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Por el derecho al placer

El libro ‘En busca del sexo perdido'cuenta la historia de cinco mujeres, entre los 40 y 50 años, que quieren redescubrir el deseo. ¿Cómo lo logran?.

Carolina Gutiérrez cgutierrez@elespectador.com
09 de enero de 2011 - 09:00 p. m.

De todas las pasiones humanas la primera que se extingue es el deseo. Algo así dice José Saramago en El año de la muerte de Ricardo Reis. Algo así experimentan cinco mujeres en otro libro, En busca del sexo perdido, todas entre 40 y 50 años, todas frustradas de alguna manera porque dejaron de sentirse deseadas o porque, simplemente, fue a ellas a quienes se les murió el deseo.

Coinciden ellas —Lucía, Mariana, Sara, Irene y Rebeca— en que quieren revivir el placer. ¿Cómo? Con un vibrador, uno chiquito, como un labial, que estremece hasta el último rincón del cuerpo. O con un hombre joven, uno de piel tersa, de brazos fuertes, de pelo desordenado, con imaginación.

O en internet, en Second Life, ese mundo virtual en el que uno puede convertirse en Carla Lothamer, una atractiva mujer, voluptuosa, de vestidos estrechos y labios rojos, que disfruta el sexo en toda su extensión. A veces prostituta, por placer. A veces bailarina en un club de luces tenues. A veces sadomasoquista. A veces simple espectadora.

Lee uno En busca del sexo perdido, de Mónica Sarmiento Duque, y cree que a los 40 años o a los 45 o a los 50, religiosamente, inevitablemente, se le extinguirá el deseo y tendrá que empezar la misma búsqueda, y enfrentar los mismos miedos, de las cinco mujeres de este libro. Por fortuna Octavio Giraldo, fundador de la Revista Colombiana de Sexología, aclara que no. Que en cualquier edad hay personas insatisfechas —hombres y mujeres— que buscan alternativas: redes sociales, chats, porno, juguetes, amantes. No es una condena de la edad.

Mariana

Mariana es delgada. Ojos negros. Acaba de salir del oncólogo. Acaba de escuchar que su cáncer de seno quedó en el pasado, que ganó la pelea, que no va a morirse por cuenta de ese mal. Mariana tiene un esposo que es urólogo, al que ama, al que venera, con el que no tiene sexo hace tanto que ni recuerda una fecha. ¿Desde que recibió la noticia del cáncer? ¿Desde aquella cirugía en la que le extirparon un seno? ¿Desde que lleva una prótesis mamaria? No hay memoria.

“¿Por qué no puedes entenderme? ¿Qué tal que te duelan los senos o que te haga daño con mis manos torpes?”, responde siempre Javier, su esposo, cuando ella dice “te deseo”. Mariana escucha la misma excusa cada día. Mariana se siente no querida. Mariana necesita ayuda, ¿espiritual?

En busca de un auxilio, de una orientación, Mariana conoce a un abogado, a Humberto. Conoce a un hombre apuesto, atento, empeñado en conquistarla. Y ella con los remordimientos, con las represiones, con el papel inquebrantable de mamá de dos hijos y de esposa. Y Humberto dedicándole canciones, hablándole al oído, provocándole risas, besándola como hace tanto tiempo no sucedía. Deseándola.

Sara

Sara quedó en embarazo a los 17 años. Con su primer novio, Eduardo. En su primera relación sexual. Se casó, se dedicó a ser madre y dejó para años después, muchos años después, la universidad y el sueño de ser diseñadora industrial.

Hoy Sara tiene 45 años. Sigue al lado de Eduardo, un empresario exitoso, adinerado. Tienen sexo por lo menos tres veces a la semana. Él es un adicto a su ropa interior, al olor de sus trajes, a las prendas pequeñitas y atrevidas. Ella quisiera que los encuentros fueran más tranquilos, más pausados, más cuidadosos. El exceso de deseo de él mató el de ella.

Ahora siente que se está envejeciendo en su relación, que ya no anhela un beso de su esposo. Y apareció Luciano, 25 años, blanco, pelo muy negro, corpulento. Un argentino con el que, en uno o dos meses, “como si fueran adolescentes, al igual que ocurrió con Eduardo muchos años atrás, terminaron haciendo el amor en el carro”.

Luego viene la separación. El amor incondicional a Luciano. Tres, seis, nueve orgasmos a la semana. Ningún remordimiento. Hay que perseguir el deseo, el amor. Y pasarán los años y empezará a sentirse vieja y ajada. Y pensará que en cualquier momento Luciano la dejará.

Irene

Irene no puede tener hijos. Un médico se lo sentenció a los 36 ó 37 años, y ella lloró desconsolada y se lamentó y Julián, su esposo, la acompañó en la tristeza. Ella es periodista, directora de una revista de viajes, y en los viajes y en el periodismo desahogó su frustración. “En su cabeza, sin embargo, golpeaba fuertemente la sensación de soledad”.

En un viaje a Georgia, en un hotel de lujo, empezó su adicción a internet, a Second Life, “un universo virtual en el que la gente podía dar vida a personajes creados a su antojo”. Nació Carla Lothamer: 1,80 de estatura, pelo rojo y ondulado, faldas cortas, muy cortas, y collares y aretes y manillas. Irene no volvió a salir de la habitación.

“Estableció relaciones con alemanes, portugueses y con un italiano con el que estuvo a punto de casarse. Le parecía maravilloso poder romper relaciones de un tajo y conseguir un reemplazo enseguida, sin ningún remordimiento”. Cada experiencia tenía un costo en su tarjeta de crédito, y ella lo sabía.

Tuvo sexo tantas veces, con tantos hombres, y pagó. Sintió tantos orgasmos, y pagó. Pagó por tener unos senos enormes, pagó por sexo con su sexo, pagó miles y miles de pesos, pero el viaje terminó a la salida del aeropuerto Eldorado, en Bogotá, cuando su esposo la recibió. Nunca volvió a ser la de antes.

Por Carolina Gutiérrez cgutierrez@elespectador.com

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