El Magazín Cultural

El hombre con la mirada baja

Tranquilo y sencillo en sus composiciones, el exbeatle ha cruzado la historia del rock con discos que tienen mucho del aire de los sesenta.

Juan David Torres Duarte
05 de marzo de 2015 - 09:29 p. m.
Ringo Starr tiene 74 años y durante más de cincuenta se ha dedicado a la música. Ha publicado más de quince títulos en solitario. / Reuters
Ringo Starr tiene 74 años y durante más de cincuenta se ha dedicado a la música. Ha publicado más de quince títulos en solitario. / Reuters
Foto: REUTERS - © Lucas Jackson / Reuters

Seis años tenía Ringo Starr —bautizado Richard Starkey— cuando le diagnosticaron una apendicitis seria que lo tuvo internado por algunos días. El mal degeneró en una peritonitis agresiva que lo obligó, a tan temprana edad, a ser auscultado en un sanatorio de Liverpool. Rezagado en la escuela a causa de su enfermedad, Starr pasó los extensos días de recuperación en su casa, bajo los cuidados de su madre. Era mayo de 1948 y el avance normal del niño —el avance que se mide con los conocimientos que adquiere en el colegio— era casi nulo. Todo parecía ir por buena senda, pero contrajo tuberculosis y entonces, de nuevo forzado por el estado de su cuerpo, fue internado por dos años.

En aquel tiempo, Starr vivía con su familia en un barrio peligroso y gris de Liverpool. Las calles olían a carbón y los vecinos estaban inquietos en todo momento por los crímenes que sucedían cada tanto en sus calles. En el sanatorio, para eludir el aburrimiento, Starr hizo parte de la banda de música. Sus padres le habían regalado una mandolina y un banjo, que nunca utilizó. También lo habían iniciado en el estudio del piano, pero su reacción fue flácida. Starr no gustaba de esos instrumentos; se sintió atraído por la batería. Ensayaba con un equipo básico de baquetas con que golpeaba su armario: así practicaba, así fue dando cuenta del ritmo y la intención y el golpeteo.

Cuando volvió a casa, gracias a la influencia de su padrastro, un hombre que coleccionaba discos de big bands, Starr sólo se educaba escuchando música. Seguía viviendo en ese mismo barrio umbrío y pobre: vivía, sin embargo, una infancia feliz. “Debías tener la cabeza gacha —dijo años después, cuando recordaba el lugar—, los ojos bien abiertos y no meterte en la vida de nadie”. Starr sabía, desde entonces, evadir la atención como una cuestión de supervivencia y también —a su modo— de humildad.

Tal vez sea ese el origen de su papel en The Beatles, a donde ingresó como reemplazo de Pete Best, el primer baterista del cuarteto inglés. Starr siempre era la base tranquila, poco virtuosa —o que demostraba poco virtuosismo—, en un cuarteto que tenía tres genios en fila. En los conciertos se lo veía siempre sonriente —a pesar del ruido—, siempre siguiendo y llevando el ritmo —a pesar del ruido, de los gritos—, siempre recogiendo cierto entusiasmo y humor en medio de tanta fama —a pesar del ruido, de los gritos, del reconocimiento—. Comprendió que su tarea era la misma que había tenido, en otro sentido, cuando vivía en aquel barrio deprimido: bajar la cabeza, hacer todo cuanto tenía que hacer y seguir su camino.

Entre la larga galería de bateristas de rock, es cierto que Starr no figura como uno de los más virtuosos: sus solos no se asemejaban a los de John Bonham (Led Zeppelin), ni tenían la fuerza estruendosa de Keith Moon (The Who) y tampoco eran el origen de las infinitas improvisaciones que, por ejemplo, caracterizaron a Ginger Baker (Cream). Su virtuosismo, sin embargo, no radica en ese modo de la técnica: Starr supo cuál era su papel en The Beatles y se ajustó al camino que sus compañeros señalaban. Participaba en las composiciones y permitía que las luces brillaran hacia otro lugar. Su tarea, en muchos sentidos, era humilde: se prestaba para que McCartney y Lennon lograran una atmósfera, para que exploraran las maneras del misterio. Él estaba allí atrás, con la mirada baja y en apariencia triste, decaída.

Podría decirse casi lo mismo de su carrera en solitario. Comenzó en 1970 con Sentimental Journey, el primer álbum que publicó luego de la separación de The Beatles. Siguió con Beaucoups of Blues, Ringo, Goodnight Viena, Ringo’s Rotogravure, Bad Boy, Vertical Man y otras producciones que recogieron sus influencias del blues, el jazz y el rock and roll más temprano —amigo de las trompetas y los saxofones—. Su música, por esa vía, se convirtió en un esqueleto muy distinto al que Lennon, Harrison y McCartney trabajaron en sus respectivas carreras. Starr canta, compone, sigue tocando batería del mismo modo sencillo pero firme de entonces.

Hay quienes dicen que si se escuchara sólo la batería de Starr sería posible distinguir las canciones de The Beatles. Eso se debe, en muy buen grado, a que trabajaba en las canciones como un cuerpo compacto; Starr conocía las melodías, se ajustaba a ellas, quería jugar un camino paralelo al de las guitarras y el bajo. Sus formas son limpias, incluso repetitivas, pero siempre dirigen a un camino exacto, definido, nada improvisado. Incluso su solo en The End (uno de los temas de Abbey Road) se eleva únicamente por un momento, la fuerza dura poco, es breve y directa y sirve como puente para un derroche de sonoridades extrañas entre sus compañeros de banda. Starr es un buen soldado: cumple su labor en su puesto sin decir media palabra de más.

Por Juan David Torres Duarte

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