El Magazín Cultural

El abrazo de la serpiente

Una ficción inspirada en una parte de la historia de la selva amazónica: este es el relato detrás de su producción en boca del director y dos de los actores indígenas.

Sara Malagón Llano
20 de abril de 2015 - 09:18 p. m.
Antonio Bolívar, quien interpreta a Karamakate viejo. /Cortesía
Antonio Bolívar, quien interpreta a Karamakate viejo. /Cortesía

Antonio Bolívar (indígena ocaina) y Nilbio Torres (indígena cubeo), protagonistas de El abrazo de la serpiente, visitaron Bogotá para hablar de la película. Mientras Antonio habla fluidamente en español (y además habla ocaina, huitoto, un poco de bora y portugués), Nilbio se expresa con dificultad en esta lengua que no es la suya. Ciro Guerra —La sombra del caminante (2004), Los viajes del viento (2009)— los acompañó y contó detalles sobre la experiencia de filmar en la selva amazónica y sobre las fuentes de su último largometraje que, como se anunció esta mañana, hará parte de la selección oficial de las películas que participarán en la Quincena de Realizadores del Festival de Cine de Cannes.
 
La cinta dialoga con una tradición occidental. Recuerda el viaje hacia el interior de la selva y al interior del alma humana de El corazón de las tinieblas y de su versión cinematográfica, Apocalipsis ahora; La vorágine, o su tema, el fenómeno de la cauchería, y otras películas cuyo lugar ha sido el Amazonas: Fitzcarraldo y Aguirre, la ira de Dios. Sin embargo, dice Guerra, esta película no habla desde el punto de vista del explorador sino del indígena.
 
En 2010, gracias a un amigo antropólogo, Guerra conoció la historia de Theodor Koch-Grunberg (1872-1924), un explorador alemán que vino a recorrer Brasil. En realidad recorrió Colombia, y mientras se adentraba en la selva los indígenas estaban siendo explotados por el caucho y evangelizados, prohibiéndoseles hablar sus lenguas y adorar a sus dioses. “Koch-Grunberg —quien venía siguiendo los pasos de otro explorador y fue seguido luego por Richard Evan Schultes (1915 -2001)— dejó un diario, rescatado por su acompañante indígena, quien se encargó de llevarlo de vuelta a Alemania. Koch-Grunberg fue el primero en escribir sobre las comunidades de una manera humanista y en establecer relaciones de amistad con los indígenas”.
 
Para delinear los personajes y la historia, “para que todo fuera muy fiel, me rodeé mucho de las comunidades indígenas de Araracuara, de Leticia”. Así, Guerra encontró a Antonio Bolívar, Nilbio Torres y las comunidades del Vaupés.
 
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¿Cómo fue el encuentro con Guerra?
 
Antonio Bolívar: Ya había actuado en otra película. Un americano vino y nos llevó a Nueva York. Luego Asuntos Indígenas no nos dejó volver a salir, porque la película hablaba de violencia. Luego, amigos de ellos nos prometieron $48 millones por hacer una película, y se hizo. Se llamó Un día antes. Al final nos dieron a cada uno el certificado de trabajo, pero salieron con el cuento de que el director de la Universidad de Leticia tenía la plata y que se había volado hacía veinte días. Entonces prometí no aceptar ningún trabajo de esos, cuando apareció el señor Ciro. Le comenté que no quería, que ya habían sido varios los engaños, y al gato se le capa una vez, pero dos veces no. Él me miró, me habló, y yo le dije que bueno, que probáramos. Gracias a Dios se cumplió el compromiso. Se trabajó, pero tuvimos pequeñas inquietudes por el cambio de idioma de nosotros. Yo hablo un idioma, Nilbio otro, el acompañante habla otro diferente.
 
O sea que cada uno hablaba su lengua en el rodaje, aún sin entenderse...
 
Bolívar: Sí. Y los actores extranjeros aprendieron las lenguas grabando, escribiendo, sacando fotografías, y conviviendo con nosotros. Fuimos actores y maestros.
 
Nilbio Torres: Yo nunca había trabajado en una película. Llegaron a la comunidad, nos dieron unos papeles para que los leyéramos y tomaron fotos. Yo no quería aceptar. Muchas veces he trabajado con gente blanca, pero no es la costumbre. Uno siempre se deja dominar o a veces uno se cansa. Acepté por el dinero, para los gastos de los niños, pero era difícil actuar. No era como una cosa de presentación, de mover el cuerpo. Era una cosa de sentirse uno mismo, de sentir en el corazón.
 
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“Íbamos preparados para que las cosas fueran difíciles y salieran mal”, dice Ciro Guerra. “Una vez en Mitú, durante la preproducción, nos llovió 36 horas seguidas. Donde nos pasara eso en el rodaje no hubiéramos sabido qué hacer. Así que mi amigo antropólogo consiguió un payé [una especie de chamán] que nos hizo una protección. Lo único que teníamos claro era que debíamos ser muy respetuosos con la selva y la gente. Si la selva se pone en contra de uno, todo naufraga. Éramos frágiles. Una lluvia en un mal momento hubiera podido acabar el rodaje. Había muchísimo riesgo, cualquier cosa podía pasar y teníamos un tiempo y un presupuesto limitados. Pero las cosas fueron casi mágicas. Durante cinco semanas la lluvia sólo vino cuando cortábamos. Hacíamos la pausa de almuerzo y caía un aguacero de una hora. Luego retomábamos y había escampado por completo. Hubo encuentros con arañas, tarántulas, serpientes. A la modista la mordió un perro por ahí (risas), pero nada más. Cuando uno está en la selva se asume una actitud de respeto, y se alcanza a percibir una energía que no se percibe en la ciudad”.
 
¿Todos los sucesos provienen de los escritos de Koch-Grunberg y Schultes?
 
Es ficción, pero los eventos están inspirados en hechos reales. Los personajes de Koch-Grunberg y Schultes tampoco son ellos exactamente; están inspirados en ellos pero son una construcción que parte también de otros antropólogos. Es una obra de ficción. Empecé tratando de pegarme a una u otra visión de mundo, pero no tengo el derecho a hacer eso, no tengo el permiso para hacerlo, porque son conocimientos infinitos. Para poder hablar fielmente de ellos tendría que vivir allá mucho tiempo. Me parecía, entonces, irrespetuoso. A través de la ficción uno crea para poder hablar. No es un documental, es una historia inspirada en eventos y también un modo de acercar a quien no entiende de esto. Es muy difícil para Occidente entender y acercarse a la manera de ver el mundo de esas culturas, y con la ficción eso se traduce. Si uno hiciera una película basándose fielmente en una cosmogonía indígena la película sería tal vez incomprensible, y sería una locura, sería surreal.
 
Con respecto a la ficcionalización, Martín von Hildebrand, director de la Fundación Gaia Amazonas y uno de los mayores expertos en la Amazonia en el país, vio la película por anticipado y le dijo a este diario: “No hay nada que me moleste profundamente y que yo diga ‘esto es falso’, ‘esto maltrata a los indígenas’, ‘esto es una manipulación negativa’. No puedo decir que me parece injusto el tratamiento. Pero hay cosas que no concuerdan y que son extrañas para el que conoce la realidad: por ejemplo, la manera en que Karamakate pierde el temperamento y rompe las cosas. Esa es una reacción occidental, de la impaciencia del occidental. Pero tal vez si hubiera retratado fielmente la manera en que se pone bravo un indígena –quien se queda absolutamente en silencio–, no hubiera podido comunicar lo que quería comunicar en la película, el público no lo hubiera captado. Partamos del principio de que la película es exigente para el público general. Si encima de eso le hubiera tocado interpretar la realidad indígena como la conozco yo u otros antropólogos dedicados al tema, tal vez hubiera sido aún más complicada. Con la ficción se hacen concesiones al público para que la pueda entender mejor”.
 
¿Por qué decidió hacer la película en blanco y negro?
 
Porque las imágenes de estos primeros exploradores eran así. Son imágenes que hablan de un Amazonas que ya no existe, es un recuerdo que recreamos. Al mismo tiempo hablan de una manera de percibir, que va mucho más allá de lo que este mundo es, de lo que captan con los sentidos. Es como si se estuviera viendo el mundo de una manera limitada, cosa que las comunidades amazónicas han entendido siempre.
 
***
 
En los momentos históricos que la película abarca se muestra una selva corrompida, desencantada. La preocupación de la película es muy actual. ¿Cómo sienten la selva, la amenaza del hombre blanco ahora?
 
Bolívar: Nosotros somos parte de la naturaleza, venimos de la naturaleza y vivimos de la naturaleza: nos da el agua, el aire, el alimento, el calor, la medicina. Todo está en la selva. Pero cuando llegaron los españoles llegó nuestra primera destrucción. Mataron a nuestros primeros indígenas, que no sabían cuán valioso era ese oro que tenían. Desde ahí viene una herencia de violencia que desbarató nuestros usos y costumbres. Unos los llevaron pal Brasil, otros pal Perú, y los que quedamos, quedamos regados. Se perdieron nuestras leyes, nuestros valores, y ahora luchamos por mantener nuestras costumbres. El asunto del narcotráfico también acabó con una parte de nosotros, y todavía sigue vivo. No hay paz por el asunto de la hoja de coca, que para nosotros es un árbol sagrado. Así que, por un lado, ha quedado esa mancha de violencia desde Cristóbal Colón. Y además vienen entrando las multinacionales a adueñarse de todas las riquezas que son nuestras, de los colombianos blancos e indígenas. Pero nadie nos protege, nadie nos ayuda. Eso también está en la película: el mundo está con ganas de adueñarse de este continente porque aquí está la riqueza, el aire puro, la selva, el mito más grande del mundo. Y nosotros no podemos contra los grandes adinerados. El Amazonas es el pulmón del mundo, pero, digo yo, ya tiene un pequeño cáncer, y si se sigue así ya no va a ser cáncer, se acabarán los pulmones y hasta ahí llegamos.
 
¿Cómo sienten el retrato que hizo Ciro Guerra, siendo que mezcla elementos de diferentes culturas?
 
Bolívar: Cuando el turista va al Amazonas, va a ver a los indígenas que están más cerca de la ciudad y que buscan dinero con eso; así cumple su cuota, mirando ese poco. Como el espectador no conoce el contenido dice “está bueno, está bueno”. Hay ese pequeño tropiezo con nosotros mismos. 
 
Torres: Siento que la película es honesta, lo que nos han contado los mayores sobre la película más o menos es lo que Ciro muestra.
 
 
 

Por Sara Malagón Llano

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