El Magazín Cultural

¿Qué dicen los mexicanos en medio de las balaceras?

La artista Luz María Sánchez presenta 20 audios sobre la violencia en México en el Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá. ¿Puede el sonido superar el impacto de una imagen?

William Martínez
13 de febrero de 2016 - 03:53 a. m.

—Pide un deseo —dijo Eloísa Ramos a su hijo.

—¡Pastel! —respondió Josué.

—Sí, mi amor. Bonito deseo. Ahora sopla.

“¡Que le muerda! ¡Que le muerda!”, “¡Sólo una mordidita!”, “¡No lo empujen; todos queremos pastel!” —coreaban voces infantiles y de mujeres de fondo.

Después, los estruendos: veinte balas modificadas, con puntas afiladas para atravesar materiales, volaron por el patio. Algunas se perdieron en la noche; otras entraron al cuerpo de César Pérez Palacios, de 28 años, padre de Josué.

Esto se oye al activar el reproductor musical con forma de pistola número cinco, uno de los veinte dispositivos de la exposición V.F(I)N_1 Fuerza innecesaria de la artista sonora mexicana Luz María Sánchez. La grabación fue tomada el 17 de julio de 2014, hacia las ocho y treinta de la noche, con el celular de uno de los asistentes a la fiesta en la delegación Venustiano Carranza de la Ciudad de México. Esta embestida —la segunda contra la familia tras el asesinato de Jonathan Ramos, también de 28 años, el 12 de enero de 2013— fue una represalia por el caso del Bar Heaven. Ramos y sus primos fueron a una fiesta en la colonia Aquiles Serdán. Una mujer apodada el Niño-Niña le reclamó por clavarle la mirada. El Yorman, un microtraficante de la zona, le descargó seis balazos. Así empezó todo. Los domingos en Ciudad de México, como pasa en Bogotá, cierran las vías principales para las bicicletas. A las siete de la mañana, ante la vista de cientos de policías que cuidaban a los ciclistas, un vehículo raptó al grupo. No se volvió a saber de ellos. “Se ha querido mantener la idea de que la ciudad está blindada ante esta situación. Lo cierto es que los carteles les están pidiendo a los grandes restoranes derecho a piso y a los comerciantes los obligan a vender drogas”, dice Sánchez.

Coger una pistola. Activarla. Acercarla al oído. Un golpe de adrenalina sacude el pecho. El proyecto que Sánchez exhibe en el Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá retoma veinte situaciones de ciudadanos atrapados en el fuego cruzado. Gente que registró videos con sus celulares de las balaceras y los colgó en Youtube. Sánchez descargó las grabaciones que no fueron editadas y las puso en pistolas de juguete que se venden en las calles de Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey y otras ciudades, junto a una parafernalia de elementos de guerra: granadas, rifles, camionetas.

Diez días después de asumir como presidente de México, el 11 de diciembre de 2006, Felipe Calderón declaró la guerra al narco. Salía del Palacio Nacional vestido de militar, viajaba en jeeps militares. La fachada se desdibujó año tras año, hasta convertirse en un presidente civil: bajó el tono de las amenazas a los carteles, evitó hablar de los cadáveres colgantes de los puentes. La decisión que tomó para conseguir apoyo económico de Estados Unidos y detener la maquinaria se le devolvió como un bumerán. En 2010, año que admitió como el más violento de su gobierno, Calderón pidió a los medios de comunicación autocensurarse. Buscaba que el narco no tuviese protagonismo en las páginas ni en las pantallas. Si la prensa contaba el conflicto con unas marcadas líneas editoriales, ahora ni siquiera contaba.

Para romper el círculo vicioso de desinformación, a mediados de ese año surgió el Blog del Narco, un espacio que publica historias de gente que mataron los carteles, enlista videos de interrogatorios y ejecuciones (hay sobre todo decapitaciones), incluso la inauguración de novias de narcos en el porno. El blog garantiza el anonimato a cada uno de sus colaboradores. A finales de ese año nacieron también grupos de autoayuda comunitaria en Facebook como “Valor por Tamaulipas”. Allí la gente avisa por dónde se puede circular, en qué calles no hay balaceras. Los carteles, por supuesto, infiltraron esas redes para evitar el paso de civiles en ciertas áreas. “Los narcos no son iletrados tecnológicos. Es muy interesante ver lo que esta fase de los carteles mexicanos ha hecho con las redes sociales y los medios. Hace seis meses, por ejemplo, desmantelaron un sistema de videovigilancia en Matamoros, como los que tiene el Gobierno encima de los semáforos, para ver qué pasa en ciertos cruces. Todos los habían montado los narcos. Están pasando de tener el típico halcón que va en bicicleta y te avisa a tener sus propias cámaras. Y seguro tendrán un cuarto de control donde vigilan toda la ciudad, quizá de manera más eficiente que el propio Gobierno”, dice Sánchez.

Sánchez entendió mejor el mapa del conflicto cuando habló con alguien que prefiere llamar “la persona”. Me dice que llegó a ella “porque en México todo mundo conoce al menos una persona que esté vinculada al narco: un familiar, un compañero de la escuela”. La persona es una especie de conexión con el cartel Jalisco Nueva Generación, el elemento limpio que necesita todo grupo delincuencial para contactar empresarios y políticos. En una conversación de casi cinco horas le contó, por ejemplo, que Francisco Blake Mora, el segundo secretario de Gobernación muerto en los últimos siete años, no falleció por una falla mecánica del helicóptero que atravesaba la región fronteriza entre el estado de México y el Distrito Federal, sino que fue un asesinato dirigido. Que entonces el presidente salió con toda su furia y mandó asesinar al jefe de ese cartel, que apareció con dólares en el estómago. “Como el Gobierno no ha admitido nada de eso y nunca lo dirá y nunca se establecerá oficialmente lo que sucedió, entonces tampoco existe venganza. No hay relaciones, hay hechos aislados. ¿Por qué un narcotraficante está muy limpiecito y el otro ha muerto destripado? Te das cuenta de que el Gobierno comunica códigos cifrados, replicados por la prensa, y que nosotros no tenemos los elementos para entender el mensaje”.

Sánchez me cuenta que el primer día que el gobierno de Jalisco implementó un nuevo sistema de policía para contener al narco, los carteles bloquearon la ciudad. En ciudades como Matamoros, que vive a diario estas situaciones, los conductores bajan de su auto y caminan en el sentido contrario al fuego. En Guadalajara, si la gente hace eso, la póliza de seguro no responde por el auto porque se está abandonando la propiedad. Sucede porque no está tipificada esta situación. “Para nosotros ni siquiera existe formalmente el conflicto. Si no le ponemos nombre y apellido a lo que pasa, el Gobierno seguirá diciendo que si me desaparecen a mí o a ti es porque no estuvimos lo suficiente con nuestros novios o nuestros amantes o quisimos cambiar de vida. Eso le dicen a la gente: ‘Será que su marido quiso cambiar de vida. Señora: yo creo que se fue con la otra’”.

El paisaje sonoro que emiten las armas de Sánchez es otra salida de información. ¿Qué tienen las grabaciones de los civiles que no tienen los registros de los militares y los reporteros o los propios narcos? Si los videos de los ciudadanos son alejados y de pulso tembloroso, lo que queda es el sonido. Queda la voz de una mujer que llama a su casa para decir que no puede salir de la oficina; el susurro de los que intentan averiguar entre quiénes es la balacera para saber cuánto va a durar (entre carteles la confrontación es de minutos, entre policía y narcos puede durar horas); las voces curiosas que adivinan las pistolas que están usando, porque los muchachos que no hicieron el servicio militar hablan de armas como la generación de los noventa hablaba de autos; la letra del abecedario que dejó de pronunciarse: zeta; el prefijo que inundó las páginas de los diarios y del lenguaje popular: narcofiesta, narcocoche, narcoescuela, narcojuguete; la inocencia que se funde con el horror: un niño que ríe, un perro que ladra, el canto de un pájaro.

Por William Martínez

 

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