El Magazín Cultural

El cuento clásico, según Julio César Londoño

El escritor vallecaucano, ganador de concursos nacionales e internacionales como el Juan Rulfo y el Alejo Carpentier, publicó “Cuentos exactos”, antología de 17 años de relatos editada por El Bando Creativo.

NELSON FREDY PADILLA
19 de abril de 2017 - 03:10 a. m.
Julio César Londoño ganó en 1998 el Premio Juan Rulfo de Cuento en París. / Cortesía
Julio César Londoño ganó en 1998 el Premio Juan Rulfo de Cuento en París. / Cortesía

Más que “cuentos exactos”, me pareció que los suyos son cuentos libres, no acartonados por la técnica, sino eficaces en el arte de recrear una situación significativa. ¿Cómo hace para que mande el argumento y no la estructura?

Reconozco que a veces estas dos piezas, argumento y estructura, encajan con precisión matemática, de manera necesaria, como en Continuidad de los parques, de Cortázar. Pero el argumento ha sido siempre más relevante que la estructura. Si no fuera así, Vargas Llosa pesaría más que Rulfo. Una buena historia sobrevive incluso a una mala composición, como sobreviven los clásicos a las traducciones desmañadas. Si me acosan, diría que un cuento está hecho primero de ideas (la historia), luego de palabras (la prosa) y sólo por último de estructuras.

Me despertaron “fascinación, ingenio y tensión”, las reglas de “la dictadura poética de Poe” que lo inspiran a usted. ¿Cómo las dosifica?

La primera antología de cuentos que leí fue la de Borges, Casares y Ocampo. Como son historias fantásticas, su denominador común es el ingenio. Entonces crecí pensando que el cuento tenía que ser brillante. Ya antes Poe, el célebre borracho de Baltimore, me había explicado que la piedra de toque del género era la tensión (Poe es el primer crítico exclusivamente técnico de la literatura). El cuento gira sobre un conflicto y el conflicto genera una tensión. Si no, no es cuento. Es bodegón, carta, libro de viajes, anécdota, cualquier cosa.

La fascinación no es un ingrediente del cuento: es el efecto resultante, sobre el lector, de una suma exacta de virtudes... Bueno, no me crea, no soy muy consciente de la manera como trabajo. No dosifico los ingredientes. Procuro que no falten, pero no calculo las cantidades. Al menos no en mi obra. En las ajenas sí.

Me gusta que no lo siento maquinando el artilugio, sino contando algo de forma natural, sencilla y a veces divertida. ¿Al escribir piensa más en su goce o en el del lector?

En el lector, por supuesto. Si de paso me divierto, magnífico. Esos autores que desprecian al lector pero, al tiempo, les coquetean a los premios y a la fama son sujetos sospechosos. Si uno olvida que está escribiendo para otro, el resultado no será claro ni divertido. Si uno se olvida de él, lo más probable es que él también se olvide de uno. Pensar siempre en el lector es una cortesía que el buen escritor siempre considera y que los lectores agradecemos.

¿Se considera más lector que escritor?

Sí. Es un oficio más civil, más feliz y discreto, menos aletoso. Cuando sea rico, seré sólo lector. Lo juro por mis ojos.

En relatos como “Mariana y el triciclo” y “Cosas de niños” no pierde cierta inocencia y pureza. ¿Cómo evitar que esa filtración de sentimientos lleve a la ingenuidad narrativa?

No lo sé. Supongo que uno desarrolla un instinto para caminar en esa cuerda floja que está flanqueada por abismos binarios: lo poético y lo prosaico, lo tierno y lo meloso, la ingenuidad y el desencanto. Quizá utilizo el famoso “detector de mierda” que inventó Hemingway. Una palabra de más, un lugar común con pretensiones de gran frase, una explosión no controlada, un anacronismo y se estalla la burbuja en la que teníamos atrapado al lector. Se rompe el hechizo. En el caso concreto de estos dos cuentos, la fórmula del equilibrio fue sencilla: narré los temores de un niño con las argucias y la perversión del adulto.

¿El tono y el ritmo de las historias abstractas (sobre Dios, el azar, la belleza) fueron más difíciles de lograr que las historias que parten de situaciones y personajes concretos? Otras (“Los geógrafos” y “Los gramáticos”, “Bolívar acude a una cita galante”) son un diálogo con la historia y sus personajes. ¿Cómo navegar esos temas de manera genuina y evadir el cultismo?

No es tan difícil como parece. Soy más libresco que aventurero (“sos un valiente aritmético”, me dice mi mujer, experta en insultarme con injurias shakesperianas). Quizá es por esto que me siento cómodo haciendo ficción en campos eruditos. Y como soy un matemático frustrado, me muevo con soltura en historias de cálculos, máquinas inteligentes y fábulas de azar. Para evitar el cultismo en Los gramáticos, me bastó recordar que las lenguas no son sistemas arbitrarios de reglas y signos sino la manera como los pueblos cifran la realidad, las series verbales que los hombres utilizan para sobornar a los dioses o para conjurar a los demonios. La estrategia consta de dos tácticas. La primera, mantener a raya al pedante que todos llevamos dentro. La segunda, mirar cómo escriben los profesores y hacer todo lo contrario. Un narrador no puede ser un notario del lenguaje.

¿Por qué todos los cuentos le salen cortos? ¿Tiene que ver con su forma de escribir y de pensar?

Los buenos cuentos largos lo son porque tienen que tejer con cuidado una atmósfera laboriosa o trazar un personaje con mucho detalle. Imbricar esta urdimbre puede tomar veinte o más páginas, como Verdor o El rey del Honka Monka, de Tomás González. Mis cuentos son clásicos, “para decir de una vez palabras fatales”: es decir, artefactos sintéticos cuyo protagonista es el argumento. Y cualquier argumento cabe en cinco páginas. No se necesitan más.

¿Cómo evalúa la experiencia entre construir cuentos de final abierto y cuentos de final cerrado?

Crecí en la creencia de que cuento significaba “cuento fantástico”, un subgénero que reclama finales rotundos, cerrados. Si se tiene la pretensión de escribir una variación del “cuarto amarillo” (un asesinato en un cuarto hermético) hay que dar una solución rigurosa. No puede cerrar con puntos suspensivos, ni con un asesino que atraviesa las paredes, ni ser tan carepalo como para decirle al lector: ahí le dejo el problemita, resuélvalo usted.

Después mis alumnos me enseñaron a leer “cuentos reales”, historias cuya fuerza reside en la potencia dramática de una historia simple. Un odio bien rumiado. Un amor contrariado. Una señora que pierde un perro. Como este tipo de historias no plantea problemas extraordinarios, pueden terminar tranquilamente, con un final opaco, incluso ambiguo, como en Kafka o Chéjov. Sigo prefiriendo los cuentos de ingenio y sus finales cerrados. Aunque reconozco que el cuento “meramente humano” es un filón extraordinario. El filón.

¿Bajo qué método enseña el cuento en los talleres literarios que dicta?

Estudiamos autores consagrados de variopinto pelaje: sucios y limpios, realistas y fantásticos, estilistas o desmañados, y les digo a mis estudiantes que escriban ejercicios de imitación. Luego ellos componen de manera libre y tratan de encontrar la famosa “voz propia”. Pongo estos cuentos en un blog y los comentamos por chat entre semana. El sábado hacemos una sesión presencial, elijo uno de los cuentos y lo leemos y criticamos en pantalla.

¿Haber escrito la novela “Proyecto piel” (2008) le hizo bien para volver al cuento o le enredó la prosa?

No sé hacer novelas, entre otras cosas porque soy mal lector de novelas. La novela es la apoteosis del ripio...

Parece la definición de un amante despechado.

Tiene razón. Ella me despreció siempre... Por eso Proyecto piel es una sucesión de cuentos enlazados con una débil solución de continuidad (el adjetivo es de un crítico severo). Pero fue divertido escribirla y me sentí, lo confieso, casi onmipotente. Cualquier día haré otra novela. ¡Y dejaré de fumar, lo prometo!

Siendo ingeniero eléctrico, ¿cómo mezcla el factor ciencia en relatos como el de la psicología de las máquinas o el proceso por brujería contra la madre del astrónomo Johannes Kepler?

Trato de que la ciencia no sea protagónica, apenas parte del decorado. Hay que utilizarla de manera estítica, como la sal o la pimienta. O las propinas. Una pizca y ya. La regla puede formularse así: sea más Bradbury y menos Asimov. Al fin y al cabo, lo que le interesa al lector de literatura son los ángeles y los demonios del alma humana, no los cacharros de la tecnología.

¿Qué tanto se vale de la metafísica y el arte de teorizar de Borges, del realismo sucio de Carver, del absurdo de Kafka, de la lógica elemental de Chejóv?

Usted me abruma. Me embroma... Bueno, supongamos que utilizo toda esta rica paleta y que mis narradores son tan pulcros como los del flemático Borges (y tan buenos teóricos como él o Poe), que mis personajes pueden ser tan ordinarios como los de Carver o tan guaches como los de Bukowski, y que la lógica de mis historias puede oscilar entre dos extremos bien definidos: historias cotidianas y casi aburridas como las de Chéjov, o escarabajos ordinarios que se aburren de manera extraordinaria, como en Kafka.

¿En qué ha avanzado en el género desde “Pesadilla en el hipotálamo”, el cuento ganador del premio Juan Rulfo (París, 1998) que aquí también incluye?

Si he avanzado, ojalá que ahora se sienta menos la mano del escritor, su entrometida voz, sus opiniones. El arte del narrador consiste en que el lector olvide que está frente a una narración. Como en Rulfo, digamos.

¿Cíteme ejemplos de cómo surgieron y se concretaron algunos de los argumentos de sus “cuentos exactos” y “cuentos ajenos”?

Todos los cuentos de todos los cuentistas son ajenos. Variaciones de nueve problemas clásicos. A veces raponeamos el argumento directamente de un libro. A veces lo encontramos tirado en la calle, en un andén, en un bar, o conversando con un señor que no sospecha que está inventando un cuento. El cuentista es el amanuense de estas benditas circunstancias.

Si Roberto Bolaño aconsejaba “no repetir a los antiguos”, ¿por qué reescribió cuentos de Borges, Arreola, Villiers de L’Isle-Adam, Lion Miller, Don Juan Manuel, Gabo, Óscar Collazos?

Don Roberto murió equivocado. Es imposible apartarse de los antiguos. Ellos ya lo dijeron todo. Al tiempo, no hay el más mínimo riesgo de que un mortal contemporáneo “repita” a estos señores ilustres por la poderosa razón de que son irrepetibles y porque nosotros, los repetidores, somos fatalmente originales. Si Pedro Pérez cuenta una historia de Lion Miller, la contará con la voz y las mañas de Pedro Pérez.

Para un género corto y eficaz como el cuento, ¿juega a favor o en contra ser columnista semanal de El Espectador y “El País”?

Juega a favor y en contra. A favor, porque hacer columnas es un ejercicio de síntesis. Y en contra, porque la columna quita tiempo. Si sumo y resto, creo que ser columnista juega a favor. “Sirve para calentar la mano”, como decía don Gabo. Y bueno, puedo publicar cualquier cosa en la columna, incluso un cuento. Un ensayo. Lo que se me ocurra. Desde Luis Tejada, las páginas editoriales son laxas y generosas.

Por NELSON FREDY PADILLA

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