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El drama del 15 de octubre (un retrato novelado)

Un siglo después del asesinato de Rafael Uribe Uribe, este relato busca comprender al hombre y al político que quería hacer la revolución en el país. ¿Cuáles fueron sus guerras y sus ideales?

Daniel Ferreira
16 de octubre de 2014 - 11:33 p. m.
El drama del 15 de octubre (un retrato novelado)

 

 

 

II

Aquella tarde, sobre el río Peralonso, Uribe atravesó el puente acompañado por un grupo de voluntarios a los que elevó de rango aunque murieran en el intento. Para sorpresa del Estado Mayor de Herrera, Uribe logró tomarse las primeras trincheras apostadas en los cabezotes del puente y logró abrir un boquete por el que penetró el grueso de su ejército. Luego entraron los hombres de Justo Durán, y finalmente el cuerpo de Benjamín Herrera a retaguardia. Armas y pertrechos dejaron las tropas del Gobierno en la desbandada, y en uno de aquellos baúles halló Uribe Uribe los arrequives de general en un uniforme de gala de un verdadero general del Gobierno ataviado con borlas y tejidos de hilos de oro que vistió con orgullo y llevó puesto al día siguiente en la plaza mayor de Cúcuta, donde no perdió oportunidad de mostrarse como vencedor de Peralonso, arrogarse un discurso solemne, y poner a doscientos nuevos hombres bajo su mando en una tribuna de orgullo a la que todos los presentes aplaudieron con un fervor colectivo.

Fueron estos logros, magnificados por sus dotes de orador, lo que le convertirían ante sus hombres en un militar temerario y de réplicas inmediatas. La acción era desaprobada por Herrera, quien nunca se movía sobre el campo de batalla sin un plan preconcebido, pero esta vez tuvo que reconocer al menos que el factor sorpresa y la avanzada repentina hacia el centro de un enemigo superior en fuerzas logró generar caos y romper sus líneas, aunque era una estrategia reprobable desde el punto de vista militar, pírrica, casi suicida, arriesgar tantas vidas contra un enemigo que triplicaba las tropas al otro lado de un puente.

Tres semanas después, el general Uribe Uribe descrestó a Herrera con otro golpe de suerte: la perfidia de Teherán, donde tomaría prisioneros a mil hombres, sin disparar un solo tiro, y haciéndose pasar de encubierto por un refuerzo del ejército contrario. Esa vez, cuando llegó hasta el comandante del ejército contrario, le puso un revólver a bocajarro y dijo: “General Domínguez, soy Rafael Uribe Uribe, está usted detenido, deme su espada.”

El general se rindió como un niño que ha perdido un juego y respeta las reglas.
Este acto lo puso a un paso de alcanzar por mérito la jefatura máxima sobre el ejército rebelde.

Cinco días después, la vanguardia de los que ya para entonces algunos llamaban Ejército Restaurador entró en Pamplona, la tierra adoptiva del general Herrera, donde se fue a vivir con su mujer después de la última guerra. Sólo que allí Herrera fue ovacionado, su ejército aplaudido y Uribe Uribe supo, al presenciar toda aquella batahola, que nunca sería el Comandante Supremo de esa revolución, por la sencilla razón de que Herrera y los hombres de Herrera, jamás le obedecerían. De modo que cuando el anciano general Gabriel Vargas Santos entró en Pamplona con cuatro mil hombres que se sumaron a su paso por los llanos del Casanare, Uribe comprendió que la única salida era partir diferencia y deponer el poder absoluto de toda esa fuerza reunida en un tercero oponible: así el mando y la personalidad fuerte de Herrera y el poder que ostentaba se verían menguados.

Quince días después, cuando el ejército entraba en Bucaramanga, Uribe se encargó de ensalzar con honores a un anciano senil, lo subió al pedestal y le recordó a todos los presentes su nombramiento en Bogotá como jefe único del Partido Liberal, lo que le convertía, en consecuencia, en Comandante Supremo de la guerra. Esta vez juró obediencia a su sobrestante en ese discurso público, ante la plaza de Bucaramanga reunida en pleno, y delegó así la sumisión de las tropas bajo su mando para la campaña que ahora emprenderían. Lo hizo en ausencia de Herrera, que se recuperaba en la retaguardia de la herida en la rodilla, y con este discurso, lo sabía, prácticamente obligaba a Herrera a aceptar la comandancia de aquel anciano que de un día a otro acabó convertido en presidente de la república y en comandante del ejército restaurador.

Bucaramanga era una ciudad favorable a Uribe: los ciudadanos recordaban al general y su intento de liberarla con el asalto al Cantón. Por eso El General fue aclamado por aquellos cuatro mil hombres reclutados por Soto, Leal y Rosario Díaz como su Comandante en Jefe para iniciar la campaña al centro del país. Por esos días, en Bucaramanga los boletines de prensa emitidos por la Revolución en mimeógrafos de rodillo habían potenciado a niveles heroicos la batalla de Peralonso y la perfidia de Teherán y no escatimaban epítetos para narrar el momento en que Uribe disfrazado de oficial conservador lograba penetrar hasta la casa donde estaba el Estado Mayor del enemigo y poner presos a sus comandantes. En Bucaramanga, el triunfo de esas dos batallas se celebraba como si fueran definitivas, y a su artífice, Uribe, le saludaban como si fuese el comandante supremo. Durante el desfile de entrada por la avenida más ancha de la ciudad, mientras se desgranaban aplausos y llovían regalos y ovaciones, lo único que Uribe lamentó fue que Herrera no estuviera presente, debido a la convalecencia de su herida. En la Plaza Principal, ante la población reunida, Uribe descabalgó y clavó la bandera y juró que la clavaría una vez más pero en el Capitolio Nacional, y luego de un aplauso nutrido, se declaró honrado y agradecido y dio paso al Jefe Supremo, general Gabriel Vargas Santos y a sus 80 años de entrega a las ideas liberales. Una vez proclamado Jefe Supremo, Vargas Santos procedió a organizar el ejército: Uribe fue nombrado secretario del supremo y general de vanguardia, Vargas Santos avanzaría con el grueso del ejército por el centro y Benjamín Herrera sería general de retaguardia. Las demás tropas del norte y el oriente tendrían a los generales Leal y Soto como comandantes divisionarios. Diez mil hombres había sido en Pamplona y dos semanas después cuatro mil más se les sumaron en Bucaramanga.

Fue con esa proclamación como Uribe logró poner una barrera invisible entre los dos poderes en pugna que se mantenían respetuosos al juramento militar, pero que no lograrían ponerse de acuerdo para realizar una sola maniobra en conjunto durante los seis meses que siguieron en los que aquel ejército desorientado se movió como una ronda de hormigas guatas por las montañas de un territorio arrasado, al que ellos llamaban “territorio libre”, hasta la noche en que, después de dos semanas de desgaste frente a la hoyada de Palonegro, las ruinas de aquel gran ejército reducido a su quinta parte empezó la retirada forzosa en la que ahora se hallaban.

El único que insistía en rechazar la derrota evidente era él: Rafael Víctor Zenón Uribe Uribe, general de vanguardia del ejército revolucionario que vivía en un enervamiento constante: las manos temblorosas, los ojos desmesurados, el bigote erizado en puntas de tanto repasar las cerdas entre sus dedos desde un mes antes, debatiéndose entre culpar del desastre al Jefe Supremo Vargas Santos por ese mensaje cínico que le refirió el día quinto al solicitar refuerzos “¿y, si están triunfando, para qué piden refuerzos?”, o a la chicha y al aguardiente barzalero con que se embruteció la tropa para poder pelear en un campo emperrado de sangre. Insistía en que la fiebre era una enfermedad de gente perezosa, y si llegaba la derrota, se debía a la debilidad consustancial de aquellos que caían en los miasmas de la selva o la indisciplina de los desertores y a la natural desidia de los hombres del trópico. Pero sabía que su gesto oportunista de jurarle lealtad en plaza pública que fue esencial para la elección del general Vargas Santos había prestado una cuota importante en el desastre. Pretendía ver en la equivocación garrafal el gesto de evitar un percance mayor: la dictadura del general Herrera. El fin supremo que creía perseguir con sus elecciones era la unión del Partido Liberal para continuar la guerra y derrocar al Gobierno de Sanclemente que no quiso enmendar las fallas de la constitución y pretendía gobernar para el país que querían los conservadores llamados “históricos”.

Nunca, a pesar de todo, pudieron llevar a cabo una operación conjunta como Estado Mayor.

—Por el orden de los acontecimientos —le dijo a su corneta de órdenes, el capitán Guillermo Páramo, mientras sorteaban un pantano infestado de sanguijuelas— se deduce que solo nos pusimos de acuerdo fue para decir “por aquí que es más ligero”.
Su broma quería decir: para huir. Pero el corneta de órdenes descuajaba monte a mandobles de machete y buscaba el sendero perdido entre el barrizal y por eso no pudo oír lo que le decía.

—Perdón, no escuché: ¿qué quiere, general?

—Yo qué voy a saber…

Fue incapaz de continuar la idea porque la nube de zancudos resultaba tan densa a esa hora del día que al abrir la boca un puñado se colaba como una tromba hasta la garganta.

Mientras deambulaban por la selva, recordó la capitulación de Palonegro, disfrazada de repliegue en aquella junta de generales en la casa de la hacienda Las Bocas, y repasó cada día, cada orden tomada y dada por él, para estar seguro de que el combate empeñado no se había perdido por su negligencia, ni por falta de tesón, sino por falta de refuerzos y estrategia conjunta. Recordó también el último acto de guerra que lo habría de perseguir hasta su último día de vida: aquella misma mañana, por el camino de Los Chorizos, Uribe Uribe había apaleado a varios jefes de cuadrilla porque abandonaron sus posiciones y se dirigían a dimitir a Rionegro. Los encontró en abierta desbanda, por el camino, y en un arrebato de furia les dijo: “Si el combate se pierde, ni con toda la tinta y el papel que le sobra al mundo alcanzará para decir lo que se merecen, miserables”, y los obligó a regresar, a ramalazos de rejo.

Uno de ellos se negó a volver a Palonegro, rotundamente. Recibía órdenes de Herrera y por lo tanto se negaba a obedecer órdenes de Uribe, y acabó por empujarlo. El General se descubrió el sombrero y exclamó “¡Qué es esto!”. Y enseguida le dijo al ayudante que ayudó a sostenerlo para que no resbalara “déjeme” y lanzó el primer puñetazo. El otro no se atrevió a responder. Encolerizado todavía más por la pasividad de no responder a los puños con puños y la resolución del coronel de no aceptar su mando, le apuntó con el revólver al pecho:

—¿A qué división pertenece usted?

—A la Pedro Gómez, que recibe órdenes de Benjamín Herrera.

—Su rango.

—Coronel, y ex estudiante del Colegio Mayor de Cundinamarca.

—¿Y no le da vergüenza a todo un coronel y ex estudiante como usted portarse así? Pedro Gómez, para que se informe, murió valerosamente en la carga de Bucaramanga sosteniendo en alto la bandera de la Revolución. Y ahora usted abandona el campo y sale corriendo como una vieja despelucada. ¿Es el ejemplo que da a los hombres bajo su mando? Tendría que honrar el nombre del gran repúblico, pero prefiere huir como un miserable cobarde. Lo siento, pero voy a tener que fusilarlo.

El coronel oyó los cargos y la reprimenda, amarrado al tronco del guanábano, donde las hormigas mordían su carne, y al final de su atadura preguntó perplejo que por qué lo fusilaba si la batalla estaba perdida.

Uribe Uribe se encolerizó ahora por lo que le confirmaba como una prueba irrefutable de la vileza humana, añadida a la indisciplina marcial, y le hizo saber claramente que lo fusilaba por abandonar su posición y a sus hombres.

El coronel volvió a recordarle que en Palonegro toda esperanza estaba perdida, que el liberalismo había elegido pelear un lugar sin importancia, aislado de todo, y que sus jefes habían elegido mal al prestar batalla y dilatarla sin munición suficiente, que sólo quedaba rendirse o tocar retirada y ahorrar la poca munición antes que dilapidarla en fusilamientos fraternos.

Uribe, que admiraba los malabares de palabras, se sintió conmovido por la perfecta selección del adjetivo que hacía el moribundo en su última oportunidad, pero escondió el sobresalto y prefirió decir que prefería ignorar esa frase derrotista en boca de un comandante de cuadrilla, y luego se dirigió a la guardia formada para disparar:

—El problema platónico del liberalismo de la escuela del 48 con su dejar hacer, dejar pasar, lo rasgué hace mucho tiempo al considerarlo inaplicable y dañino: ahora póngase firmes, coronel y vea cómo muere un borracho, un cobarde y un traidor.

Y la carga de fusiles resonó en el camino, sin darle tiempo a terminar la arenga para que viviera por siempre el partido que le segaba la vida.

Pero ya no había cómo subsanar nada: la Revolución abandonó el campo al amanecer del día quince de la batalla y empezó a huir por las montañas, dando tumbos y presentando falsos combates, sin ejércitos, en cuadrillas separadas. Sus hombres se mantuvieron ordenados, e irían a vanguardia, tomando el curso del río Lebrija, hacia las selvas de Torcoroma: el camino de Helechales, un antiguo camino de arrieros que desaparecía en los meses lluviosos inundado por el desborde del Magdalena. Era por allí donde los indios chitareros encontraron al primer muerto de viruela que dejaron los españoles para exterminarlos, y el camino se tupió de malezas por un siglo hasta que fue desyerbado por los alemanes comerciantes de quina. Una banda de alcaravanes despistados se les atravesó cuatro veces en el camino, pero Uribe no quiso ver un mal presagio en ello, a pesar de que ese día se extravió con su corneta de órdenes por un camino trunco mientras el batallón trataba de sortear un barrizal. El corneta perdió el instrumento en el fondo del pantano y empezó a pedir auxilio a gritos más tarde, al sentirse extraviado y lejos del grupo. Uribe lo escarmentó: “Domínese, Páramo”, y abrió un boquete en el monte lanzando mandobles sin impacientarse. Dos horas después, oyeron otro corneta que los buscaba dando señales de corneta. El general no prestaba atención a las dificultades del terreno ni a los rigores del clima, ni a las quejas del cansancio. Solo tenía la cabeza empeñada en hablar con su corneta de órdenes y organizar en voz altas las palabras correctas que usaría y las citas que incluiría en su próxima proclama. Preguntó qué pensaba de esa frase de Simón Bolívar: “Nadie es glorioso impunemente”. Guillermo Páramo le dijo: “Quiere decir que los grandes hombres también se equivocan en las horas decisivas”. Otro día hablaron de los diez mil fusiles que traían Sarmiento y Jones desde Inglaterra. Esas armas eran la única solución a la vista para hacer la Revolución en Colombia, a su parecer. Ocaña era una plaza favorable a la Revolución, y estratégica, porque desde allí podrían tomar el río Magdalena y reorganizar el gran ejército del Norte, en Riohacha, para luego invadir el interior del país con las fuerzas renovadas. De paso, iba a poder pasar a Magangué, donde vivía por entonces su esposa Sixta Tulia Gaviria en una finca modesta que había titulado a nombre de un italiano antes de emprender el alzamiento para que el Gobierno no la expropiara con los decretos, pero que era su única pertenencia.

En medio de aquella manigua cada vez más infecta por las ciénagas de invierno y los miasmas pútridos de los cadáveres de hombres y caballos que iban quedando atascados los pantanos, el general Uribe empezó a escribir una larga misiva a su esposa, en la que hablaba de las pasiones encarnadas que levantaba sus posiciones y sus ideas entre el Estado Mayor de la Revolución y de la lealtad que había jurado en plaza pública y a la que se había mantenido firme con la misma fidelidad que había prestado para ese amor a prueba de balas y de distancia que le tenía y que no iba a claudicar a pesar de la posición privilegiada en que una guerra heroica y patriótica lo ponía frente a tantas damas distinguidas que iba conociendo por las comarcas. Le añadía, con su retórica implementada hasta para descalzarse las botas, que exageradas mentiras sobre su nombre iba a oír en los próximos meses, pero que la mayoría eran calumnias de la oposición, y que no debía prestarles fe. Que siete sacerdotes publicaron en Cúcuta una hoja infame en contra de la Revolución. Que su cabeza fue puesta a precio en el campamento conservador. Que se les propalaba con la especie de que en Pamplona sacaron las imágenes de la iglesia y luego hicieron tiros al blanco con el santoral. Que había ajusticiado prisioneros y muchas otras quimeras que ella no debía creer si algo de amor le quedaba por el marido fiel y ausente. Que seguramente iba a oír que estaban derrotados, porque en Palonegro el enemigo había pretendido hacer de sus torres vedas. Pero que si en la guerra el contendor que no logra su propósito se convierte en el vencido; vencedor será el que alcance a realizar el suyo. En ese sentido era revolucionario y subrayó de nuevo “solo revolucionario”, el triunfo en Palonegro. Que si no lograron derrotarlos en los horribles desfiladeros del páramo, y que si no fueron capaces de detener su paso sobre el río Zulia, porque a la primera arremetida abandonaron sus posiciones como perros cobardes, y si después de Palonegro no habían logrado verlos ni de lejos en las revueltas del camino de Helechales, era porque, incapaces de detener la fuerza de voluntad del ejército restaurador, el enemigo solo encontraba en la calumnia la manera más indigna de vencerlos, que era apelando al desprestigio, para que el pueblo de Colombia retirara el apoyo a sus emancipadores. Le decía que ni intensión tuvieron de detenerlos en las Termópilas de Iscalá, ni en las Encrucijadas del Frailejón Amarillo o en Páramo Rico, ni en La Tromba de Silos, ni en el paso de Capitancitos, y que muy pronto en Ocaña, adonde se dirigían, mientras escribía esas líneas, serían el doble o el triple en número de combatientes, porque a cada legua se le unían cien soldados y nunca los vencerían, porque a donde hubiese enemigos, allá irían, y si municionados de a una cápsula por cada diez lograron vencer a un enemigo superior en Peralonso, ¿cómo no los arrollarían ahora que les habían quitado sus propias armas y ahora que iban al encuentro de un arsenal de diez mil fusiles que provenía del exterior? Le decía que estaban frente a un enemigo inepto y de poco fiar. Tan torpe que no supo usar su mentada artillería, y que en el siguiente combate él mismo les enseñaría cómo se manejaba aquella poderosa arma y cuánto daño se podía causar con ella. Se despedía finalmente como era su costumbre en la distancia: con un beso y un poema latino (uno de Píndaro) y extendía el colofón con una digresión sobre el filósofo Epiménides quien durmió a pierna suelta durante cincuenta años de un solo impulso, y cuando despertó, su casa estaba arruinada e invadida por malezas y no tenía ni familia ni amigos, ni conocidos, ni bienes, y luego cerraba así: “Los bienes del que duerme están a merced del primer atrevido ambicioso. Colombia ha dormido también por más de cincuenta años; hoy parece haber despertado y se halla pobre, ignorante y débil, atrasada y sin amigos; algunos de sus vecinos y enemigos internos le han quitado grandes trechos de territorio; el resto está cubierto por los materiales del retroceso”. Y la despedida: “Mi amor y mi respeto por ti y por los infinitos sinsabores que por mi causa padeces, han hecho que siempre haya pagado con inquebrantable fidelidad aquella fidelidad tuya en que mi ánimo descansa con tan dulce seguridad. Están ahí mis ayudantes y el ejército todo para atestiguarlo”.

Cuando releyó la carta, comprendió que se le había convertido en otra proclama. Entonces hizo una copia más con su caligrafía de encaje aprendida en el método Palmer, para la cual tachonó el vocativo y la despedida, y tituló de nuevo: “Discurso de Ocaña”.

No distinguía qué porción de su vida le pertenecía al amor y qué porción a la política. Qué a la milicia y qué a la soberbia. Años después, cuando fue atacado a hachazos en las gradas del capitolio nacional y su cuerpo chorreaba sangre por los bucles de pelo ensortijado, y los bigotes lánguidos se habían apagado y el pecho y el catre de hierro estaban empapados con su sangre arterial y convalecía entre cuatro médicos por las heridas que recibió en la cabeza, en medio del delirio, regresaron de nuevo las soberbias y amarguras de Palonegro, las órdenes dadas en vano a un ejército que no podía ejecutarlas porque estaba sin municiones; en el momento postrero, ante de gritar “Lo último, Lo último”, que fueron sus palabras finales, regresaron las horas tensas de la última revolución que dirigió con el ejército más grande que podían haber reunido nunca y regresaron como recuerdos involuntarios las humillaciones tras la derrota del cantón de Bucaramanga cuando en un ataque de furor descastó al doctor Rodolfo Rueda, quien había organizado el ejército revolucionario de Santander con plata de su bolsillo y armas prestadas. Esa vez, ante sus colaboradores inmediatos, le arrancó al médico las charreteras y el sombrero con la banda de comandante y convocó a un consejo verbal de guerra para juzgarlo por haber disparado contra sus propios hombres en la desbandada. Y regresó también a su memoria descolocada por los hachazos la soberbia imperdonable de la batalla de Capitancitos, cuando se lanzó sobre un comandante de cuadrilla, aún con los estallidos de fondo de la persecución del Ejército del Gobierno, se le echó encima, lo hizo rodar por el suelo, mordió sus hombros, nariz y orejas, se acaballó en el pecho y lo apuñaló frente a sus hombres por el mismo cargo de confundir el miedo con la cobardía, por haber oído la acusación de eludir el combate como un revolucionario cobarde.

Todo lo que haría y diría en esos años de guerra eran aspectos del mismo fervor. Mientras avanzaban por los pantanos, con un ejército de hombres tumefactos y desnudos, preparaba proclamas porque necesitaba revitalizar la moral de la tropa y el sentido patriótico más que nunca: quería dar, en Ocaña, un discurso que restableciera la confianza del pueblo y los ánimos de la tropa. Debía hacerlo porque sus hombres eran espectros de soldados zarrapastrosos, fatigados de abrir trocha y de avanzar empantanados hasta la cintura en caños de aguas nauseabundas y empecinados en proteger de la humedad el tesoro de cuarenta mil cápsulas que eran toda la munición que les quedaba. Debía hacerlo para destacar el valor de aquellos combatientes desnudos y medio muertos de hambre que llegarían a Ocaña doce días después de haberse internado a traviesa por aquella selva, diezmados por la disentería y las llagas abrasivas de la viruela para tenderse al rayo de sol y acampar a las afueras de la pequeña ciudad donde los muertos en los siguientes días se contarían por cientos.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el Comandante en Jefe de la Revolución, Gabriel Vargas Santos, al general Uribe, ocho días después de esperar en Ocaña, sin tener noticias aún de Sarmiento y Jones ni de las armas venidas de Europa para salvar una revolución en Colombia, con sus hombres el grueso del ejército reducido a la tercera parte y con muestras de estar aún más corroído por el marasmo y la pestilencia.

El general Uribe miró su campamento de espectros podridos de viruela y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no vomitar:

—Devolvernos —dijo.

Y la Revolución volvió a internarse en la selva.

 

Por Daniel Ferreira

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