El Magazín Cultural

El día que conocí a Nereo López en Bogotá

El 1º de septiembre cumpliría 97 años de nacido el célebre fotógrafo Nereo López, para celebrar el onomástico y su contribución al desarrollo de la fotografía en Colombia, publicamos esta semblanza de su biógrafo y amigo Márceles Daconte.

Eduardo Márceles Daconte / eduardomarceles@yahoo.com
12 de septiembre de 2017 - 04:46 p. m.
Nereo López falleció en Nueva York. / EFE
Nereo López falleció en Nueva York. / EFE

Conocí a Nereo López en el apartamento del escritor David Sánchez Juliao en el edificio Barichara de Bogotá un día lluvioso de abril en 1978. El novelista de Lorica (Córdoba) solía organizar animadas tertulias con escritores, artistas, periodistas, y a muchas de ellas me invitó por ser nosotros viejos amigos desde la época en que nos conocimos en Cuernavaca, México, en el verano de 1970.

Nereo tenía un excelente sentido del humor, siempre sorprendía con un chiste oportuno, alguna anécdota de su larga trayectoria como fotógrafo o sus inteligentes disquisiciones sobre la política o la vida social colombiana. Nos hicimos amigos de inmediato, además porque descubrimos que éramos casi vecinos, él vivía en un pequeño edificio arriba de la plaza de La Pola, diagonal a la entrada principal de la Universidad de los Andes, y yo en las Torres Jiménez de Quesada, arriba del Parque de los Periodistas, que en aquella época eran más conocidas como las Torres de Pekín por vivir allí algunos de los principales dirigentes del MOIR. Por alguna coincidencia del destino, salí de allí un día de febrero de 1986 para las Torres de Shanghai a donde fui invitado como profesor visitante en la Universidad de Estudios Internacionales de aquella ciudad china.

Nos reuníamos a conversar y escuchar música. Nereo era un coleccionista de discos de acetato llamados LP, un tesoro de viejas melodías caribeñas, jazz y clásicos de siempre, pero tenía especial predilección por los boleros, era un excelente bailarín, en alguna época fue pareja de baile de Patricia Grisales, hermana de La Diva, y solía viajar de manera expresa a Caracas a participar en concursos de boleros solo por la diversión y sin duda algún secreto romance en la capital venezolana, era enamoradizo con las mujeres a quienes trataba con suma caballerosidad y dulzura. Allá por 1998 me escribió a Nueva York confesando su desencanto con el país para solicitarme la famosa affidavit (garantía de apoyo en EU) a fin de gestionar una visa de residente en Estados Unidos, se la envié y la obtuvo por su larga y fructífera carrera de fotógrafo sagaz. Se radicó en Nueva York y en nuestro apartamento le celebramos con una alegre fiesta su llegada a los 80 años de edad.

Así como hay cronistas que escriben sobre el encadenamiento de sucesos que tejen la historia de un país, hay también aquellos que la cuentan en imágenes. Si recordamos el socorrido proverbio chino de que una imagen vale más que mil palabras, tendríamos que reconocer el valioso patrimonio que significa para Colombia el testimonio visual de un fotógrafo que, como Nereo López, documentó durante más de 50 años la vida, los paisajes, las actividades urbanas, las pasiones, la alegría y las zozobras de nuestra tierra. Nació en Cartagena el 1º de septiembre de 1920, pero quedó huérfano a temprana edad, tuvo una infancia difícil y una adolescencia en precarias condiciones económicas.

Por una carambola del destino, la carrera de administrador de cine que había alcanzado en su edad primaveral dio paso a una vocación escondida que afloró cuando supo que su destino estaba detrás de la cámara fotográfica. Se matriculó en una escuela por correspondencia de Nueva York y se dedicó a escudriñar los secretos de su interés por las imágenes. Cuenta Manuel Zapata Olivella que el 31 de octubre de 1946, en la tórrida ciudad ribereña de Barrancabermeja, descubrió un cajón donde Nereo archivaba las fotos que había tomado del río Magdalena, los bogas de frágiles canoas y los lujosos vapores que surcaban aquellas aguas arcillosas con caimanes que se asoleaban en sus orillas.

“Cargado con aquel tesoro −comenta el novelista de Lorica− deslumbré al jefe de redacción de la revista Cromos de Bogotá”, éste de inmediato contrató al joven desconocido que sería uno de los pioneros de la reportería gráfica en Colombia, autor de una extensa colección de imágenes que cuentan historias insólitas, la vida de nuestros pescadores entre redes y atarrayas; la dura vida de los campesinos y sus creencias religiosas, la inocente espontaneidad de los niños, las ceremonias de personajes anónimos o sus celebraciones folclóricas. El ojo clínico de Nereo supo captar los momentos fugaces de un juego infantil, el rostro feliz o la inocencia perdida de los niños, así como la sensualidad de un desnudo femenino con sus implicaciones maternales o eróticas. En su trabajo tuvo la oportunidad de atravesar el país desde La Guajira donde enfocó el perfil humano de los indios wayúus, hasta el Chocó con sus gentes de ancestro africano; desde los Llanos Orientales donde viven los centauros, hasta los caudalosos ríos amazónicos, y captado escenas cotidianas en ciudades como Barranquilla, Bogotá, Cartagena, Caracas, Río de Janeiro o Nueva York, también de villorrios extraviados de nuestra geografía caribeña y andina.

Después trabajó como corresponsal de El Espectador, volvió como jefe de fotografía de Cromos,  fue estrella del diario El Tiempo, y corresponsal gráfico de la revista brasilera O'Cruzeiro. Por un azar del destino, o porque ha estado en el lugar correcto a la hora precisa, participó de las aventuras del conglomerado de periodistas, escritores, artistas y cazadores que se reunía en La Cueva, el bar donde se gestó aquella tertulia que habría de conocerse como el Grupo de Barranquilla donde coincidieron Alejandro Obregón, Gabriel García Márquez, Meira Delmar, Álvaro Cepeda Samudio, Rafael Escalona, Alfonso Fuenmayor, Cecilia Porras, Germán Vargas Cantillo, entre muchos más. Ahí están los retratos del grupo y de cada uno de ellos para confirmar su presencia en un momento histórico para la cultura colombiana.

El fotógrafo de la calle (Yopal, 1958 / Chimá, 1964) cortesía Biblioteca Nacional de Colombia. 

Con estos mismos personajes participó en 1954 como actor protagónico y director de fotografía en la filmación de La langosta azul (dirigida por el catalán Luis Vicens), uno de los experimentos cinematográficos más trascendentales puesto que marca para la región el inicio de una de las disciplinas más complejas entre las iniciativas artísticas. El reportaje gráfico que realizó sobre Rafael Escalona, el profeta del vallenato, en La Paz (Cesar) es el único documento de una época crucial para el desarrollo de esta música que se extiende actualmente por el mundo entero. Más tarde, en 1968 fue seleccionado para documentar la visita del Papa Pablo VI a Bogotá, y de igual modo viajó con la comitiva que celebró en Estocolmo el premio Nobel a García Márquez en 1982.

Nereo era un fotógrafo inquieto, decidido a experimentar técnicas novedosas, por tanto incursionó con el "ojo de pescado”, un lente de características especiales por su capacidad de captar un ángulo de 180 grados con el cual exploró el tema del círculo como figura estética. También inventó el término Transfografía para cobijar uno de sus proyectos más significativos. Se trata de la combinación de imágenes a color como vistas a través de un caleidoscopio aunque sin ningún subterfugio tecnológico, utilizando su destreza con la cámara y los recursos del cuarto oscuro. Durante su permanencia en Nueva York, desde finales del siglo XX hasta su fallecimiento el 25 de agosto de 2015, descubrió las bondades del computador y el escáner para manipular sus imágenes.

Nereo comenzó el siglo XXI en su humilde vivienda de Richmond Hill (Queens, NY) investigando el potencial de esta novedosa tecnología que le permitió recorrer caminos de asombro en su producción fotográfica. Tiempo después, la alcaldía de New York le otorgó, por sus méritos y a un precio irrisorio, un amplio apartamento en el sector renovado de Harlem. Como recompensa a su trayectoria, su contribución a la personalidad visual de Colombia, y a su generosa disposición como educador, artista e investigador, los numerosos premios, homenajes, libros y exposiciones −entre ellos la Cruz de Boyacá que otorga el Estado−, concurrieron para coronar una carrera de triunfos profesionales que simbolizaron para Nereo una larga paciencia e incontables sacrificios, además de una férrea disciplina sin titubear ante los retos que se impuso a través de su gloriosa existencia.

Por Eduardo Márceles Daconte / eduardomarceles@yahoo.com

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