El Magazín Cultural

Escribir sobre la vida para quienes viven la vida

La escritora antioqueña María Cristina Restrepo lleva treinta años al servicio de las letras. Este año estará con su obra en la Fiesta del Libro de Medellín. Aquí, una entrevista sobre su labor.

Santiago Díaz Benavides
11 de septiembre de 2017 - 02:00 a. m.
La escritora María Cristina Restrepo  ha dedicado todo su tiempo a la escritura y la lectura. / Cortesía Penguin Random House
La escritora María Cristina Restrepo ha dedicado todo su tiempo a la escritura y la lectura. / Cortesía Penguin Random House

“La joven alemana se detuvo a leer los nombres en las esquinas mientras daba un paseo por el centro amurallado de Cartagena, indiferente a la curiosidad que despertaba. La calle de las Damas, la calle de la Sierpe, el callejón de los Estribos, nombres relacionados con la historia de la ciudad. La brisa corría con olor a yodo, salitre y arena. El sol todavía estaba alto en el cielo, tenía tiempo de subir a la muralla antes de pasar por su marido para recibir a los amigos en su casa, en el Pie de la Popa. Miraba hacia el interior de los portales de las casonas coloniales habitadas por personajes de rancios apellidos o fragmentadas en viviendas más humildes para el uso de varias familias. Podía adivinar los restos del perdido esplendor en las arcadas de los patios, en las bóvedas de los techos de maderas preciosas. Observaba las luces y las sombras, sentía las bocanadas de aire fresco de los zaguanes, aspiraba el aroma de los guisos, la cebolla, el ajo, el comino, el pescado frito…”

Así empieza Al otro lado del mar (2017), la nueva novela de María Cristina Restrepo, la escritora antioqueña nacida en Medellín en 1949 y que hoy completa más de 30 años al servicio de la literatura. Es licenciada en Educación, y Filosofía y Letras por parte de la Universidad Pontificia Bolivariana; estudió Lenguas Modernas e Historia del Arte y la Civilización en el Istituto Internazionale di Roma. Ha sido profesora, traductora y gestora cultural de amplio recorrido; su obra está compuesta por una colección de cuentos La vieja casa de la calle Maracaibo (1989), y las novelas Atardecer (1990), De una vez y para siempre (2000), Amores sin tregua (2006) y La mujer de los sueños rotos (2009), entre otros títulos.

María Cristina Restrepo es “proustiana” por donde se le mire, a diferencia de su amigo Eduardo Peláez Vallejo, quien se declara “proustófilo”. En 1986 publicó un ensayo titulado El olvido en la obra de Marcel Proust, en el que se daba a la tarea de dilucidar aquellos artilugios que el narrador francés logró ejercer con tanta maestría a lo largo de su vida. Su gusto por la historia romana la ha hecho una lectora inagotable de la literatura italiana y europea. Ha disfrutado tanto como es posible de la narrativa de Balzac y se sorprende, cada tanto, con lo que sus amigos escriben; no tiene problemas con la tecnología, lee en su Kindle y va de un lado a otro con más de 500 libros en el bolso. En algún momento padeció de cáncer, pero no por ello se vio derrotada, decidió hacer lo mejor posible: escribir. “Siempre la idea que uno tiene de las cosas es peor de lo que realmente es. El miedo es más grande cuando uno no conoce lo que vendrá”. Ella es, sin temor a equivocarme, una de las mamás de la nueva generación de escritoras antioqueñas que nuestro país está produciendo, quizá no una influencia directa, pero sí un nombre que despierta interés y respeto.

“Las páginas de sus libros se convierten en laboratorios de investigación humana en donde la principal hipótesis es no tener ninguna”, ha dicho Manuela Saldarriaga, en alguna ocasión. Y después de leerla y conocerla a ella, a María Cristina, puedo decir que es una suerte para nosotros, sus lectores, que haya decidido dedicar sus días a la contemplación y exaltación de las letras. No pasaría nada si nunca hubiese decidido escribir, la literatura no se vería afectada, pero sí aquellas personas que en algún momento hemos podido cruzar dos o tres palabras con ella y apreciar la forma en que se aferra a la vida, haciendo caso, desde luego, a aquella consigna que el bueno de Gustave Flaubert predicaba: Leer para vivir.

Las letras, no hay duda, son un bálsamo para muchos de nosotros que, en ocasiones, preferimos la lectura de un buen libro a una grata conversación. La vida se presenta entre paréntesis y separada por una línea recta. Para María Cristina Restrepo, ¿qué es la vida?

Mi pasión por la literatura comienza a partir de la infancia. Afortunadamente, me leían libros. Me aprendía los cuenticos de memoria y si no sabía leer, me los recitaban. Ese es el primer paso en el largo camino de la lectura. Para mí, la vida a través de los libros es la posibilidad de vivir muchas vidas. Los que leemos, lo sabes bien, vivimos nuestra vida y todas las que se han contado en los libros. Uno se puede identificar con uno o varios de esos personajes y siente, experimenta, crece, y comparte maneras de ver el mundo, maneras de pensarse a sí mismo, maneras de anticipar el futuro… Nacemos para aprender a vivir, aunque suene a lugar común, pero así es. De esto se trata la vida y los libros nos enseñan muchísimo, nos ahorran un tiempo precioso, porque nos van trayendo un cúmulo de experiencias mucho más ricas que si uno viviera solamente lo que le ha tocado a uno. Quizás, es más fácil llegar a conclusiones: la vida es lo sencillo, lo pequeño… Para mí, es eso también.

Leer en tres idiomas y escribir, siendo fiel a uno solo. ¿De qué manera el oficio de la traducción contribuye al de la escritura?

Cuando yo comencé a traducir, eso fue en los años en que viví en Bogotá, tenía una novela escrita y guardada en un cajón. No me había dejado contenta. Después de traducir dos o tres novelas entendí que un libro se escribe paso a paso: la primera palabra, la primera frase, el primer párrafo, la primera página… De manera que, la traducción me enseñó eso, una novela es cuestión de tenacidad y paciencia. De trabajarle tanto, uno va buscando por un lado, por el otro, esto o aquello no quedó bien, se corrige, se le da un giro a lo que se está escribiendo, hasta que uno dice: ¡Ya! Esto va en concordancia, se acomoda con el resto del libro, con lo que yo quería.

Leer en tres idiomas tiene, para mí, un problema grave: Cuando leo mucho en inglés, por ejemplo, construyo horriblemente mal mis frases en español. Entonces, tengo que traducirme, tengo que corregirme muchas veces, sobretodo en la construcción de las frases, porque las construyo, en español, sí, pero como si las estuviera escribiendo en inglés.

No hay duda de que la labor del traductor de literatura es de sumo cuidado, casi como la del escultor, por poner un ejemplo. Hay que ser muy minucioso para no dañar la voz del autor en su versión original. En tu experiencia como traductora, ¿qué ha sido lo más difícil? ¿Cuál es el escritor que más complejo te ha parecido?

Lo más difícil fue El retrato de Dorian Gray. La ironía de Oscar Wilde es maravillosa, absolutamente elegante y sutil. Te provoca una sonrisa, nunca una carcajada, y está ahí, presente, hasta en los momentos más amargos y más trágicos. Para mí fue muy difícil conservar esa ironía. No he sido capaz de volver a leer esa traducción, porque no sé si lo logré… También con Kipling, la selva, ese lenguaje de onomatopeya, de los animales, ¿cómo pasarlo al español? Fue dificilísimo también. La traducción es un oficio de cuidado, de paciencia, de mucho respeto porque uno no le puede quedar mal al autor. Cuando uno escribe lo propio no hay mayor problema y sé es responsable ante sí mismo, pero en el otro caso se está respondiendo ante el legado de Wilde, de Proust, de Thoreau. Es constante ese reto y la obligación de hacerlo bien.

¿Cuáles son los libros que te han formado como escritora?

Cuando era niña, me leían un cuento de una conejita que sale y deja los conejitos en la madriguera, y ellos le desobedecen y salen a jugar. Yo me aprendí ese cuento de memoria. Creo que, inconscientemente, en esos momentos me decía: “¿Seré capaz de escribir algo así?”. Yo diría que el gran cúmulo de mis lecturas… Leer a Proust, a Balzac, a Faulkner, a Virginia Woolf, fue muy importante, a Laura Restrepo y su Delirio. Particularmente, me gusta mucho la novela inglesa. Me parece que estos escritores son inigualables. Dickens, las hermanas Brontë, Jane Austen, son unos novelistas de miedo. Uno se pregunta “¿A qué horas, escribiendo a mano, lograron hacer esto? ¿Cuándo corregían? ¿Eran virtuosos de por sí?”. Son mis modelos a seguir, los leo siempre con mucha admiración, tratando de ver la manera en que pudieron haber compuesto su obra.

¿Qué lecturas deleitan hoy a María Cristina Restrepo?

En este momento, estoy releyendo Habla, Memoria (1967), de Nabokov. Es un texto verdaderamente deslumbrante. Leo mucho sobre Roma, entonces acudo a escritores como Anthony Barrett (1941) o Alberto Moravia (1907–1990). Me gusta mucho Natalia Ginzburg (1916–1991), que tiene unas bellísimas memorias de cuando ella y su marido fueron lo que llamaba Mussolini: Confinados. No cabía la gente en las cárceles, entonces los mandaba a vivir a pequeños pueblos, con la advertencia de que no se podían mover de aquellos confines. Ella relata, pues, cómo fue su vida allá, muy dura, desde luego. Muy poética y muy hermosa la forma en que lo cuenta. Fue el último momento que ella, sus hijos y su marido pasaron juntos, porque luego a él lo asesinan por ser judío… Leo Dickens, claro, no he terminado de leer toda su obra. Leo a Balzac, tengo toda su obra, la leí una vez y la releo cada tanto. He leído pasajes de Proust, no he podido volver a leerlo completo. Me encanta Marguerite Yourcenar (1903–1987), leo a Eduardo Peláez, sus cuatro novelas las he leído con mucho gusto y admiración. En Aves de paso (2017) tiene un uso finísimo de la descripción.

¿Qué significan para ti los nombres de Manuel Mejía Vallejo, Darío Jaramillo Agudelo y el ya mencionado, Eduardo Peláez Vallejo?

Manuel fue el maestro. Aparecí, alguna vez, con un cuento en el taller que él dirigía. Se lo entregué, con mucho susto, porque Manuel no tenía pelos en la lengua para señalar los errores de sus alumnos. Me lo devolvió después y me dijo: “Chica, en este párrafo hay una novela. Usted se va para su casa y escribe la novela”. Eso era lo que yo estaba esperando oír toda mi vida para poder decirme: ¡Bueno, se llegó el momento! Soy capaz. De manera que él me obligó a sentarme a escribir esa novela, que es la misma que guardé en un cajón cuando comencé a trabajar como traductora. La saqué y la reescribí. Fue mi primera novela publicada… A Darío lo conozco no muy de cerca, siempre ha sido un referente en mi vida, por su trabajo cultural. Lo admiro profundamente, creo que es EL poeta colombiano. Y a Eduardo lo conozco de siempre, es un gran amigo. Nos hemos acercado mucho luego de que él publicara Desarraigo. Yo escribí una reseña en El Colombiano. Eso hizo que nos reencontráramos y ahora tenemos deliciosas conversaciones telefónicas. Hablamos de libros y él habla de Flaubert, se emociona. Los tres están ligados a los libros y con los tres ha habido una relación importante en mi vida.

¿Para qué escribir, por qué se tiene la necesidad de contar?

Me he preguntado muchas veces eso y no tengo una respuesta, sino varias. Pero, te voy a decir, mejor, para qué no escribir literatura: Para convencer, para sentar una tesis, un presupuesto, para elevar la moral de alguien, para hacerle propaganda a determinada manera de vivir, o a alguna orientación política. Para eso, no se puede escribir. La literatura tiene un solo compromiso y es el de la calidad. ¿Para qué meterse a construir una catedral con las manos, como lo es escribir una novela? Da sentido a la vida, se establece un diálogo con un interlocutor desconocido, un diálogo del cual solo se percibe una pequeñísima parte, pero que uno sabe que se dará, y ahí una especie de magia implícita. El escritor se siente como parte de la corriente humana, porque se cuenta algo de la vida a los seres que viven la vida, y quizás alguna persona lea y sienta que así es. Uno hace muchos descubrimientos de uno mismo, a borbotones, ¿cómo estoy mirando el mundo?, ¿cómo estoy pensando sobre la existencia?, ¿qué es el amor, la amistad? El hecho de tener una disciplina de trabajo con la escritura dignifica la existencia. No es lo mismo levantarse y decir “Hoy escribiré tres páginas”, o “corregiré lo que escribí ayer”, que encontrarse frente a un tiempo vacío.

¿Es la memoria o el anhelo por recordar, una premisa de relevancia en la literatura?

La literatura en todo el mundo funciona a partir de la memoria. Es un elemento imprescindible. El presente no basta, así es muy difícil hacer un libro.

Tres años de escritura en este nuevo libro ¿Es Al otro lado del mar un intento por entender la complejidad del destino? Vemos que hay una pareja de alemanes que están viviendo en Colombia y, de repente, son deportados tras la Segunda Guerra Mundial. En Alemania no pueden encontrar más que un infierno. Este libro, por lo menos en la lectura que hago, te va llevando de la mano hacia un abismo, pero uno en el que hay un manantial como fondo. ¿Puede ser esta la intención, por parte de María Cristina Restrepo, de mostrarles a los lectores que después del evento más horrible puede llegar la esperanza más bella?

Sí. El lector siente que hay un hilo, una sucesión de eventos desafortunados, porque esta familia era feliz en una Cartagena totalmente provinciana, que debía verse a la luz de lo que ellos habían vivido como alemanes en Europa. Allí lo tenían todo, amigos, tiempo, libros, el clima, el mar, la pesca. Su mundo estaba ahí. Entonces, se presentan una serie de acontecimientos totalmente inesperados para ellos que los envuelven en un vórtice de tragedia. A pesar de todo, siempre está la voluntad de oponerse a ese destino. Yo creo que el lector va atravesando la historia, cayendo en la cuenta de que la voluntad puede imponerse a ese destino, no en todos los casos se da así, pero estos personajes luchan por encontrar su felicidad. Al final, sin intención de dañar la lectura, hay otra vez un manantial de luz.

¿Morir pronto o a punto?

Pronto y a punto (risas). Después de unos años se le va a uno esa idea de vivir mucho tiempo, porque ¿cómo viven los viejos? Viven horrible. Entonces, lo adecuado sería llegar a algún punto medio y morir aliviados.

Por Santiago Díaz Benavides

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