El Magazín Cultural

El ahogado y el náufrago

Con un cadáver encallado en la playa como una ballena suicida se puede escribir un cuento: por ejemplo la historia de un ahogado muy hermoso que “tiene cara de llamarse Esteban”.

Héctor Abad Faciolince
19 de abril de 2014 - 03:17 p. m.
García Márquez en una de las facetas que más lo incomodaban: conceder entrevistas. En la foto conversa con el también periodista Germán Castro Caicedo./Archivo
García Márquez en una de las facetas que más lo incomodaban: conceder entrevistas. En la foto conversa con el también periodista Germán Castro Caicedo./Archivo

 Las mujeres que lo recogen, lo limpian y lo arreglan, irán desvistiéndolo de todos sus secretos, y vistiéndolo también, en la fantasía, con todos los episodios imaginarios de una vida. Con un náufrago, en cambio, hay que hacer periodismo, pues el sobreviviente puede contar el cuento todavía. En el primer caso, el gran escritor de ficciones logrará que lo inventado parezca verdad, y en el segundo caso el gran periodista relatará la verdad de tal manera que parezca mentira.

No debe ser casual que en buena parte de la obra narrativa de Gabriel García Márquez, al comienzo del relato, nos encontremos frente a alguien que acaba de morir o que encara la muerte inminente. Un famoso general emprende su último viaje; un coronel repasa el sueño de su larga vida frente al pelotón de fusilamiento; los gallinazos revolotean ávidos por el palacio otoñal del patriarca; un desenterrador mide la longitud del pelo de una niña; se anuncia que un joven inocente será apuñalado como un marrano; un cuerpo se pudre en una casa cerrada o alguien aspira el olor a almendras amargas de los desesperados. La última ilusión de la literatura consiste en resucitar a los muertos. Por eso algo que dijo Gabo alguna vez (“lo que me interesaba del personaje no era su vida sino su muerte”), podría ser la clave de buena parte de su obra narrativa: de cierta manera, es un alegre oficio de difuntos; un intento amoroso de resurrección.

Ante los vivos, en cambio, ante los que todavía no podemos imaginar porque los tenemos al frente, es necesario echar mano del periodismo. Es posible que García Márquez haya amado tanto el periodismo, porque éste es un oficio de vivos, un trabajo vital, un relato de insomnes y sobrevivientes. Y es posible también que separarse de la dictadura de la realidad mediante la ficción sea al mismo tiempo un descanso y un alivio, pues (salvo los casos extremos de Unamuno o Pirandello) los personajes de una novela nunca protestan, ni emprenden demandas por calumnia, ni envían cartas de rectificación ni piden compartir los derechos de autor.

Claro que tampoco faltan en su obra literaria personajes que se quedan fijos en su juventud y viven para siempre, salvados de la vejez y de la muerte por la ficción. Pero he querido utilizar la imagen del náufrago y del ahogado para caracterizar las dos facetas fundamentales de toda la obra de García Márquez: por un lado el cronista vital de lo inmediato, preciso y minucioso, que hace un uso certero de cifras, horas y fechas, con un respeto maniático por los detalles, y por el otro lado el narrador que reinventa el tiempo con sus cronologías circulares, con sus eternos retornos, sus conversaciones de difuntos y sus maravillosas desmesuras. Estas desmesuras, sin embargo, no son caballos desbocados. Al contrario, el gran narrador traslada del periodismo a la literatura muchas armas de la verosimilitud: es más fácil creer en lo maravilloso, en lo inventado, si alguien nos lo cuenta con precisión de cronista. García Márquez fue un realista de la fantasía, es decir, nos convenció de que la fantasía es tan real como un experimento.

“Carezco en absoluto del talento y la vocación de las ideas abstractas”, declaró Gabo alguna vez, no sin añadir, sin embargo, que “las intuiciones y presagios de los novelistas son a veces tan útiles como las ciencias académicas para desembrujar la realidad”. Tal vez aquí esté el meollo del asunto, de los dos asuntos: mientras el periodista goza y padece la tiranía de la realidad, en donde hasta las comas y las comillas deben ser verdad, el novelista acierta no cuando copia pasivamente la realidad, sino cuando la adivina, es decir, cuando se da cuenta (y si no él, sus lectores) de que sus inventos y sus mentiras dicen la verdad. Antes de que algo pase, el novelista sabe lo que va a pasar, antes de que la mujer hable, el escritor ya sabe lo que está pensando. Al periodista, aunque sepa, no le queda más remedio que esperar. El periodista que cae en la tentación de anticiparse a los hechos, es desmentido por la realidad. El periodista puede contar sólo los hechos, el novelista los puede anticipar, adivinar. Un gran novelista como García Márquez, tiene que ser ante todo un profundo conocedor de la naturaleza humana, de los motores secretos que llevan el timón en las acciones de los hombres, y es esa virtud la que le otorga el don casi profético de la anticipación. Si “en el Caribe se sabe todo, inclusive antes de que suceda”, como dice en una de sus crónicas, hay que arrebatarle esta frase a la geografía para dársela al novelista: esto es lo que pasa con García Márquez, más que con el Caribe, o a él con el Caribe, que más o menos vienen siendo la misma cosa.

Estas intuiciones, así como la magia combinatoria con que se entrelazan las palabras de García Márquez, tienen que ver, claro está, con el misterioso instinto del genio, pero creo que su fluidez hipnótica y la inimitable gracia de su prosa, le deben mucho, también, al largo ejercicio del periodismo, a esa tarea diaria que obliga a describir los hechos con la mayor economía y precisión posibles, con la humildad del escribano o el notario. Es en el taller periodístico donde se cuecen los grandes recursos literarios de Gabo, y donde se van afilando (y se mantienen calibradas y engrasadas) las herramientas de su estilo. García Márquez fue un maestro genial en ambos oficios.

En la parábola de la vida y de la obra de García Márquez, da gusto pensar en el oscuro reportero de la Costa que cargaba ladrillos en periódicos de provincia, o en el novelista entelerido que esperaba en vano un cheque de El Espectador (transfigurado por la ficción en el hechizo de un pago para el coronel). Da gusto recordar al cronista mal trajeado —Trapoloco, le decían— de Prensa Latina o al columnista amenazado y fugitivo que un día decide comprarse, y consigue comprarse, contra toda esperanza, una revista: la hoy desaparecida revista Cambio. En su periodismo y en su literatura, en el ahogado y el náufrago, están encerradas la sabiduría y la genialidad del gran maestro de la narrativa del último siglo.

Se dice que ha muerto el mago que nos asombraba, nos envolvía y nos seducía con sus palabras, con sus historias y con sus ideas. Y sí, su mente ha dejado de producir combinaciones perfectas de palabras y su corazón quieto ya no vive de corazonadas. Pero sus libros seguirán vivos en nosotros, “encallados para siempre en el corazón de los lectores”. 

* Espere mañana el perfil “El alma de la escritura”.

Por Héctor Abad Faciolince

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