dos comensales, por azar, comemos la pasta vegetariana que Coetzee pide. Él no resiste al aroma del bloque de parmesano que rayan encima de la pasta. Enfrente están Fernando Gómez y Jorge Franco. Ambos con el desparpajo de la juventud hablan sin temores. La penumbra ayuda.

Fernando le pregunta: ¿Qué está leyendo?

Levanta la vista del plato y le dice que lee a Von Kleist. Entre unos y otros le contamos que en la colección de Señal que Cabalgamos de la Universidad Nacional el filósofo Luis Guillermo Hoyos lo ha traducido. Después, inevitable, hablamos de Michael Kohlhaas el criador de caballos.

Los muchachos insisten y le inquieren por otras lecturas. Dice que Robert Walser. Precisa que no es Martin.

La aceptación de esta intimidad permite a Jorge preguntarle por su procedimiento de escritura. Refiere que tiene una libreta en la cual anota aquello que no debe ser olvidado. Y un cuaderno en el cual escribe, completas, sus novelas, sus libros. Después los transcribe en el ordenador. Los manuscritos, dice, están en la Universidad de Texas.

Ahora solo escribe textos de ficción cortos y ensayos sobre otros escritores.

¿Qué atrae a los escritores que se empeñan en la renovación a leer a los europeos del Este?

Marianne Ponsford con su sonrisa de ángel travieso le ha hablado. Es posible que un texto esté hoy en sus manos.

La noche avanza y la dueña del restaurante se acerca con un libro, en un plato, para pedirle un autógrafo al escritor.

Sin apremios el amanecer avanza.

El proyecto de ir al Museo del Oro se cumple. Almuerzan en el buen restaurante del museo.

La guía de la visita ilustrada y amable. Al concluir Coetzee, contento con el recorrido, reflexiona. La encargada de mostrar salas y piezas todo el tiempo habló de los artífices y orfebres llamándolos ELLOS. Relató con delicadeza su visita a México y allí eran NOSOTROS. Esto lo llevó a hablar sobre la identidad. Contó las migraciones en su país, los genocidios y concluyó que en ese revuelto de buenos y malos uno no puede escoger sino que es una herencia completa de la cual venimos para mal y para bien.

Se apresta para recibir en la noche el doctorado honoris causa en humanidades que le otorgaría la Universidad Central. Enseguida leería su conferencia sobre la censura. Así fue. La censura como experiencia de vida y sus consecuencias en el lenguaje y la confianza entre los seres. Contó la tremenda experiencia del momento en que desclasificaron los conceptos de los censores.

Antes de salir recibió el libro con las ponencias sobre su obra leídas durante esos días.

Se siente bien Coetzee.

Desayuna y va hasta la Casa de Los Precursores de la Universidad, donde firma libros.

Mariana Guhl, la nieta del geógrafo, lo convida a montar bicicleta en esta altura. Pedalean desde la calle 24 hasta la Plaza de Bolívar.

Se acercan a la donación Botero del Banco de la República. Observa sin prisa.

La tarde se nubla y habrá que salir al aeropuerto. Destino: Santiago de Chile.

Otra vez el avión. La palpable lejanía. Los libros que serán leídos. Recordará a Neruda: Lo primero que vi fueron árboles, barrancas decoradas con flores de (…).

Por Roberto Burgos Cantor / Especial para El Espectador

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