El Magazín Cultural

El día que conocí a Fidel Castro en La Habana

Un día de agosto de 1981, llegó a mi apartado aéreo 6863 de Bogotá una carta de invitación del gobierno revolucionario de Cuba para asistir al Encuentro de intelectuales y artistas por la soberanía de Nuestra América en La Habana, del 4 al 7 de septiembre de 1981.

Eduardo Márceles Daconte*
08 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.
Fidel Castro falleció el pasado 25 de noviembre. / Fotos: Archivo El Espectador y archivo personal
Fidel Castro falleció el pasado 25 de noviembre. / Fotos: Archivo El Espectador y archivo personal

Se trataba de una de las actividades más ambiciosas de todas cuantas se hayan organizado en aquella hermosa isla. Esa mañana del 2 de septiembre nos reunimos en el aeropuerto El Dorado los miembros de la delegación colombiana que asistiríamos a la convocatoria. Si bien hasta aquel momento desconocíamos quiénes eran nuestros compañeros de viaje, en la sala de espera nos encontramos con el escritor Arturo Alape, el artista Pedro Alcántara Herrán, el dramaturgo y director del TEC (Teatro Experimental de Cali) Enrique Buenaventura, el director del teatro La Candelaria Santiago García, el escritor y crítico literario Jaime Mejía Duque, el rector de la Universidad Central de Bogotá Jorge Enrique Molina, el ensayista y académico Isaías Peña Gutiérrez, el cinematografista Jorge Silva y el laureado poeta Luis Vidales. De Europa llegaría otra delegación colombiana conformada por el escritor e historiador del arte Álvaro Medina, radicado en París, el artista visual y profesor universitario Fabio Rodríguez Amaya y su esposa, Carmenza Bradford de Rodríguez, a la sazón arraigados en Milán (Italia), a quienes saludamos a nuestra llegada. De México, donde estaba exiliada en casa de Gabo, arribó la escultora Feliza Bursztyn para reencontrarse con sus viejos y queridos amigos, aunque el Gobierno negara cualquier persecución contra la destacada artista. El invitado especial era el escritor Gabriel García Márquez, y su esposa Mercedes Barcha (radicados en México), quienes ocupaban el penthouse del hotel.

En aquella época no había vuelos directos a La Habana desde Bogotá, así que aterrizamos en la ciudad de Panamá para esperar el vuelo a Cuba al día siguiente. Nos hospedamos en un hotel del centro urbano de a dos por habitación. Cuando empezaron a preguntar a quién queríamos de compañero, ninguno quería compartir el cuarto con Vidales. Corrió la voz entre nosotros de que el poeta roncaba como un león exhausto, hasta que Isaías se ofreció de voluntario para estar con él y fin del dilema. Esa tarde salimos en patota a recorrer el centro comercial y a tomar algunas cervezas en el bar del hotel. A la mañana siguiente abordamos el avión que nos llevó a La Habana.


Eduardo Márceles Daconte durante el Encuentro de intelectuales y artistas por la soberanía de Nuestra América en La Habana. 

Nos esperaba un comité de recepción en medio de un conjunto musical que entonaba viejos sones del trío Matamoros. Nos entregaron las escarapelas de identificación y el programa del encuentro. Abordamos una buseta con otras delegaciones que habían arribado al mismo tiempo y nos hospedaron en el Havana Riviera, lujoso hotel expropiado a la mafia estadounidense dueña de casinos y cabarets, con una hermosa vista del malecón y más allá el mar Caribe. En la recepción me informaron que compartiría la habitación con mi viejo amigo el artista visual Pedro Alcántara. Cuando bajé a la recepción temprano la mañana del día siguiente, vi la figura conocida de Gabriel García Márquez, enfundado en un overol azul de gasolinero, conversando con el recepcionista. El lobby estaba desierto, así que me aproximé al escritor y me presenté:

“Gabo, yo me llamo...”, mencioné mi nombre con énfasis en el Daconte pues ya había él utilizado ese apellido para su cuento El rastro de tu sangre en la nieve, quizás uno de sus mejores, que integraría tiempo después su colección Doce cuentos peregrinos.

Gabo me miró con algo de sorpresa en sus ojos y me preguntó: “¿Acaso eres de Aracataca…?”.

Cuando respondí que sí, lanzó un grito que asustó a los escasos huéspedes a esa hora: “¡Ahora sí se jodió esta vaina, dos cataqueros en La Habana…!”

Entonces me agarró por el brazo y señalando un sofá, nos sentamos a conversar. Su primera pregunta, que se repetiría en nuestros encuentros futuros, fue: “¿Cómo están las cosas por Cataca?”, utilizando la forma abreviada del nombre que siempre utilizamos los nativos para referirnos a Aracataca. Para mí era un sueño hecho realidad estar allí conversando con mi más admirado escritor, de modo que sus palabras eran música celestial para mis oídos. Parecía que tenía ganas de rememorar su terruño porque me contó algunas anécdotas, entre ellas la más memorable fue aquella de cuando estaba escribiendo Cien años de soledad en México.

“Imagínate que cuando escribía la novela, para bautizar a un personaje recordé a tu abuelo Antonio Daconte, quien fue muy generoso con mi abuelo Nicolás R. Márquez y conmigo, pues nos dejaba entrar gratis a su cine Olympia, así que escribí su nombre, pero el personaje se me fue volviendo marica, entonces lo cambié por Pietro Crespi, quien fue un afinador de pianos que mi mamá conoció en Barranquilla, porque, a decirte verdad, pensé qué iría a decir tu tío Galileo Daconte cuando leyera la novela. Mínimo me daba una trompada”, dijo con un gesto del brazo rompiendo el aire.

Después, a medida que bajaban al lobby los invitados al encuentro, se fue formando un corrillo alrededor de Gabo y dimos por terminada esa animada tertulia. Las reuniones en el Centro de Convenciones del Parque Lenin, una edificación en medio de un amplio espacio arborizado, empezaban puntuales a las 9 a.m., hasta la hora del almuerzo, y proseguían por la tarde hasta la puesta del sol, cuando regresábamos al hotel. Era una cascada de ponencias que fatigaban por su reiterativa condena al imperialismo yanqui, el estado de la lucha contra los regímenes dictatoriales de América Latina en aquel momento y la gratitud por el apoyo de Cuba a las organizaciones revolucionarias. En total éramos alrededor de 300 invitados de América Latina, islas del Caribe, España, Francia y Estados Unidos, un gigantesco operativo de máxima organización logística, un monumental y generoso esfuerzo del gobierno cubano, pues la invitación incluía el pasaje aéreo, el alojamiento y la alimentación en aquel hotel de 5 estrellas.

No era ninguna sorpresa sentarse en el comedor a la hora del almuerzo o en los asientos de los buses que nos llevaban y traían, con el director de cine Fernando Birri, el sociólogo Néstor García Canclini, el pintor Julio Le Parc o los escritores Osvaldo Soriano y David Viñas, de Argentina; el escritor George Lamming, de Barbados; el famoso escritor y religioso Frei Betto y el actor Fernando Peixoto, de Brasil; el novelista Fernando Alegría, el pintor Mario Toral o el escritor Volodia Teitelboim (exiliado en Moscú), de Chile; los artistas Oswaldo Guayasamín y Eduardo Kingman, de Ecuador; el escritor José Agustín Goytisolo o el pintor Antonio Saura, de España; los poetas Claribel Alegría y Roberto Armijo, de El Salvador; el escritor Luis Cardoza y Aragón, el dramaturgo Manuel Galich (exiliado en Cuba), el cuentista Augusto Monterroso, con su bella y joven esposa Bárbara, de Guatemala (radicados en México); los poetas Efraín Huerta, Jaime Labastida, Thelma Nava, las artistas Marta Palau y Raquel Tibol, los escritores Eraclio Zepeda y Pablo González Casanova, de México.

La delegación nicaragüense estaba encabezada por el poeta Ernesto Cardenal y los escritores José Coronel Urtecho y Lisandro Chávez Alfaro. De Panamá llegaron, entre otros, Chuchú Martínez, escritor y guardaespaldas de Omar Torrijos, y los escritores Rogelio Sinán y Bertalicia Peralta; el escritor Alfredo Bryce Echenique y el crítico literario Antonio Cornejo Polar, de Perú; el sociólogo y teórico independentista Manuel Maldonado-Denis y el poeta Clemente Solo Vélez, de Puerto Rico, y no podían faltar el cuentista y expresidente Juan Bosh, de República Dominicana; los escritores Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Alfredo Gravina, Jorge Musto, los artistas Luis Camnitzer y José Gamarra, así como el músico popular Alfredo Zitarrosa, de Uruguay, y por último, los escritores Luis Britto García y Miguel Otero Silva de Venezuela. Una nómina de lujo representativa de los países invitados.

Sólo la representación de Cuba era de 64 integrantes de todos los sectores culturales, desde los cinematografistas Santiago Álvarez, Tomás Gutiérrez Alea y Sergio Corrieri, los escritores Ángel Augier, Miguel Barnet, Manuel Cofiño López, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Norberto Fuentes, Nicolás Guillén, Nancy Morejón, Lisandro Otero, Félix Pita Rodríguez, Graciella Pogolotti, Onelio Jorge Cardoso y Cintio Vitier, entre muchos más, hasta el diseñador Félix Beltrán, los artistas Wilfredo Lam, René Portocarrero, Flavio Garciandía, y los músicos Pablo Milanés, Leo Brouwer y Silvio Rodríguez, para no alargar la lista.

Una de esas mañanas soleadas y cálidas, mientras escuchábamos el monótono ronroneo de las interminables ponencias, estaba sentado entre Gabo e Isaías Peña cuando nuestro admirado escritor inclinó la cabeza y en voz baja me preguntó: “Oye Eduardo, ¿tú no estás aburrido…?”.


Gabriel García Márquez e Isaías Peña

A lo que respondí: “Claro que sí”, entonces le hice la pregunta a Isaías, quien cabeceaba del trasnocho y respondió que sí. Entonces Gabo me susurró: “Vamos a salir uno a uno con disimulo y nos encontramos a la salida”. Salió Isaías, luego salí yo y por último Gabo apareció sonriente y nos dijo: “Voy a llamar la limosina para que nos lleve a la playa”. Nos miramos sorprendidos y casi de inmediato llegó el carro con su conductor. “Vamos para el hotel”, ordenó y cuando llegamos comentó: “Voy a subir a buscar el traje de baño e invitar a Mercedes. Ustedes hagan la misma cosa”. Nos volvimos a encontrar en el lobby con Gabo y Mercedes y salimos para la playa de Santa María del Mar, donde Gabo tenía una casa de descanso asignada por el Estado.

Mercedes se quedó en la casa en compañía de un cocinero a preparar el almuerzo y nosotros salimos para la playa, a unos 100 metros de la casa. Ya tirados sobre la arena caliente, Gabo nos contó muchas anécdotas de su vida de escritor, entre ellas algunas técnicas literarias que me hubiera gustado escribir y recordar, pero estábamos en un plan de descanso y ninguno se atrevía a romper la magia de aquel momento histórico para nosotros. A veces nos entrábamos al mar a nadar o echarnos agua como niños juguetones. Después del almuerzo, Mercedes nos señaló una habitación con dos camas para hacer la siesta y ellos se retiraron a su aposento. A eso de las 5 de la tarde regresamos al hotel.

A diferencia de los días anteriores, en la programación nada estaba agendado para esa noche, sólo decía “Noche sorpresa”. Nos indicaron que estuviéramos en el lobby a las 7 p.m. Entre nosotros comentábamos que seguro nos llevarían al Cabaret Tropicana, como sucedería la siguiente noche, pero en su lugar los buses se estacionaron frente al Palacio de la Revolución, en cuyo lobby hay un inmenso mural del célebre artista René Portocarrero. Nos recibieron con mojitos y un conjunto de música de cuerdas. Era realmente un placer saludar y conversar con personajes a quienes conocíamos por su vida y sus obras. De pronto, un funcionario dijo en voz alta: “Compañeros, por favor, hacer aquí un semicírculo”, y todos procedimos a hacer lo ordenado. Se abrió una puerta y apareció Fidel Castro vestido con uniforme verde oliva flanqueado por García Márquez y el poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar.


Gabriel García Márquez en la playa Santa María del Mar, Cuba, 1981.

Los seguía un carrito de mercado lleno de hermosas cajitas con festones de regalo. El comandante estrechaba la mano de cada invitado, preguntaba su nombre, país de origen y le entregaba una botella de cerámica saporrita con la marca Isla del Tesoro, Ron de Cuba, el diseño de un pequeño baúl de piratas y lacrada con un sello rojo. Cuando llegó donde yo estaba, Gabo me presentó con mi nombre y le comentó: “También es de Aracataca”. Fidel sonrió y yo, azorado por la inesperada salida del protocolo, sólo atiné a decir: “Mucho gusto, comandante, gracias”. No me pareció tan alto como lo imaginaba y se veía contento de tener a tantos artistas bajo el techo de aquel legendario edificio desde donde regía los destinos de la isla. Cuando terminó de entregar los regalos, se abrió una puerta grande y el mismo funcionario nos invitó a seguir para una cena con suculentos manjares estilo bufet, todos los mojitos que pudiéramos beber y amenizada por un conjunto musical. En una mesa cercana a la nuestra departían algunos escritores y artistas de diversos países en compañía de Fidel y Gabo, que reían de los chistes que contaba Fernández Retamar.

Ya era medianoche cuando todos achispados salimos de allí, felices de haber experimentado un encuentro inolvidable con la crema y nata de la intelectualidad hispanoamericana y compartido con el personaje que sin duda partió en dos la historia de América Latina y el Caribe, influyendo en los destinos de lejanos países de África y Asia. Temprano en la mañana del 8 de septiembre nos llevaron al aeropuerto para el viaje de regreso con escala en Panamá. El avión de Braniff con destino a Bogotá se retrasó y ya de noche, mientras volaba por encima del tapón del Darién, nos embistió una tormenta tropical. Llovía de manera torrencial y un rayo alcanzó uno de sus motores, el avión perdió altura de manera abrupta y el sonido de los motores era un rugido lastimoso de ciclos rápidos e irregulares.

Todos imaginábamos el más infame de los destinos, unas monjas lloraban mientras rezaban el rosario a gritos, junto a mí iban dos beisbolistas que venían de participar en un campeonato de pelota caliente en Cuba, se veían aterrados, pálidos y transparentes. Entonces pensé, si nos vamos a estrellar, por lo menos voy a beber el ron que me regaló Fidel. Destapé la botella y bebí a sorbos acelerados el ron sin llegar a sentirme embriagado, sólo experimenté un sosegado júbilo hasta que el avión comenzó a retomar su ruta. Ya en tierra nos abrazamos emocionados sin dejar de comentar el tremendo susto que habíamos pasado. La escultora Feliza Bursztyn lloraba de la impresión sin presentir que aquel viaje marcaría para ella y para siempre un trágico destino a causa del inocente encargo de su más querido amigo.

* Escritor, curador de artes visuales e investigador cultural, es autor, entre otros, de ¡Azúcar!: La biografía de Celia Cruz, Los recursos de la imaginación: Artes visuales de la región andina y la región Caribe y la novela El umbral de fuego (2015).

Por Eduardo Márceles Daconte*

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