El Magazín Cultural

El mundo cabe en un mural de Diego Rivera

Un recorrido por “El hombre, controlador del universo” y por algunos de los secretos mejor guardados de la obra.

Juan Miguel Hernández Bonilla
09 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.
El hombre, controlador del universo, una de las obras insignes de Diego Rivera.  / Cortesía
El hombre, controlador del universo, una de las obras insignes de Diego Rivera. / Cortesía

“Rivera pinta escenas de actividad comunista en los muros de la Gran Manzana y Rockefeller Jr. paga la cuenta”, así comienza un telegrama del 24 de abril de 1933, distribuido en la mayoría de medios de comunicación de Estados Unidos, a raíz del disgusto que había generado la aparición del rostro de Lenin en la obra culmen de Diego Rivera, El hombre en el cruce de caminos.

La burguesía estadounidense haría hasta lo imposible para impedir que el líder de la Revolución de Octubre se inmortalizara en el corazón del capitalismo. Ni siquiera Nelson Rockefeller, el hombre más rico y poderoso del mundo de entonces, lograría sobreponerse al deseo de su madre, fanática del estilo y los colores de Rivera, ante la presión de los asiduos visitantes de la Quinta Avenida.

Diez días después de la publicación del telegrama, Rockefeller le pidió a Rivera que retirara el retrato de Lenin del mural. Rivera se negó. Argumentó que su obra iba completa o no iba. Pocos días más tarde, los trabajadores del magnate petrolero cubrieron el fresco con una tela blanca. El 11 de febrero de 1934 el mural fue destruido.

Rivera y Frida Kahlo regresaron a México, se instalaron en una residencia al sudeste del D.F. y retomaron sus asuntos. Kahlo se dedicó a los autorretratos y a Rivera le dieron permiso para recrear el mural en el recién inaugurado Palacio de Bellas Artes. Compró los materiales, reunió a sus ayudantes y decidió cambiar el nombre. El mural, de 4,80 metros de alto por 11,45 metros de largo, pasaría a la historia como El hombre, controlador del universo.

“La elaboración de una obra de arte arroja luz sobre el misterio de la humanidad. Una obra de arte es un extracto o un epítome del mundo”, escribiría el poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson en su libro Naturaleza. La pintura que hoy ilumina el tercer piso del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México es un ejemplo de ello; esconde un par de secretos sorprendentes que trascienden la primera impresión y van más allá del goce estético y genuino que produce la contemplación más aguda, y permite entender, o revelar, la complejidad y la contradicción del hombre.

Abajo a la izquierda se ve el avance de la ciencia, Charles Darwin, la teoría de la evolución, los rayos X. Abajo a la derecha, la consigna de la tercera internacional, Trotsky, Engels y Marx. Y así, un eterno ir y venir, un contrapunto al infinito.

El suelo también tiene sus tesoros. En el lado capitalista, el piso es árido. En el lado comunista, la tierra es fértil. En el primero, las raíces están secas. En el segundo, los ríos siembran vida. En el capitalismo, las piedras preciosas están en los aretes y en las pulseras de las damas de la burguesía. En el comunismo están en la superficie, confinadas bajo llave.

En el centro, dos elipses entrecruzadas dan la impresión de ser la hélice que impulsa el devenir de la vida. La primera aspa de la izquierda encarna el microcosmos de la muerte. Se alcanzan a ver enfermedades venéreas, miembros en estado de descomposición. En la última aspa de la derecha hay energía, vitalidad. Se ve un feto, un bebé lactando. El origen. El génesis. En la segunda aspa de la izquierda, macrocosmos del capitalismo, hay caos. En la primera aspa de la derecha hay orden, la hoz y el martillo y la estrella roja.

En medio de la hélice está el hombre, controlador del universo. Parece un obrero gringo, rubio, indeciso, con overol. A su izquierda, en una fiesta de la élite de Nueva York, con un whisky encima y mujeres alrededor, aparece Rockefeller. A su derecha, juntando todas la manos, todas las razas, está el rostro de Lenin.

Por Juan Miguel Hernández Bonilla

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