El Magazín Cultural

Érase una vez Ricardo Silva

Nueve libros de bolsillo, entre ellos ‘Walkman’, ‘Tic’ y ‘Sobre la tela de una araña’, están disponibles en librerías, con el sello Alfaguara.

Mariángela Urbina Castilla
05 de diciembre de 2014 - 02:39 a. m.
Ricardo Silva Romero nació en agosto de 1975 en Bogotá.  / Archivo - El Espectador
Ricardo Silva Romero nació en agosto de 1975 en Bogotá. / Archivo - El Espectador

Todas las ideas que se le ocurrían para películas se convirtieron en libros. Ricardo Silva Romero estudió literatura porque era el camino para el cine y luego se especializó en cine en Barcelona porque ya era hora de darse rienda suelta. Pero dirigir le cuesta. Una vez intentó con una obra de teatro y descubrió que se necesita algo que no tiene para indicarle a un actor cómo debe mirar, decir o moverse. Eso dice él, y lo dice convencido. Pero lo que piensa de sí mismo no es una fuente confiable. La gente que lo conoce lo sabe; Silva no es muy consciente de sus talentos.

“Siempre sentí en el colegio que podía dar más. Me iba bien y estaba en el grupo de los tres mejores, pero creo que me hizo falta algo”, dice. Mientras tanto, Carlos Manuel Vesga, su compañero de clase en el Gimnasio Moderno, supo desde el principio que “Ricardo es un genio”.

Y es que, como pocos o ninguno, cuando entraron al colegio ya sabía leer y escribir. Les ganaba sobrado a los de su edad. Era, además, un muy buen jugador de fútbol. El parche de los “rechazados”, los no populares del salón, armaron su propio equipo. Tenían ocho años y lo bautizaron Cosmos, en honor al equipo neoyorquino donde jugó Pelé. Resultaron tan buenos que se ganaron un campeonato y Ricardo, que era el capitán, salió orgulloso a recibir la copa. Pero era tan bajito que tuvieron que alzarlo para montarlo al podio. Siempre fue y sigue siendo el más pequeño en estatura de su generación.

A los 10 años escribió sus primeras películas y las protagonizó Vesga, quien es actor desde esos tiempos. Amaba el cine con una pasión extraña para un niño de esa edad. Veía Rocky, Gremlins, las de Eddie Murphy, Adriano Celentano, Mel Brooks. Ahora viaja por todos los géneros, desde el cine independiente hasta el comercial, y disfruta cada una de acuerdo a su género: “Si entro a ver una comedia romántica busco disfrutarla en su clave. Espero que sea una buena comedia romántica y no otra cosa”.

Dos de sus historias están hoy en manos de directores jóvenes que admira. Espera que pronto algún productor encuentre los recursos para materializarlas. “Eso es lo que pasa con el cine. Se necesitan muchas herramientas. Con los libros estoy yo, con mis tiempos”. Básicamente depende de sí mismo. Con el cine depende de muchos otros.

Sentado en su apartamento del barrio Chicó, que parece una juguetería, escribe. Para la edición de esta colección de sus novelas, que ya está disponible en librerías, releyó cada una con lupa. “Intenté entender que fueron escritas en su tiempo. Que cada una tuvo su momento. Se corrigieron incoherencias o cosas que de verdad no debían estar así. Pero se respetó el estilo. Eso era lo mejor que pude haber escrito en cada momento”.

Fue un ejercicio extraño. Eso de releer historias que ya se fueron, que ya se cerraron, tuvo su ciencia, su encanto. Él lo logró, porque tiene una virtud extraña en los creadores: escucha y entiende. Así lo dice su esposa, Carolina López: “Es un conversador genial, no sólo porque siempre tiene un buen tema —desde la política hasta las series de televisión de los ochenta—, sino porque cuando estás con él sientes que de verdad está interesado en lo que estás diciendo. Además tiene muy buen sentido humor; es un alivio poder estar con él en los mejores y en los peores momentos, nunca nada es tan grave ni tan profundamente aburrido como parece”.

Luce tranquilo, estable. Con Pascual, el hijo de López, ha desarrollado una relación de apoyo. La casa está decorada con piscinas inflables, tiburones de juguete y rompecabezas de distintas formas. Le gusta consentirlo, acompañarlo. No tiene afanes. Ha logrado vivir de su firma, trabajar desde su casa y, aun así, no sabe de egos. Esa vida de paz seguro le ayuda a que le fluyan las palabras, a que las articule como lo hace para crear sus obras. Porque aunque asegura que nunca se le ocurren ideas para el cine como se le ocurren para la literatura, cada uno de sus párrafos es una imagen. Y por eso, así ninguna de sus historias se vea aún en la pantalla grande, ya cumplió su sueño de la infancia: hacer películas.

 

mariangelauc@gmail.com

Por Mariángela Urbina Castilla

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