El Magazín Cultural
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El abogado y la mesa

El abogado con sus ropas rasgadas luego del combate con los traidores, sentado en una banca de un parque, moribundo y sangrante, saca su teléfono celular para comprobar que no tiene la posibilidad de llamar a nadie.

José D. Fonseca Sandoval - @lapuertabierta
16 de enero de 2013 - 10:00 p. m.

Su número ha sido rasgado por algún operador. Revisa los contactos mientras espera atento una llamada que no llegará. El teléfono inteligente, en ese momento, es el más imbécil del mundo y no sirve para nada. Sirve solamente para iluminar el día y para jugar al solitario. Avanza el sol en el cielo, moviéndose más rápido que el tipo en la banca. El abogado se quita la corbata, le grita improperios al señor de los cielos ofendido por la desgracia; la desdicha de estar allí sin compañía. El señor siempre está con él, pero no lo abraza ni le presta plata. Duerme un rato en la banca, rendido por las contusiones en brazos, rostro y piernas. Despierta con las luces del mundo apagadas y una tenue sonrisa blanca en el cielo oscuro le recuerda lo irónico y miserable de su existencia. Se levanta y avanza con el parque a su cuesta, con los flagelos en el alma, más dolorosos que los del cuerpo. Su mujer está celebrando en el balcón de su oficina, donde hay libros y cuentas bancarias que ya no le pertenecen. Una estafa bien plantada, sin sospecha, sin posibilidad de reclamos o demandas; allí concluye que de nada le sirve saber de leyes cuando el espíritu se ha roto en pedazos. La justicia no repara los sentimientos depositados en los seres humanos que destruyen nuestros derechos. Con esfuerzo llega a su casa. En la puerta, un aviso de embargo. Milagrosamente ingresa la llave y abre la puerta. Acciona el interruptor sin bombillo. El teléfono imbécil ni siquiera tiene linterna, así que con la poca luz de la pantalla avanza por el piso sin obstáculos.

Mira hacia el fondo de la oscuridad, hacia su propio descenso en caída libre, donde no hay abajo agua y ni siquiera hay fuego. Se siente vacío y sin fuerzas. Gracias a su memoria encuentra el camino al cuarto del amor vacío con su mujer donde no hay closet, ni ropa, ni cama. Se tira boca arriba en el piso. Abre los ojos y gira la vista a la izquierda: debajo de la ventana hay un cúmulo de madera organizada por clavos con una cerradura en el único cajón que posee. No está en cuatro patas, simplemente está sentada en el suelo.

Se encuentra justamente en el sitio donde reposaba cuando salió por la mañana, junto al catre doble, inmóvil y fiel a la función que le den. Se levanta de súbito el moribundo sin corbata e intenta abrir el cajón sin éxito. Se sienta al lado recostado en la pared. En la parte superior no hay nada, desaparecieron las gafas de noche, su respectivo forro, el libro de esos días, y la lámpara roja alargada que le iluminaba lo que el celular no podía. No le queda nada, únicamente lo que hay dentro de aquel adefesio hecho de madera con forma de cubo. Inicia la memoria a trabajar con forzosos intentos, porque hasta pensar le dolía. Tiene vagas reminiscencias que se le presentan en la proyección que hacen los ojos cuando están cerrados; retratos de fondo negro que contienen momentos pintados por la mente con colores innombrables. Recuerda cuando dejó el Bestiario de Cortázar descansando allí, cuando dejó las odas de Pessoa y de sus fantasmas molestando a Cortázar, cuando acumuló tantos talentos líricos y literarios que tuvo que sacarlos y hacer más espacio en la biblioteca que ya no está en el estudio. Llega a su mente el instante en que guardó en el cajón fotografías de sus viajes, de los que hizo a Argentina en la juventud y de los que realizó por Europa en la madurez intelectual, guiado por la curiosidad de sus intereses académicos.

Ya nada de eso importa, y de todas formas, todos son sucesos del pasado, que solamente le sirven para agudizar el dolor de las heridas entreabiertas. No puede obtener la remembranza reciente, la que le traiga a los labios el, o los objetos, que están separados de él por la cerradura sin llave. Se deja caer rendido a los pies de su único patrimonio, de la mesa, de la noche y del hambre que lo acoge. Espera un milagro, un milagro que haga el señor de los cielos para saber que no está solo, un fenómeno que le haga desistir de la locura que está lucubrando, un segundo que le ate las manos para que la curiosidad no destruya por él la cerradura que atrapa en el cajón su antiguo celular.

* Si usted desea participar de la convocatoria de Mesa de noche, puede escribirnos a yosoyespectador@gmail.com o participar en esta comunidad.

Por José D. Fonseca Sandoval - @lapuertabierta

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