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Diez años no es nada (II)

En esta segunda entrega, cuya primera parte se publicó el sábado, Anita de Hoyos profundiza en el tipo de películas que se hacen en Colombia y por qué.

Anita de Hoyos
28 de julio de 2013 - 09:00 p. m.
La taquilla de ‘El paseo 2’ sobrepasó, en Colombia, la de cintas como ‘Argo’. / Cortesía
La taquilla de ‘El paseo 2’ sobrepasó, en Colombia, la de cintas como ‘Argo’. / Cortesía

El cine no es un arte, aunque pueda llegar a serlo. Tampoco es un ejercicio didáctico o político, aunque algunos pretendan reducirlo a eso. El cine es show business, circo de variedades, entretenimiento masivo. Entonces es lógico que unas películas que gravitan alrededor de propuestas “artísticas”, de “identidad cultural” o de “denuncia” no tengan acogida. Esa es la realidad. No sólo en Colombia sino en el planeta, donde el cine de entretenimiento puro es el que se lleva las grandes tajadas de taquilla.

Desde luego, el que algo exista no basta para que nos resignemos a soportarlo. Si fuera así, seguiríamos perseguidos por tigres dientes de sable o sometidos al escarnio de la esclavitud. Cada cual es libre de luchar por lo que los optimistas llaman “un mundo mejor”. En el caso del cine, el abismo entre lo que queremos ver y lo que nos dan existe y hace rato es una obsesión de la crítica. ¿Por qué las películas se mantienen en esa triple frontera donde se dan cita las bajas pasiones, la violencia exagerada y el mal gusto?

En 1922, la mente lúcida de Luis Tejada entendió el problema como un fenómeno de mercado y adjudicó la responsabilidad a la demanda del público. “Para la mayoría de las gentes”, escribe don Luis, “una novela realista es, con razón, lo más aburridor que hay en el mundo; porque la mayoría de la gente ama lo absurdo posible, lo inverosímil real. Y como no lo encuentra en los libros, va a buscarlo al cinematógrafo, donde se presenta bajo las formas más sencillas, fuertes y exaltantes”. Más claro, difícil. Y sin embargo, no lo escucharon. Y si no escucharon a don Luis, que era un genio, seguro no lo harán conmigo, que escribo y pienso bastante peor. Pero igual, insistamos. De la calumnia, algo queda.

La mayoría no sueña con utopías sociales, sino con epopeyas aspiracionales. Y en Colombia se hacen pocas películas de superación personal. Enaltecer el arribismo es un pecado que los realizadores nacionales evitan de manera sistemática, esquivando el melodrama y contando tragedias que les cierran el camino con el público. Pero todavía más grave: siendo espectáculo de masas, el cine tiene exigencias de “moralidad” que un productor debe reconocer. En Colombia, en el año 2012, las quince películas más taquilleras tuvieron clasificación para todos. Cintas que podían verse —y se vieron— en familia, con los chinos y la abuelita. Pero claro, en este país tampoco se hacen películas familiares porque para muchos la inocencia es una falta de compromiso con la realidad áspera que el cine nacional debe reflejar. En estas condiciones, casi todas nuestras cintas están tan cargadas de sexo, malas palabras y violencia injustificable que es una maravilla que las pongan para mayores de 18. Deberían ser para mayores de 35.

Igual pasa con el problema “artístico”. Es legítimo que un director de cine quiera expresarse. Pero es peligroso. Al tratar de complacerse a sí mismos, algunos se olvidan de los demás y el mercado les cobra su egolatría con cifras en rojo. Un director de cine que quiera sobrevivir respeta las exigencias de su público y responde a ellas sin agredirlas. Y para eso necesita trabajar modestamente durante años en el duro oficio de conocer sueños ajenos. Los iluminados que poseen una verdad interior deberían escribir poesía o pintar cuadros, actividades ciento por ciento creativas donde están más cómodos con sus obsesiones y no desencantan a ningún inversionista.

Por si algo faltaba, las cifras del negocio del cine no son la danza de millones que muchos creen. Sólo Hollywood puede enfrentar presupuestos de centenares de millones de dólares. ¿Pero cuántas películas de estas se hacen al año? ¿Ocho, tal vez diez? El resto son cintas que para ver la penumbra de los teatros pasan el tarro durante años y se arriesgan a perderlo todo. En Gringolandia, la mayoría de las películas que se empiezan a rodar jamás se terminan, y de las que se terminan sólo algunas escogidas llegan a las salas de cine. Las demás deben conformarse con recuperar sumas mínimas en los canales de cable. En España, este año sólo una película ha recaudado más de cinco millones de euros. En Colombia, sólo cuatro películas nacionales tuvieron ganancias en 2012. En estas condiciones, hay que apostarle a lo seguro.

En Colombia —así se tenga el apoyo de la Ley de Cine—, una película que tenga menos de 300.000 espectadores no gana plata. Con una media de entradas de 150.000, el mercado nacional de cine es un matadero. No es un asunto de una ley inadecuada, de campañas de publicidad sin recursos, del maltrato de los exhibidores que no le dan oportunidad al cine nacional. Ni siquiera se trata de la calidad de las películas. Es sólo que no hay cama pa’ tanta gente. La estrechez del mercado hace que Argo, una película bendecida con el Óscar y protagonizada por Ben Affleck, tenga 97.000 espectadores. Carnage, la última película de Polansky, sólo tuvo 8.000. En estas condiciones, el comportamiento de cintas como Apaporis (47.000), Sofía y el terco (50.000) o La lectora (200.000) es épico. Y películas como San Andresito (303.000) o La cara oculta (612.00) son blockbusters.

Por eso, Dago García y Harold Trompetero. El paseo 2 vendió 1’432.000 boletas y consolidó una marca. Lo que era apenas necesario, porque todas las películas que lograron superar el millón de espectadores el año pasado fueron secuelas. Y no fueron muchas, apenas nueve, una selección de mega-blockbusters producidos en 3D donde la película colombiana hace un honorable quinto lugar, superando a cintas como The Amazing Spiderman, Life of Pi y Wrath of Titans. El paseo 2 logró sacarle a Men in Black 3 y a Skyfall 700.000 espectadores de ventaja. Los dobló en recaudación. Increíble. Así que alístense para la cola de El paseo 3.

Pero en este cine que triunfa sin pretensiones, donde los productores sensatos ven una señal de esperanza, la mayoría de los realizadores ve una amenaza. Con un criterio miope y —¿por qué no decirlo?— intelectualmente arribista, la kultur desprecia películas como Mi gente linda, mi gente bella y las asimila a lo que no hay que hacer: cintas falsas, que eluden la realidad y que se arrastran por el piso buscando complacer al público con trivialidades.

Con el debido respeto, esto es una tontería, porque no se trata de hacer lo que hacen Dago o Trompetero, personajes que entre otras cosas tienen sus méritos y son difíciles de imitar. Se trata de reconocer el camino que ellos abrieron y que se puede recorrer de otra manera para llegar al mismo público, que es el único público posible. Películas familiares, que transmitan un mensaje simple y esperanzador. Esta recomendación será recibida con abucheos por parte de la “inteligencia”, pero sin ánimo de tropel me atrevo a aconsejarles a los compañeros de viaje que revisen sus prioridades y que si les interesa tanto cambiar el mundo, renuncien al cine y se metan de cabeza en la política. Y a los artistas, que hagan poesía o pinten cuadros. Pero que no se pongan a hacer películas, porque se quebrarán, como ya lo están haciendo.

Por Anita de Hoyos

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