Américo Vespucio llegó a América (y después de muerto le dejó el nombre al continente nuevo que ya era viejo) en los primeros días de la Colonización, que escribo con mayúscula sin ánimo de exaltarla, y vio un terreno lacustre (es decir, lleno de aguas, de lagos), que, por ello, se le pareció a Venecia. Luego, cuando se inventaron un país, todo él, y no solo el territorio que vio Vespucio, se llamó Venezuela, una Venecia pequeña.
Pues hoy Venezuela, que también se pudo haber llamado, con menos poesía, Veneciecita o Venecita, se está yendo de bruces, es decir, de labios (porque en español labios también se dice buces, que se convirtió en “bruces” para afectos de este dicho viejo). El dictadorzuelo y sus pretorianos (la guardia pretoriana cuidaba al emperador romano) están naufragando en su mentira. Todo dictadorzuelo necesita una mentira en la cual vivir y sobrevivir, y eso lo demostró con letras fehacientes García Márquez en El otoño del patriarca.
Ay, los dictadores. Los romanos nombraban dictātor (dictador) únicamente cuando la república estaba en peligro, para salvarla, por supuesto. Pero los tiempos han cambiado y la vida se ha vuelto chabacana, tanto es así que los dictadores ya ni gracia tienen. Fidel Castro tenía gracia y desgracia, y, al menos, fama de buen conversador.
Ahora bien, ¿qué haría Occidente sin dictadores y sin terroristas? Sería un pobre viudo. Occidente necesita dictadores con los cuales bronquearse y los ha sabido construir con buen pulso. No así ocurrió con Maduro, que se bajó del bus para encaramarse en el poder. Y el poder es un hijo de algún demonio: un regalo envenenado que solo algunos pueden usar.
A pesar de todo, seamos sinceros, un dictador es una versión honesta del ser humano: hace lo que todos quisiéramos hacer, es decir, romper los límites y saltar las cercas de la moralidad. Pero el dictador sabe que sus días terminarán oscuros, que la justicia universal le dictará una condena.