Cannes se paralizó el 21 de mayo, se metió en la burbuja creada por Quentin Tarantino con su nueva cinta Había una vez en… Hollywood, que tuvo estreno mundial aquel día, cuando los excesos se hicieron más palpables y las grandes expectativas parecían globos flotando por el cielo de la pequeña ciudad de la Rivera francesa.
Tácitamente aceptamos arrastrarnos por esa onda expansiva de la emoción, como también asumimos a pasar un par de penurias. Mientras en el Grand Théâtre Lumière aún estaban inmersos en los preparativos de la gala que se iniciaría a las seis de la tarde, en las inmediaciones de la sala contigua, la Debussy, con una capacidad de más de mil plazas, ya se habían formado largas colas. Todo normal, se podría pensar, pero no.
A medida que pasaba el tiempo se reforzó la presencia de la seguridad con la gendarmería y soldados que recordaban a Rambo. Pasaron los vendedores locales de frutos secos cubiertos de azúcar, la gente se turnaba para comprarse un cafecito poniendo las esperanzas en sus posibles efectos resucitadores, agua o cualquier otra cosa que ayudara a mantenerse en pie.
“Al menos no llueve”, decían algunos tratando de encontrar un aliciente ante lo absurdo. Las imágenes de esa marejada de gente tomaron las redes sociales. Debido a que en el Festival de Cannes para la prensa impera un sistema prioritario de acceso a las salas identificado con el color de las acreditaciones, hizo que los portadores del color con menos probabilidad de entrar a la Debussy se apostaran a sus puertas hasta con cuatro horas de anticipación.
Había una vez en… Hollywood era “la película” del Festival de Cannes. La que en el listado de las más esperadas se robó los puestos uno, dos y tres. Y pensar que cuando se dio a conocer la programación oficial, no figuraba entre las seleccionadas. Tarantino, quien había rodado en 35 milímetros, aún no había finalizado la edición, pero con la posibilidad de una Palma de Oro, puso el pie en el acelerador.
Y allí estábamos bajo el cielo parcialmente nublado de Cannes. Quienes finalmente logramos ingresar en la sala Debussy, tras pasar detector de metales y auscultación de los bolsos, emprendimos la consabida caza de un buen puesto. Misión imposible, así que cualquier butaca valía. Meterse en Twitter era encontrar gritos de lamentos de quienes no entraron, y de triunfo, de los que sí.
En tiempos de redes sociales, que la prensa fuera la que viviera el estreno mundial de Había una vez en… Hollywood un par de horas antes que el mismo Tarantino, Leonardo Di Caprio, Brad Pitt y Margot Robiee, no podría más que hacer que saltaran las alarmas. Todas y cada una de ellas.
A las cuatro y media, con la paciencia agotada, un portavoz del festival leyó en inglés y francés lo que mandaban a decir Tarantino y sus productores: que les agradecían infinitamente a los miembros de la prensa “evitar revelar cualquier detalle que le impida a la audiencia alrededor del mundo experimentar la película tal como lo harán ustedes”.
Hubo quien pitó, hubo quien aplaudió, como hubo uno que vociferó: “¡Dejen de joder y proyecten ya la película!”. Clamor popular. Las horas de espera hacen estragos, y ponen los nervios a flor de piel.
La historia, sin embargo, no termina allí. Mientras la proyección iba en avanzada, afuera la bola se hacía más grande. Para la gala en el Grand Théâtre Lumière se triplicó la presencia del número de famosos (los de verdad y los de “mentirijillas”), además de los portadores de una codiciada invitación. Vale aclarar que para las películas de competición no hay venta de boletos, sino invitaciones que se movilizan a través de diferentes canales.
Y claro, se produjo una especie de “overbooking”. En la Lumière de más de dos mil trescientas butacas, ya no cabía ni un alma. Muchas ellas en vestidazos y muchos ellos en smoking, se quedaron con el ticket frío y con las ganas de ver Había una vez en… Hollywood. Ya bien entrada la noche, Cannes volvería a la normalidad. Bueno, casi…