El Magazín Cultural

Lo difícil es ser el Tarzán de uno mismo

No había un solo Tarzán sino múltiples, personales como el ángel de la guarda:los Tarzanes de nuestra imaginación.

Rodrigo Parra Sandoval / Especial para El Espectador
27 de octubre de 2012 - 12:18 p. m.
Tarzán surgió en la revista ‘All Story Magazine’ en octubre de 1912.
Tarzán surgió en la revista ‘All Story Magazine’ en octubre de 1912.

Los muchachos del barrio San Nicolás en Cali no sabíamos prácticamente nada sobre casi todo. Y, sin embargo, había un tema sobre el que pretendíamos saber más que la mayoría: la vida de Tarzán. Nos reuníamos en el pequeño sótano de la casa de Fabio Tovar. Teníamos asientos de madera y cuerdas de pared a pared donde colgaban los cómics. Ese verano estábamos leyendo a Tarzán: recortes de periódicos, cuadernillos, libros con un cine inicial en que veíamos a Tarzán moverse, cuando se pasaban rápidamente las páginas, mientras lanzaba su impresionante grito de victoria, Tarzán, el hombre mono con Johnny Weissmüller, el único Tarzán verdadero del cine, un par de libros de Edgar Rice Burroughs que incluían Tarzán en Nueva York.

Habíamos clavado en la pared una enorme lámina de corcho en la que íbamos fijando con tachuelas papelitos con las mejores ideas que se nos ocurrían sobre la vida de Tarzán. Y, súbitamente, Fabio dijo: Y bueno, en definitiva, ¿quién es Tarzán? ¿Un orangután sin pelo o un ser humano? Porque tiene dos madres: Lady Greystoke, la aristócrata inglesa, y Kala, la mona que lo cría en la selva. Y también dos padres: Lord Greystoke y Edgard Rice Burroughs, su padre literario.

Tarzán no logró solucionar este dilema en su adolescencia cuando sintió que debía escoger una novia. Aunque se subió a un baobab inmenso a meditar no supo decidir si prefería una hembra humana o una chimpancé. Sólo años más tarde, en su edad adulta, las cosas se resolvieron por azar durante su viaje a Nueva York. No le agradó esa ciudad con el aire sucio que olía a aceite quemado y envuelta en una bulla infernal. Se rebeló y caminó por Broadway dando su grito de victoria vestido con el taparrabos africano. La policía comenzó a perseguirlo y Tarzán se refugió en un ascensor. Allí se encontró con una joven que lo miraba con admiración pero sobre todo con amor. Era Jane. Se enamoraron y antes de su regreso a la selva ella lo llevó a conocer a sus suegros que vivían en Madison, Wisconsin. Sólo entonces supo que prefería a una hembra humana para vivir con ella en la casa en el árbol.

Basta de frivolidades, dijo Fernando. El valor profundo de Tarzán, su simbolismo histórico, reside en que es el prototipo del exiliado. Es un exiliado de sus padres, de su clase social, de su especie, de su origen nacional, de su lenguaje, de su identidad. Nadie más contemporáneo. Todos callamos. Fernando (Cruz Kronfly ) era sabio y serio desde chiquito y nunca sabíamos qué decir cuando afirmaba algo. Llegaría a escribir varias de las más hermosas novelas de la literatura colombiana. Décadas más tarde Edward Said, el filósofo palestino, repetiría en un ensayo sobre Tarzán y Johnny Weissmüller la frase de Fernando: La importancia de Tarzán es su naturaleza de exiliado.

Umberto (Valverde) dijo algo sorprendente: Tarzán es un dibujo para colorear. Y nos repartió la silueta de Tarzán lanzando su grito de victoria. Cada uno debería colorearlo. Puso en la mesa crayolas y lápices de colores, acuarelas. Un grito de victoria verde, rojo, amarillo, negro o rosado, cada uno muy diferente, casi extraño, del otro. Unos gritos más fuertes, otros tímidos, casi afeminados, casi afónicos, como un melisma. El melisma, dijo alguna vez Fabio, es la arena movediza del canto.

Así comprendimos que no había un solo Tarzán sino múltiples Tarzanes personales, como el ángel de la guarda. Los Tarzanes de nuestra imaginación. Sí, Tarzán era un dibujo para colorear, cada uno de nosotros era un Tarzán hecho a nuestra imagen y semejanza. En esa posibilidad de ser muchos Tarzanes yacía la importancia del Tarzán literario. Tarzán polifónico. Tarzán archipiélago. Escoja usted el Tarzán que desee ser ahora. Más tarde, cuando necesite ser otro Tarzán, escogerá un lápiz de otro color. Esquivos asuntos de la identidad contemporánea.

Jotamario (Arbeláez) estaba sentado en un rincón sobre una caja de cerveza. Había sorna y diversión en sus ojos cuando dijo: Nada, nada de nada, Tarzán no existe, no es nadie, toda esta conversación es inoficiosa, una charladera sobre nada. Y soltó una carcajada. Parecía que quería decir algo más pero callaba. Tal vez intentaba decir: Un día escribiré un libro cuyo título se parece a esta reunión: Nada es para siempre. Estaba preparándose para transformarse en un escritor nadaísta.

Al comenzar el año siguiente me fui para el seminario y llevé de contrabando un par de folletos de Tarzán. Los escondí en la biblioteca en la sección de libros prohibidos y me olvidé de Tarzán durante seis años. Al salir del seminario los rescaté y algún día de excesos amorosos se los regalé a una novia diseñadora gráfica a la que amaba. Supe que los había vendido a buen precio: resultaron ser primera edición en Colombia. Buen provecho.

La noche en que me gradué de sociólogo me fui a la cama preparado para soñar con asuntos académicos: dictar clase, alguna conferencia, escribir un artículo, corregir tareas. Pero no paré de soñar con Tarzán. Claro, salía en dos semanas para Nueva York y posteriormente para Madison, Wisconsin, a cursar estudios posgraduados. Y, de pronto, comprendí: iba a hacer el viaje de Tarzán, a seguir sus pasos, y no me había dado cuenta. Temía hacer el papel de salvaje en la ciudad moderna. En Nueva York me subía a todos los ascensores que podía, buscaba a Jane. Siempre enmudecía cuando tenía que hablar por primera vez con una mujer. Pero esta vez tenía preparadas las palabras perfectas: Me Tarzan, you Jane. Pero Jane no apareció. Sentí frustración y a la vez un enorme descanso.

“Muchos años después”, cuando ya los amigos comenzaban a considerarme un adulto responsable, comencé a escribir un libro sobre los filósofos de la universidad que titulé El filósofo desnudo. Invité, en un acto de imaginación desvergonzada, a Hegel, Heidegger, Spinoza, inclusive a Nietzsche. Pero me di cuenta de que con esa banda de pensadores tan serios era imposible escribir una novela divertida. Y me paralicé. Recordé la frase de Burroughs: A Tarzán le gusta hacer bromas. Y esa noche regresó Tarzán a mis sueños escribiendo en un árbol con su cuchillo desgüazador de leones una palabra: ‘agelastas’.

Poderoso neologismo inventado por Rabelais en Gargantúa y Pantagruel y afortunadamente rescatado por Kundera. Comprendí de un golpe. Resolví ofrecerle asilo a Tarzán en mi libro, al que rebauticé Tarzán y el filósofo desnudo. Recuerdo en particular una escena: Tarzán toma un seminario sobre Tarzán que dictan en grupo los grandes filósofos. Tarzán asiste con el doble propósito de buscar su origen en los escritos de Burroughs y de aclarar su confusa identidad en las palabras de los filósofos. Se aparece vestido de Tarzán pero nadie dice nada, tal vez nadie lo nota. Y al terminar el seminario Tarzán pregunta a sus maestros: ¿Por qué no se ha dicho ni una palabra sobre Tarzán en un seminario sobre Tarzán? Los maestros responden: No ha entendido nada, lo que importa no es Tarzán, un pobre personaje de ficción. La ficción no importa en una novela, menos en un cómic. Lo que importa son nuestras teorías, nosotros los pensadores.

La calificación final del seminario venía acompañada de una nota: No tiene ni idea de la biografía de Tarzán. Reprobado. Tarzán, el eterno exiliado, se transforma así en un personaje subversivo y salva de un naufragio vergonzoso mi novela.

Hoy, convertidos en honorables jubilados, los amigos del barrio San Nicolás nos reunimos a celebrar los cien años del nacimiento de Tarzán. Pensamos en la pregunta de Fabio: ¿Quién es Tarzán? Comentamos: Tarzán es un hombre infantilizado que vuela de liana en liana y se baña eternamente en la laguna, un eterno exiliado, básicamente irresponsable, con un lenguaje patético, un inglés no colonialista y que, al contrario, defiende la ecología de los abusos de blancos y africanos. Cosas así decimos desde el pináculo de nuestra edad.

Tarzán, sin embargo, nos enseñó dos cosas fundamentales, convenimos: al convertirse en un dibujo para colorear nos llevó a comprender que el libro no es el texto impreso sino la historia que inventamos mientras lo leemos. Nos enseñó qué es leer. Nos mostró también el valor de la sugerencia, al contrario de la palabra sólida y unívoca de los filósofos, cuando en el libro Tarzán y el filósofo desnudo dice: Lo verdaderamente difícil en este mundo revuelto y extraño es ser el Tarzán de uno mismo. Salud.

 

 

* Escritor y sociólogo experto en educación. Ganador del Premio Nacional de Novela 2002 por El don de Juan. Su novela Faraón Angola fue exaltada en el Premio Casa de las Américas de Narrativa 2011.

Por Rodrigo Parra Sandoval / Especial para El Espectador

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