El Magazín Cultural
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El secreto (cuento)

Toda llena de placer… Es el único anuncio que puedo ver de la botella de aguardiente escondida entre sus pies. Quiero un trago más para completar mi borrachera. Levanto la mirada y le digo a la mujer que me regale un poco de licor.

Jerónimo García Riaño
30 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.
El secreto (cuento)

Ella sonríe: su boca deja ver las luces de una pequeña dentadura. Tiene ojos verdes y un pelo rubio que se desliza por sus brazos. Me dice que sí, que tome lo que quiera, su voz es suave y pausada. Me mando un trago largo que no quiero acabar. La botella huele a ella. Le doy las gracias, una palabra que tropieza con mi lengua y cae al piso. Ella vuelve a sonreír y regresa la botella debajo de las piernas.

Le pregunto el nombre mientras me siento a su lado. Susana, me dice. Deja de mirarme y vuelve a la charla con sus amigas. En noches de fiesta como la de hoy, la iglesia del pueblo no recibe feligreses sino borrachos que se aplastan en sus gradas a tomar trago. ¿Y a qué te dedicas? Estudio Cine, responde. Puedo respirar su aliento a aguardiente. Sonríe y pregunta lo mismo. Soy ingeniero, me invitaron a las fiestas del pueblo. ¿Con quién vino?, vuelve a preguntar. Apunto mis dedos hacia la nada: no veo a mis amigos, se han perdido entre la multitud. Pero eso no importa, ¡ya no importa!

¿Usted cómo se llama? Álvaro, le digo, ¿me regalas otro trago? Ella dice que sí y abre la botella y toma un sorbo, como si solo quisiera humedecer sus labios. Me pasa el licor y siento que la boquilla de ese frasco es el único vínculo entre su boca y la mía. Bebo. La orquesta tropical de la noche toca una nueva canción. ¿Bailamos?, le pregunto. Acepta con un movimiento de cabeza y recojo su mano estirada: siento huesos pequeños. Ella pone su mano sobre mi hombro mientras que la mía se pierde en la curva de su cintura. Unimos las otras manos sueltas en el aire y las ponemos apuntando hacia el cielo, es ahí donde te quiero llevar, Susana. Empiezo a moverme, un paso adelante otro atrás, un paso adelante otro atrás. Ella mira mis pies y los ve moverse torpemente, el aguardiente ya baila por mí.

Sonreímos.

La canción termina y no quiero soltar su mano, no quiero soltar su cintura, no quiero soltarla… Agradezco por el baile y volvemos a los puestos.

Veo la botella y está vacía. ¿Quieres más trago?, le pregunto. Ella cierra los labios y sopla un suave No. Le digo que me deje invitarla, que estamos en fiestas y que quiero reponer el licor que me tomé. Las amigas se ríen y ella acepta. Su brazo estirado (quiero besarlo) me muestra una tienda que está al otro lado de la plaza. Con mis pies extraviados, bajo las tres gradas que me alejan de la calle y camino. Me atravieso solitario por la zona de baile. Los movimientos de los bailarines me empujan, como si quisieran expulsarme de la fiesta. Encuentro el parque principal del pueblo rodeado de pequeñas casetas llenas de comida y de comensales sentados en improvisadas butacas devorando platos. A lo lejos veo la tienda, la veo borrosa. El licor que tengo en la cabeza parece caer sobre mis ojos.

Quiero que esa mujer termine conmigo en alguna cama de este pueblo, quiero besarla toda, la deseo…

La tienda está llena. La gente alarga sus billetes buscando a las mujeres que despachan. Mi billete también se asoma entre el tumulto: parecemos pichones hambrientos esperando que la madre tienda nos dé de comer. Una de las mujeres, la más vieja, ve mi billete. Sus ojos encuentran mi boca que no deja de gritar pidiendo una botella de aguardiente frío. Toma mi plata y se esconde en la tienda. Los billetes siguen pasando sobre mi cabeza.

La mujer sale de su escondite y me busca para entregarme el pedido. Encuentra fácil mi mano, es la única que no tiene plata. Envuelve la botella en una bolsa negra, me entrega el paquete y las sobras del billete. Cruzo el parque: las casetas siguen llenas de hambrientos y comida. ¿Cuánto tardé en esa tienda? Aferro mi tesoro en los brazos. Los bailarines han cambiado, esta vez las caderas empujan menos. Llego a los escalones de la iglesia. No veo a Susana, la busco en la multitud que baila. No veo su pelo ni su delgada cintura, ni sus manos apuntando al cielo. Dos de las mujeres que la acompañan siguen sentadas en las escaleras. Les pregunto por el paradero de su amiga y me dicen que se fue con Diana, otra amiga. Me muestran el camino que tomaron. ¿Por allá?, pregunto mientras señalo una calle a la que no llega la luz de la plaza principal. Ellas dicen que sí y yo agradezco. Camino en su búsqueda: dos tragos largos del nuevo aguardiente acompañan mi recorrido. Esta vez rodeo la plaza, no quiero que los bailarines interrumpan mis pasos. Ojalá Susana no esté cansada o con ganas de irse de la fiesta, la comprada de la botella habrá sido en vano. Entro en la calle y la luz de la plaza ya no me acompaña. Recostadas en una pared blanca, veo las siluetas de dos cuerpos que se besan. No hay nadie más por esta calle, solo los cuerpos y yo. Me acerco, quiero preguntarles si han visto a las dos mujeres. Pero son las dos mujeres, ¡las que se besan, son las dos mujeres!

Susana, no guardaste tu cuerpo para mí. Veo tus piernas deseando abrazar la cintura de tu amiga. No la quieres soltar y te apoyas con los brazos. Estás atrapada entre Diana y la pared. Ella besa tu cuello y desnuda tus senos: yo quería hacer eso. Cierras tus ojos y abres tu boca: yo quería que hicieras eso. Pongo la botella de aguardiente en el suelo y el leve ruido del golpe llega hasta los oídos de tu amiga. Me mira, tú también me miras. Tus cejas se cierran rechazando mi presencia. Entonces me ignoras. Besas a tu amiga y ella sigue escarbando tu pecho desnudo. Levanto la botella y empiezo mi regreso hacia la plaza. ¿Quiero irme? No, no quiero. Me devuelvo, la oscuridad y una vieja pared me sirven de refugio. La botella y yo nos escondemos de ti, pero te podemos ver. Otra vez el aguardiente pasa en chorros largos por mi garganta. Tu amiga se acerca a tu cuerpo, baja la cabeza y busca tu vientre destapado. Tus senos pequeños flotan en este aire frío. No puedo más, abro mi pantalón. Tendré mi propia fiesta, tú y tu amiga serán mis invitadas. Tus ojos se abren y te aferras al pelo de Diana que continúa pegada a tu vientre. La levantas y pones tus labios sobre su cuello. Ella se quita la blusa, pero solo puedo ver su espalda. Mi mano se agita y la botella de aguardiente tiembla. Bajas el pantalón de Diana y veo unas piernas blancas y un culo envuelto en calzones grandes. Tus brazos aparecen aferrados a la cintura de tu amiga, y ella emite pequeños ruidos de placer que aceleran el movimiento de mi mano. Aprieto mis labios, aprieto la botella, aprieto la pared, aprieto mis piernas, te aprieto, las aprieto… Mi cuerpo se sacude y termino sintiendo una calma llena de mareo. Sonrío. Tu pantalón ha caído y tu amiga baja tus calzones. Ella te besa y tú cierras los ojos y gimes, gimes sin miedo. Pero eso no importa, ¡ya no importa!

Camino cansado, mis pasos están perdidos en la calle. Poco a poco vuelvo a la luz de la plaza. Me siento débil y liviano. Me sentaré en las gradas de la iglesia y veré a la gente comer y bailar, y terminaré de beberme esta botella toda llena de placer, y luego me iré, y la dejaré de pie, vacía, abandonada, olvidada, en soledad guardando mi secreto.

 

Por Jerónimo García Riaño

 

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