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Entre la guerra y la paz

Un hombre que luchó, con su cámara, en contra del fascismo y la violencia.

Santiago La Rotta
21 de octubre de 2013 - 10:00 p. m.
Fotografía tomada en 1945, cerca de Wesel, Alemania, que hace parte de ‘Robert Capa: obra fotográfica’, un bello libro editado por editorial Phaidon en 2001 en el que se reúnen 937 de las mejores imágenes del reportero gráfico, cuyo legado es de aproximadamente 70.000 negativos.  / Fotos: ‘Robert Capa: obra fotográfica’
Fotografía tomada en 1945, cerca de Wesel, Alemania, que hace parte de ‘Robert Capa: obra fotográfica’, un bello libro editado por editorial Phaidon en 2001 en el que se reúnen 937 de las mejores imágenes del reportero gráfico, cuyo legado es de aproximadamente 70.000 negativos. / Fotos: ‘Robert Capa: obra fotográfica’

Fotografía de combate. Más que diario de batalla, las imágenes de Robert Capa son documentos para combatir la guerra: fotografía para celebrar la vida en medio de la muerte, quizá.

Lejos del comunismo, partido al que rechazó de plano en su natal Budapest, la figura del reportero gráfico Capa no está exenta de cierto barniz político, tal vez, aunque sus motivaciones trascienden el oficio electoral, van mucho más allá de la repartición del dinero público. Si Capa militó en algún lado fue en el bando de los otros.

De joven fue arrestado en Hungría por participar en manifestaciones contra el fascismo, un ejercicio que nunca abandonó, bien fuera en la guerra civil española, las playas de Normandía, el desierto africano o los húmedos campos de arroz de Indochina. Su profesión consistió en anteponer la imagen al ejercicio bruto de la fuerza.

En el auge de la guerra a escala industrial (cuyo laboratorio de prueba más eficaz fue España), las fotografías de Capa son abrumadoramente humanas, si se quiere. En parte de los conflictos que retrató, sus objetivos más comunes fueron los civiles y su sujeto primordial fue el terror: una mujer que corre buscando refugio en una ciudad bombardeada, un grupo de personas que miran en lo alto el resultado de la batalla entre la aviación de China y Japón.

El foco está en los gestos, la captura de la sensación de un momento, claro, pero también el testimonio del comienzo de una época, la guerra que se lucha no sólo entre soldados sino contra todos.

El documento llega en forma de poderosa recopilación del instante, pero suele dejar por fuera la consideración de que las imágenes de este reportero prescindieron en su mayor parte de una sana distancia. Lo de Capa fue un oficio de alto riesgo, por un lado, pero también el testimonio veraz de la vida de los otros en algunos de los peores días de una especie entregada a masacrarse.

“Tomar fotografías significa reconocer —simultáneamente y en una fracción de segundo— tanto el hecho como tal y la rigurosa organización de las formas visualmente perceptibles que le dan significado. Es poner la cabeza, la vista y el corazón en el mismo eje”, escribió Henri Cartier-Bresson.

La imagen de la primera línea impacta por obvias razones. Las fotografías del Día D, en Normandía, aparecen granuladas y con un foco dudoso en su mayoría, pero en ellas vive el relato de unos tratando de sobrevivir a otros, una carrera entre la vida y la muerte. En medio del desorden de la guerra, las composiciones de Capa son precisas, llenas de vitalidad, a pesar de la aparente contradicción. Y este es, por sí solo, un ejercicio admirable, algo similar a lo que sucede con un boxeador: cuando todo indicador sensato le grita que abandone el ring, gira el torso, flexiona la rodilla y avanza hacia el siguiente movimiento.

La corta distancia con sus sujetos transmite una sensación de intimidad por la simple ecuación de la proximidad, pero ésta también es una pequeña hazaña en sí misma, uno de los artilugios más preciados del reportero gráfico, la posibilidad de ser invisible sin dejar de estar presente.

Uno de los recuerdos más persistentes del fotógrafo de guerra es su carisma, el talento para entrar en la vida de sus sujetos como una presencia largamente aceptada y deseada. Cuenta la leyenda que algunas unidades en la Segunda Guerra Mundial consideraban a Capa como un amuleto de buena suerte. Cuando murió, el Ejército de Estados Unidos le ofreció a su familia que el cuerpo fuera enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington, lugar de honor para los caídos en combate. La madre se negó, pues su hijo nunca fue un soldado sino un hombre de paz.

Esa intimidad le permitió conectarse con algunos de los elementos más profundos de la condición humana en algunas de las situaciones más extremas imaginables para producir, todo envuelto en la mirada de un derrotado, la vigilia de un soldado que acompaña el cuerpo de un compañero caído, el desayuno diario de una familia que vive en una ciudad asediada desde el aire.

Capa hizo lo que hizo por la emoción y la adrenalina de la guerra (al menos en cierta medida), pero también porque, en palabras de James Nachtwey, su trabajo entregaba un servicio definitivo para un mundo en perpetua destrucción: la conciencia. Un hombre de paz: “El deseo más grande de un fotógrafo de guerra es quedarse sin empleo”.

 

 

slarotta@elespectador.com

@troskiller

Por Santiago La Rotta

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