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El pasado que vuelve

El secretario del poeta, Manuel Araya, insiste en que fue asesinado. Su exhumación ha significado revivir la dolorosa historia de Chile.

Juan David Torres Duarte
08 de abril de 2013 - 11:00 p. m.
Manuel Araya, cuando asistía a la exhumación de Pablo Neruda. / EFE
Manuel Araya, cuando asistía a la exhumación de Pablo Neruda. / EFE

¿Qué significa la muerte de un poeta? En algunos países, representa la celebración de una vida, tal vez de la fundación de una cultura. La muerte de un poeta puede ser también, como en el caso de José Asunción Silva, motivo de vergüenza. Pero en Chile es distinto; difiere de cualquier otro lugar por dos razones esenciales: la dictadura y la muerte. Por eso, exhumar los restos de Pablo Neruda no es sólo revivir su historia, sino la de su país; rememorar, en muchos sentidos, su historia trágica.

“Chile vivió el terrorismo de Estado, y la muerte de Neruda, que siempre se consideró como una consecuencia de su cáncer, nos obliga, como sociedad, a mirar eso que queremos olvidar”, dice la periodista chilena Vivian Lanvín. Fue ese recuerdo el que despertó de nuevo cuando Manuel Araya, chofer y secretario privado de Pablo Neruda, dijo a la revista mexicana Proceso en 2004 que el poeta había sido asesinado con una inyección letal. Que el cáncer no estaba tan avanzado y que no estaba tan mal como para morir a causa de él.

Araya tiene hoy 66 años, tres menos que Neruda cuando murió, y de ser un hombre a quien nadie ponía atención, alguien con una teoría un poco fuera de cabales, en los últimos dos años ha sido entrevistado por todos los medios chilenos y los internacionales lo buscan de manera insistente.

Sin embargo, aunque su versión sobre la muerte de Neruda está bien documentada, tanto por la justicia como por los medios, de Araya, el hombre, se ha dicho muy poco. Ha militado desde su juventud en el Partido Comunista de Chile y fue un ferviente seguidor, por supuesto, de Salvador Allende. Conoció a Neruda cuando tenía 14 años. En 1972 asumió la responsabilidad de acompañarlo y lo veía en actos públicos cuando apoyaba a la Unidad Popular. Decía que Neruda era humanitario, bondadoso. Araya fue el hombre que vivió junto a Neruda en sus dos últimos años. La última vez que lo vio tenía el estómago enrojecido, en la clínica Santa María. Salió entonces a comprar un medicamento, enviado por el doctor, pero fue detenido por “carabineros vestidos de civil” y llevado al Estadio Nacional. De allí, la memoria de este relato se remite a lo que vivieron los chilenos hace 40 años: Araya fue torturado, recibió, dice, un balazo en una pierna y su hermano fue desaparecido.

A Neruda lo asesinaron, ha dicho en cientos de entrevistas. También ha dicho que la Fundación Pablo Neruda, que está en desacuerdo con la exhumación, no debería tener el legado del poeta, pues su testamento designaba al Partido Comunista como dueño de su obra. Eso dice Araya, a quien se vio vestido de negro ayer, durante la exhumación del poeta en Isla Negra, a donde había sido trasladado a principios de los 90 desde el Cementerio Central de Santiago. Las urnas de su esposa y la suya, dijeron quienes asistieron, estaban separadas y bien conservadas, de modo que no hubo que romper nada. Había una placa que, al limpiarla, identificó los restos: Pablo Neruda. Los forenses no tardaron más de una hora desenterrando los osarios; de fondo se oía El aparecido, de Víctor Jara. Y la memoria, en Isla Negra, debió remitirse de nuevo, de manera terca, a aquel pasado: Víctor Jara murió en el Estadio Nacional, luego de ser torturado, con un disparo.

Los restos serán trasladados a Santiago. El equipo de peritos no determinó un tiempo de estudio.

jtorres@elespectador.com

@acayaqui

Por Juan David Torres Duarte

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