El Magazín Cultural

Esa rara y compulsiva obsesión de James Gandolfini por el mal

La admiración que despertaba James Gandolfini entre los seguidores de Los Soprano era muy similar a la que profesa un aficionado por su banda de rock favorita.

Joaquín Robles Zabala*
25 de febrero de 2018 - 05:34 p. m.
El actor principal de Los Soprano, James Galdolfini, fallecido cinco años atrás en Italia.  / Archivo
El actor principal de Los Soprano, James Galdolfini, fallecido cinco años atrás en Italia. / Archivo

Tal vez la portada de The New York Post que anunciaba la muerte del actor James Gandolfini pueda explicar la gran admiración que despertaba su emblemática figura entre los seguidores de la popular serie de televisión Los Soprano. En esta se alcanza ver a un fan, vestido como Tony, chupando un enorme puro y sosteniendo el diario donde aparece la imagen, en primer plano, del actor. La leyenda dice: “Sopranos star, Jersey icon, dies”.

Y es que la admiración que despertaba Gandolfini entre los televidentes era muy similar a la que profesa un aficionado por su banda de rock favorita, o un seguidor del balompié por algunas de las estrellas de los grandes clubes de fútbol europeo. Esto se debía quizá a que el actor había logrado darle a ese otro mafioso del crimen organizado unas características poco comunes que, según algunos comentaristas de los influyentes diarios The Washington Post y The New York Times, no había logrado la famosa saga El Padrino de Francis Ford Coppola, interpretada por ese otro ícono del cine como lo fue Marlon Brando.

Es probable que la aceptación del personaje interpretado por Gandolfini se deba en gran medida a la complejidad de Anthony Soprano, un gánster de la nueva generación con una gran carga de problemas psicológicos que, en ocasiones, lo lleva –incluso-- al llanto y a recurrir al trabajo profesional de una psicoterapeuta por la que termina experimentando un gran afecto. En el fondo, la tragedia de este mafioso, infiel a su esposa, pero honesto con sus amigos, es la misma de un personaje shakesperiano que deja en las tablas el ruido, la furia, la traición, la muerte, la hipocresía, las emociones, la soledad, el amor y, sobre todo, el destino como una línea recta que, por mucho que se intente evitar, terminamos cruzando al final del camino.

De ahí que cada acto de su vida lo llevará a la tarde en que, siendo todavía un niño, ve cómo su padre, un cobrador de apuestas ilegales, golpea sin consideración a un hombre que no intenta defenderse. Esa imagen grotesca lo marcará por siempre, ya que, como reza un adagio, la fruta nunca cae lejos del árbol.

Por esta razón alcanzamos a ver por momentos muy breves algunos recuerdos que, si se insertaran como parte constructiva de un mundo paralelo, o como una ventana por donde se espera ver entrar una luz de salvación, entonces estaríamos frente a un personaje romántico. Pero el feedback, esa retroalimentación que permite la historia y que percibe el espectador, tiene como propósito mostrar el mundo gris del ambiente familiar: una madre severa, un padre delincuente, un tío mafioso, una hermana arribista y un barrio habitado por un grupo de inmigrantes que se mueve con dureza en el mundo turbio del crimen.

Si es cierto que Los Soprano no muestra la grandeza épica de los Corleone, ese retrato de ascensión de una familia que se abre camino desde los bajos fondos de la ciudad a punta de pistola hasta lograr posesionarse en un sitio privilegiado de la escala social, también es cierto que el hilo narrativo y la complejidad del personaje interpretado por Gandolfini permite que el espectador experimente por ese otro padrino una fascinación obsesiva. Pues el tipo no tiene las características propias del psicópata cuyos actos superan los límites del asco, como sí lo es ese otro personaje interpretado por Joe Pesci en Buenos muchachos, el clásico de Martin Scorsese, ni la venganza a flor de piel de Sony Corleone, el hijo mayor de Vito Corleone, cuya violencia extrema lo lleva a la muerte.

Objetivamente, Anthony Soprano es un mafioso raro, que podría pasar por ser un boxeador de los pesos pesados, con una sonrisa tierna de niño travieso y una brutalidad sutil, pero sin límites. Es probable que esta actitud, confesó en una oportunidad Gandolfini, haya permitido la identificación del público con el personaje, pues su maldad parece justificada por un conjunto de valores que, en muchos casos, abandona el libreto propuesto por ese gueto de los bajos fondos neoyorquinos, y que en la década del noventa –espacio en el que cobra vida la historia— tenía al frente al tenebroso John Gotti, un mafioso de ancestros italianos, nacido en el Bronx, que vestía trajes de cinco mil dólares pero que era tan sanguinario como Al Capone. De manera que, visto desde este ángulo, las líneas de comportamiento fijadas por la mafia estadounidense eran definidas desde la Gran Manzana por un ser tan despiadado como elegante, a quien no le temblaba la mano para hacer desaparecer a todo aquel que se interpusiera entre él y sus objetivos.

En este personaje interpretado por Gandolfini vemos, sin embargo, unas marcas diferenciales que rompen con esa figura convencional del gánster que ha hecho carrera en el cine y la televisión. El relato hunde sus raíces en las contradicciones y luchas del alma humana, dibujando la radiografía de un mafioso de segunda que tiene la imperiosa necesidad de contarle a una psicoterapeuta los problemas esenciales de su vida, que, en ocasiones, parece girar como una noria, sin sentido alguno. Es aquí donde el espectador empieza a comprender las razones de sus crisis y tener conocimiento de su pasado, de los días de su niñez al lado de una madre tan rígida como un bloque de cemento, de una hermana que se iba por ahí a chupárselo a los camioneros, de un tío tan maquiavélico como el mismo Lucifer y un padre que entraba y salía de la cárcel con la misma facilidad con que alguien se puede cambiar de ropa.

En un negocio donde el jefe no puede darse el lujo de mostrar sus debilidades, el mafioso con figura de boxeador empieza a desmoronarse por dentro. Y todo por una razón que podría resultar insulsa para cualquiera de sus rudos súbditos: un día se levanta y se encuentra con la realidad de que una familia de patos que vivía en su piscina se ha marchado. Este hecho, que parece no tener otra explicación más allá de la proximidad del invierno, deja al gran jefe en un estado de conmoción que irá minando lentamente su animosidad y termina arrinconándolo en las cuatro paredes de su habitación, como un boxeador que se apoya en las cuerdas para protegerse de la arremetida de su contendor. Es así como el espectador se va enterando de que aquel grandulón, que es capaz de volarle la cabeza de un tiro al menos feroz de sus enemigos, tiene también un corazoncito que se arruga como un trozo de plástico que entra en contacto con el calor.

No hay duda de que la historia sobre la familia Soprano es fascinante. Que tiene ese algo que a veces resulta inexplicable, tanto para el televidente como para el crítico más exigente. Es quizá la misma razón por la cual un enamorado no consigue dar las razones del por qué experimenta ese vértigo cuando ve aparecer a su amada, ni por qué un atleta de alto rendimiento pueda explicar el mecanismo de su cuerpo cuando sus pies alcanzan en la pista los 20 kilómetros por hora. Los por qué han sido siempre los caballitos de batalla de la ciencia, en los que se intenta dar luz a esos misterios que guarda el alma humana. Y las razones podrían ser otro misterio, ya que el alma humana es tan compleja como complejo es el funcionamiento del cerebro. ¿Cómo puede explicar la ciencia esa rara y compulsiva obsesión de un hombre por el mal? Romper la normatividad es quizá el lado más delgado de esa cuerda que rige a las sociedades, la aventura que permite liberar los sentidos, acelerar el corazón para que la adrenalina llegue al punto más alto de ebullición.

Quizá la respuesta que buscó Anthony Soprano a lo largo de su vida ya estaba escrita. Quizá se encontraba en uno de los tantos clásicos shakesperiano. Quizá se hallaba guardada en algún versículo de la Biblia, ese libro que los cristianos consideran sagrado. O tal vez era el resumen de aquella famosa expresión de Francois Mauriac cuando afirmó en uno de sus ensayos que todos los caminos llevaban al cielo, incluso el del infierno. Es probable que este mafioso de segunda, interpretado por Gandolfini, intuyera la respuesta, así como el trágico intuye su final. De ahí, posiblemente, las razones de su actuar. 

*Magíster en comunicación.

 

Por Joaquín Robles Zabala*

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