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“El humor puede hacernos menos cobardes”: Luis Noriega

El escritor caleño reside en España desde 1998. Recientemente publicó el libro de relatos “Razones para desconfiar de sus vecinos”. Sus cuentos están atravesados de principio a fin por el sarcasmo.

Ángel Castaño Guzmán
06 de octubre de 2015 - 03:41 a. m.

Después de tres novelas (“Iménez”, “Donde mueren los payasos” y “Mediocristán es un país tranquilo”) viene usted con el libro de cuentos “Razones para desconfiar de sus vecinos”. ¿Qué diferencias y similitudes encuentra a la hora de escribir un cuento frente a la novela?

Yo soy de la opinión de que la distinción entre cuento y novela es menos tajante de lo que se dice y está más ligada a la extensión de lo que reconocen los teóricos. Aunque concedo que quizás hablo por la herida, pues la extensión de mis cuentos suele darme problemas: demasiado largos para ser considerados cuentos, pero no lo suficiente para pasar por novelas cortas. En mi experiencia la diferencia más clara entre escribir un cuento y escribir una novela es casi trivial: sacar adelante una historia de cierta extensión requiere una inversión de tiempo considerable. Es un ejercicio de resistencia, sobre todo psicológica. Por lo demás, las similitudes son muchas. Para mí, lo más importante a la hora de escribir un cuento o una novela es que haya una historia y que esa historia tenga un final satisfactorio. Tengo la sospecha de que las actuales dificultades del género se deben en parte a que muchas veces se da la etiqueta de “cuento” a textos que en realidad son escenas o, a lo sumo, promesas de historias que no se concretan. Para mí es esencial que al terminar el cuento el lector sienta que se le ha contado una historia.

Hablemos del tono. Sus textos suelen estar impregnados de humor: sardónico y negro en el “Tríptico del Mata” y “Paga”; sutil y demoledor en “Salinger”. ¿El humor en su literatura parte de una visión de mundo o es, más bien, un mecanismo de escritura? ¿El mundo en que vivimos le da risa o miedo?

Ambas cosas, supongo. Por un lado, creo que el humor hace la vida más llevadera y que cuando uno empieza a tomarse demasiado en serio no hay mejor remedio que la risa. Sobre todo la risa de otros. Como recurso literario, el humor nos permite tomar distancia, ver las situaciones de otra manera. Esa manera es a veces incómoda, como en los cuentos que menciona, a veces simplemente entretenida, como en Las doce leyes del éxito o Cómo perder la fe, en los que el humor es más ligero. La risa, sin embargo, no es ninguna panacea. Es cierto que en ocasiones el humor tiene efectos corrosivos y nos obliga a cuestionarnos cosas que normalmente damos por sentadas, pero también es cierto que por sí solo es incapaz de obrar cambio alguno. Muchas veces el humor no es más que un testimonio de la propia impotencia, como descubre el adolescente de Derecho materno. El mundo en el que vivimos da un poquito menos de miedo cuando podemos reírnos. En ese sentido, el humor puede hacernos más fuertes, o menos cobardes. O consolarnos con la idea de que lo somos: la ironía reducida a pose.

Detengámonos en dos textos de su libro: “Salinger” y “Et in Arcadia ego” son fuertes críticas a la feria de vanidades del mundo cultural.

Salinger es un cuento sobre la vanidad y el autoengaño. Todo ejercicio de escritura es en menor o mayor grado un ejercicio de vanidad, pero lo importante, como se repite sin éxito el personaje del cuento, es el resultado. El dilema es que ese resultado muchas veces es un libro que nadie ha leído y nadie va a leer. Lo que hace cómicos ciertos escenarios culturales es la confluencia de personajes con una vanidad muy por encima de su obra y personajes con una integridad muy por debajo de sus logros. Eso seguramente ocurre en todos los ámbitos, pero es más flagrante en el mundo de la cultura, que siempre ha pretendido elevarse por encima de los simples mortales. Semejante espectáculo puede parecernos gracioso o indignante, pero pienso que, en última instancia, y siempre que no se pague con dinero público, es irrelevante. La literatura ha sobrevivido a cosas peores. En mi opinión, el problema real surge cuando las obras pasan a un segundo plano y se le concede más importancia al ruido destinado, en teoría, a promover su lectura. Tengo la impresión de que nunca habíamos tenido tantos lanzamientos, premios, ferias y fiestas y, paradójicamente, tan poca crítica.

Lleva usted muchos años radicado en Europa. ¿Qué consecuencias ha tenido esta vida fuera de Colombia en su escritura? Vista desde la distancia, ¿qué opinión le merece la actual literatura colombiana?

La primera consecuencia fue que prácticamente dejé de escribir. Los cuentos que escribía antes de instalarme en España (algunos aparecen en el libro) se ocupan de una violencia a la que yo sentía que no se le prestaba suficiente atención, no la violencia del narcotráfico o la guerra, sino la violencia cotidiana de ciudades en las que nadie confiaba en nadie y en las que la gente se había acostumbrado a convivir con el miedo, el odio y la impotencia. Esos cuentos eran auténticas pesadillas, y cuando las calles del centro de Bogotá dejaron de ser mi escenario cotidiano, las pesadillas desaparecieron. Suele decirse que vivir fuera permite tomar distancia, y es cierto, pero yo tardé varios años en descubrir qué podía hacer con ella. Lo que más me impresiona de la literatura colombiana de los últimos veinte años es la variedad. Muchos autores con intereses muy diferentes. Muchos espacios que antes no existían. Eso en general es muy positivo. Sin embargo, como mencioné antes, echo en falta la crítica. La abundancia de publicaciones crea la impresión de que vamos sobrados de talento, pero la ausencia de debate serio me hace temer que en realidad estemos sobrados de autocomplacencia.

Por Ángel Castaño Guzmán

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