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Director del Señor de los Anillos llevará al cine otra gran obra

Peter Jackson se arriesga una vez más con la adaptación de ‘El Hobbit’, que se estrena a finales de este año.

Anita de Hoyos
06 de agosto de 2012 - 10:24 p. m.
'El señor de los anillos', una de las obras más reconocidas de J.R.R. Tolkien.
'El señor de los anillos', una de las obras más reconocidas de J.R.R. Tolkien.

J.R.R. Tolkien era un buena vida. Es decir, alguien que disfrutaba con una abundante comida hecha en casa, con paseos por el campo en los largos atardeceres del verano, con una buena conversación sin afanes y con mirar la chimenea en la noche, mientras cebaba su pipa y bebía un té. El ritmo plácido de la campiña inglesa. Una vida simple y feliz que en las vecindades de Oxford, donde Tolkien tenía su casa, todavía era posible. Vida simple y feliz que él logró trasladar a la Comarca, ese paraíso perdido que nos enseñó a amar y donde él sólo era un hobbit más.

Uno no se explica cómo un tipo así fue capaz de ser un escritor, porque escribir está ubicado en los antípodas de la buena vida. Escribir es sufrimiento, tomar el toro del trabajo por los cuernos y no soltarlo hasta haber pagado la dosis diaria de sangre. Hacer literatura siempre ha sido una labor agotadora y sucia y un tipo tan cómodo como Tolkien no parecía destinado a un camino tan áspero.

Él lo sabía. Por eso, en su adolescencia prefirió posar de poeta (los poetas pueden darse el lujo de escribir un par de estrofas al mes y ya cumplieron); y por eso en su madurez decidió dedicarse a la filología (los filólogos trabajan en tierra ajena y su compromiso es más relajado); y por eso siempre encontró excusas para no sentarse ante un papel en blanco y demoró más de cincuenta años en no terminar El Silmarillion. Como Bilbo Bolsón y como Gandalf, Tolkien fue longevo y una corta novela infantil, una historia épica de 1.400 páginas y un puñado de relatos, la mayoría inconclusos, no son la cuota que corresponde con ochenta y un años de labor de un genio que murió lúcido. Así que no demos más vueltas y admitámoslo: como buen hobbit, era un perezoso. Él mismo lo admitía.

Compensaba su pereza con una memoria fuera de lo común y una habilidad natural para jugar con las palabras que le permitió hablar seis idiomas a los 9 años y crear de niño un par de lenguas nuevas, que después destruyó porque “mi mamá no estaba de acuerdo con que perdiera el tiempo de esa manera”. Detestaba a los hermanos Grimm, Peter Pan nunca le llegó al alma y sospechó de Alicia en el País de las Maravillas y del Flautista de Hamelín, porque eran historias sombrías “que no tenían el atrevimiento de terminar bien”.

Se interesó en los cuentos de hadas por puro mecanismo de defensa: en la Primera Guerra Mundial estuvo en la ofensiva del Somme, una masacre vergonzosa donde unos generales ineptos enviaron a lo mejor de Inglaterra a un matadero que sólo dejó de operar cuando había producido 600.000 muertos. Rodeado de fango, sangre y entrañas reventadas, viendo caer a sus mejores amigos y devorado por unos piojos insaciables que transmitían la fiebre de las trincheras, el joven teniente Tolkien entendió que la historia era una pesadilla y que el mundo mágico de las hadas era preferible a esta realidad de cadáveres que se podrían a la intemperie, colgando de las alambradas como espantapájaros. Cuando regresó a Oxford, no sólo descubrió que de los 3.000 estudiantes de la universidad habían sobrevivido menos de 300, sino que su fascinación por los mundos de la fantasía no lo abandonaría jamás.

Así se pasó la vida: escondiéndose con estilo. Diseñando refugios que le permitieran pensar que el hombre era mejor de lo que era y que los avances de la “civilización” no tocarían su amada Comarca. “Sólo un loco o un estúpido serían capaces de contemplar el siglo XX sin horror”, dijo algún día y hablaba en serio. Esta perspectiva reaccionaria no contradecía su natural buena onda, su caritativa visión de católico y su firme convicción de que —a pesar de todos sus defectos— la democracia era preferible a la monarquía.

Hay muchos que no necesitan que los defendamos porque se han pasado la vida demostrando que la opinión de los demás les importa poco. Tolkien es uno de ellos, pero no sobra insistir en que a pesar de las acusaciones que se le han hecho, a pesar de haber nacido en Sudáfrica y de haber sido picado por una tarántula en su infancia, no fue un racista, ni un traumatizado. La crítica amarga se ha cebado en Poe y en Lovecraft, en los cuales ha pillado elementos muy turbios que explican su fascinación por el blanco. Este no es el caso de Tolkien y no lamentamos carecer de espacio para demostrarlo, porque es obvio. Si después de leer El Señor de los Anillos alguien piensa que Gandalf está justificando el apartheid, lo sentimos porque ha perdido algo irrecuperable y que le hará mucha falta: la inocencia.

Esta inocencia fundamental, que defendió con garras y dientes hasta al final, le permitió a Tolkien legitimar la fantasía en un mundo azotado por el materialismo y la vulgaridad. Por eso se tomó la molestia de escribir un artículo donde defendía al Beowulf, diciendo que describir un dragón es preferible a hacer una larga enumeración realista de las condiciones de la vida cotidiana de la Inglaterra del siglo XII.

Su interés por la mitología también tuvo un origen lateral. Cuando se aplicó a construir los fundamentos del élfico (algo que acompañaba con otros divertimentos, como hacer crucigramas en galés antiguo), descubrió que era imposible crear un idioma sin crear primero una mitología que lo sustentara. Para ponerlo en sus palabras, porque las nuestras están condenadas a ser menos precisas: “El propósito de un idioma no es el intercambio de información, sino el diseño de un espacio donde es posible el sueño”. Enredado concepto, tal vez. Pero muy respetable, porque gracias a él tenemos el élfico y sus bases: El hobbit y El Señor de los Anillos.

Llegados a este punto, tenemos que hablar de otro hobbit ilustre: Peter Jackson. Y el que dude que don Peter es un hobbit, que vaya a Wikipedia y consulte una foto de él, sin importar si está hecha antes o después de esas dietas radicales que el hombre hace de vez en cuando tratando de contradecir a su naturaleza. O que mire con cuidado las primeras escenas de El Señor de los Anillos, donde este director genial aparece interpretando a alguien de su misma especie. Es claro. Independientemente de su estatura, Jackson es un mediano y por eso la adaptación que hizo de la obra de Tolkien es la mejor que se ha hecho de una obra literaria en toda la historia del cine. Por eso, todos sus personajes y todos sus escenarios no solamente corresponden con el espíritu de la narración, sino que la encarnan. Es increíble cómo Jackson logró coronar la apuesta imposible de penetrar en el alma de los lectores (los lectores de Tolkien tenemos un alma) y rescatar las imágenes mentales que teníamos de Frodo, de Sam, de Gandalf y de Aragorn y devolvérnoslas enriquecidas en doce horas de festín audiovisual que no desmerecen a la mejor novela de aventuras que se escribió en el siglo XX. Ni Schlöndorff interpretando a Musil, ni Hitchcock con la Highsmith, ni ningún maestro ruso intentando con Tolstói o Dostoievski llegaron tan lejos. El Señor de los Anillos —la película— está fuera de cualquier categoría. Es sencillamente asombrosa.

¿Tan asombrosa como será El hobbit? ¿Por qué no? Jackson ya fue capaz de hacer una obra maestra del cine gore en Braindead, de producir una excelente película de ciencia ficción en Sector 9 y de medírsele sin fracasar a King Kong. El hobbit, la novela, no tiene la riqueza argumental ni las pretensiones épicas de El Señor de los Anillos, pero igual tiene su búsqueda y su tesoro, su dragón y su batallón de arañas, sus trolls y sus hombres enormes que luchan contra la inevitable decadencia de sus reinos con la tranquila dignidad de viejos guerreros orgullosos. Y claro, tiene a don Bilbo Bolsón, su hobbit.

Es que ser un hobbit no es poco. Que lo diga Peter Jackson que con Tintín siguió ganando puntos para convertirse en el productor de cine de fantasía más importante del nuevo siglo. Y que lo diga J.R.R, Tolkien, quien tuvo el descaro de vivir una vida feliz y edénica en un sitio muy parecido a la Comarca, y gozó de un matrimonio feliz y contó a sus hijos unos cuentos memorables y murió de una indigestión de chocolates a los 81 años.

Por Anita de Hoyos

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