El Magazín Cultural

El peligro de ser mujer

En Latinoamérica muere una mujer cada 30 horas por feminicidio.

Ángela Martin Laiton
17 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
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¿Cómo llegó todo hasta aquí? Una casa desconocida, paredes empapeladas con figuras blancas que mi mareo no me permite enfocar, muebles de madera oscura muy envejecidos y llenos de polvo, todos de distintos colores y estilos que mi papá en definitiva nunca mezclaría. Ese olor fuerte a diferentes tragos que me causan náuseas y me llevan a buscar el lugar de donde vienen, una mesa vieja en la mitad del comedor llena de botellas de vino, vodka y cocaína. Una vasija grande llena de marihuana, papeles alrededor, unos porros sin terminar.

¿Me vas a vender la marihuana o no? Silencio. Un hombre de unos 40 años busca dentro del bolsillo de su chaqueta, saca un par de llaves y me dice que en el auto puede entregármela. Aquí hay muchas personas, algún profesor saliendo podría vernos y los dos tendríamos problemas. Terminada la frase lo sigo hasta el auto, subo en la parte trasera y pago la marihuana que habíamos prometido fumar más tarde con mi mejor amiga. Hay un hombre más en la parte delantera del auto que no para de mirar, cruzamos un par de palabras y me da su número; al parecer esperará mi llamada en la noche. Da mil vueltas ese papel en medio de mi cama, veo el teléfono y pienso si será seguro, si el tipo por ahí no tendrá malas intenciones. ¿Tengo claro todo lo que implica la expresión “malas intenciones”?

Cuelgo el teléfono y pienso en la chica que quiso salir con un tipo que no conocía y fue violada y empalada. Pienso en la mujer adulta que después de algunos desatinos amorosos creyó encontrar por ahí el amor en un día de suerte y fue conducida a un parque, abusada sexualmente una y otra vez, penetrada con diferentes objetos que le destruyeron el útero y la dejaron sin vida. Claro que también hay muchas que mueren en sus casas asesinadas por sus esposos, la crueldad de que la casa sea el lugar más peligroso del mundo. Vuelve este miedo infinito que me invade cada vez que pienso en el riesgo que implica cualquier enamoramiento fortuito. Me recrimino porque ya una vez cuando era niña quise quedarme a dormir en casa de mi tía contra la voluntad de mamá. Caí profunda en el sofá y cuando quisieron llevarme a casa, lloré y dije que volvieran por mí al otro día, luego llegó el esposo a tocarme y decirme que él sabía que yo gustaba de él, que se había dado cuenta de que lo miraba, de nada valieron los gritos y súplicas, lo único que lo detuvo fue la llegada del ascensor anunciando la vuelta de mi tía de la pizzería del barrio.

Me lo he buscado por desobediente con mamá, se lo han buscado ese par de chicas que desafiaron a los hombres de aquella playa con su viaje aventurero sin hombre que se asegure de evitarles un mal momento, se lo ha buscado mi prima saliendo del bar esa noche cuando un desconocido alcoholizado se le lanzó encima a besarla y tocarla porque es lo que quieren las que van a bares solas. Sigo divagando si tomo el riesgo de encontrarme con este hombre, pienso que han sido casos aislados, la mala suerte que es azarosa y quizá esta vez sólo se trate de conocer a alguien como les ha sucedido también a muchas de mis amigas.

Levantada temprano salgo, decido decir a mis padres que voy a otro lado para evitarles angustias innecesarias, habíamos pactado que timbraba al celular de mi mejor amiga cuando estuviera en casa del chico y así la clave sería que ella llamaría cada hora para saber que todo estaba bien. Tomo el bus en la estación, hace un día maravilloso y pienso si mejor lo aprovecho de otra manera. Me bajo del bus y busco un parque para pasar la tarde con mis primos. Reprimo mis ganas de abandonar la cita y continúo ahí sentada, recibiendo el sol que entra por la ventana y me baña la piel morena y el cabello negro. Me siento tranquila porque después de todo lo que medité anoche decidí que no quiero pasarme el tiempo con miedo de vivir.

Toco en la puerta y al poco tiempo me atiende. Se ve tranquilo y me invita a pasar, hablamos un rato sobre las preguntas y respuestas típicas de quienes se están conociendo, cuántos años tienes y qué te gusta hacer. Luego llega el silencio, me pongo un poco incómoda. ¿Te gusta la gaseosa? Destapa un par de enlatadas frías de la nevera, ha subido un poco la temperatura estos días y me sabe muy bien la bebida helada. Prende un porro y se pone a hablarme de sus pasatiempos. Yo pienso en que olvidé avisar a mi amiga para que estuviera pendiente, pero he dejado el bolso en la entrada. Medito en si me paro y tomo el celular, hago un par de preguntas sobre su vida, pero sigo pensando afanadamente en el bolso.

Luego viene el mareo, empiezo a desesperarme, creo que he fumado un poco de marihuana. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Nunca me había mareado así la marihuana. Trato de ponerme en pie, pero en ese momento entra por la puerta otro hombre, me empujan al sillón, me golpean, me desnudan y lloro, pero no puedo tener una reacción fuerte porque el cuerpo sinceramente no me responde. Siento angustia y lloro, me dan más droga, pero yo ya estoy aterrada y sólo quiero salir. Me palpita rápido el corazón, lloro, lloro, lloro, se me va la vida en lágrimas. Pienso en las mujeres de la noche anterior, pienso si me lo gané por hablar con desconocidos o si me lo gané por fumar marihuana o por salir sola, pienso si los hombres que hablan con desconocidas o fuman marihuana o salen solos son sometidos a tantos vejámenes.

Llegan de la cocina de nuevo mis torturadores. Me agarran la cara y me gritan cosas horribles, me veo el cuerpo desnudo y golpeado y no puedo reaccionar. Alguien que oiga mi angustia, alguien que los haga parar. Traen objetos que recolectaron por la casa y me golpean con ellos, me penetran con ellos, voy perdiendo la fuerza, ya no pienso en qué hice para que me pasara esto, sólo cierro los ojos y deseo que termine. Veo el papel en las paredes, los muebles y la mesa. Me duele la vida, me falta aire, en medio del ahogo pienso que la mala suerte en la que se esconde el azar machista hoy me tocó a mí. Al final, desde que nacemos todas somos una víctima potencial.

Por Ángela Martin Laiton

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