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“Esta obsesión vampiresca me llevó demasiado lejos”

Hoy, en la Feria del Libro de Bogotá, se presenta “El año del verano que nunca llegó”, una novela en la que el escritor William Ospina trabajó durante cuatro años y en la que juega con la ciencia ficción, el ensayo y el diario de viajes.

Nelson Fredy Padilla
02 de mayo de 2015 - 02:00 a. m.
“Viví una manera nueva de afrontar la literatura, otras formas de narrar”. Gustavo Torrijos – El Espectador
“Viví una manera nueva de afrontar la literatura, otras formas de narrar”. Gustavo Torrijos – El Espectador
Foto: LUIS ANGEL

Este nuevo libro atrapa al lector con una atmósfera de cambio climático extremo en 1816, pero que se siente muy actual. ¿Investigó de climatología?

El tema me ha interesado siempre y aquí, bajo la metáfora de algo que pasó hace dos siglos, también trato de imaginar lo que sería una alteración seria del clima, ya no obrado por la naturaleza sino por las fuerzas del ser humano que en este momento están desatadas.

“El año del verano que nunca llegó” surge de viajes a Argentina y Europa.

Sí, en 2010. Estaba en Francia a comienzos de ese año, cuando ocurrió lo de la erupción del volcán en Islandia que detuvo el tráfico aéreo por semanas, y luego viví un temporal único en Buenos Aires. Esos hechos me marcaron y me puse a investigar sobre la erupción del monte Tambora (Islandia) en 1816, con el que nace la historia.

Al comienzo hay algo del tono apocalíptico de “La carretera” de Cormac McCarthy, novela ganadora del Pulitzer 2007. ¿La leyó?

Me parece maravillosa, fascinante. Él sitúa la cosas en un futuro no sabemos qué tan cercano y es impresionante cómo va creando el clima con ese hombre avanzando con su hijo por esas carreteras. Leí esa novela a la mitad del proceso de escritura de la mía.

¿Contar “cómo la nieve borró el mundo” es ciencia ficción?

La alteración del clima y los desastres que produce son temas frecuentes de la literatura de ciencia ficción. Yo he sido un buen lector de Ray Bradbury, Frederik Pohl y Philip K. Dick.

Es una novela en busca de las vidas cruzadas de dos grandes poetas británicos, Lord Byron y Percy Shelley, pero se puede analizar desde varios géneros narrativos; el primero, un libro de viajes de cuatro años, desde Argentina hacia Europa, con varios regresos a Colombia.

Sí, tiene un costado de diario de viajes. El proceso de escritura del libro terminó confundiéndose con mi vida cotidiana, de una ciudad a otra, de un libro a otro, de un evento literario a otro, entonces para mí fue fascinante ver que mi día a día terminó cruzado con esas búsquedas.

Es el diario de un escritor que arma un rompecabezas y la bitácora del investigador.

Hay gran investigación histórica, mitológica, literaria, porque es una trama con muchos vasos comunicantes, libros que cruzan la novela, historias superpuestas: la de Villa Diodati (la mansión suiza a orillas del lago de Ginebra, casa de verano de los citados poetas, lugar de invención de la leyenda de Frankenstein por parte de Mary Shelley), la gestación de los monstruos, el nacimiento de la era romántica; los efectos sobre el mundo y sobre el espíritu de la Revolución francesa, de la Ilustración y del nacimiento de la era industrial; las preguntas por el anarquismo, el feminismo, el papel de la mujer en la sociedad matriarcal y el mundo gótico que terminó siendo el telón de fondo de esta historia. Un poco en broma, como decía Álvaro Mutis, esta es una novela gótica de tierra caliente.

El rigor investigativo, casi periodístico y de biógrafo, hace recordar “El mensajero”, la biografía de Fernando Vallejo sobre Porfirio Barba Jacob, el poeta que lo obsesionó, que lo hizo viajar diez años por Latinoamérica y consultar 400 fuentes de información.

Me gustaría mucho que se sienta la influencia del método de Vallejo en mi libro porque a mí me ha interesado mucho la teoría que él tiene sobre la novela. Aunque no creo que el único tono posible pueda ser el de la primera persona, me parece que la primera persona permite un montón de cosas y en esta novela en particular era muy necesario que hubiera un narrador completamente situado que pudiera abarcar la historia en su conjunto y contarle al lector cómo se construye la novela misma, una novela de la novela.

¿Fue también una cacería de mitos?Si Mary Wollstonecraft (precursora de la filosofía feminista) leyera la novela, vería la real dimensión de su época. Byron nunca tuvo la evidencia de que Frankenstein se había convertido en una gran obra literaria o que El vampiro, novela que usurpó por unos días, había llegado a tener un éxito importante, y mucho menos que sus protagonistas llegarían a ser mucho más que personajes literarios, que llegarían a convertirse en mitos de la modernidad, en personajes que existen por fuera de los libros hasta el punto de que la mayor parte de la gente que los conoce nunca ha leído los libros de los que salieron. Y a la vez ver cómo Byron embrujó a Inglaterra durante unos años y después concitó todo el odio de su país.

Mitos traídos a la realidad, como enseña James Joyce en “Ulises” y precisamente con el 16 de junio como fecha central.

Fue curioso porque yo tuve siempre con unos amigos, hace 30 años, cuando vivía en Cali, el culto a Joyce. El 16 de junio (el Bloomsday, por Leopoldo Bloom) siempre significó mucho para mí, y encontrarme ahora con que esa fecha era tan central en esta historia fue una sorpresa

El aire vampiresco es clave y rescata a “Frankenstein”, nada extraño para usted, una especie de escritor vampiro (lee de noche, escribe en la madrugada, duerme de día).

¡Ja, ja, ja! Me gustó que mi novela no intentara ser de terror sino que fuera de intriga. Hay un misterio que se va alimentando desde ese verano que no llega y ese invierno a mediados de junio en Inglaterra y en la China. Todo eso le va dando un ritmo, no en el sentido de los viejos monstruos sino de los nuevos, porque los verdaderos nuevos monstruos del mundo son el cambio climático, la degradación del ambiente y esta aterradora manera como un poder misterioso tiene a la humanidad inmovilizada mirando pantallas digitales, seres inmóviles como si alguien les hubiera dicho ¡estatua! Una espectralidad de esta época que no estamos advirtiendo pero que está allí.

Hace unos años recorría el Amazonas para su trilogía y ahora rehízo los viajes libertinos de Byron. ¿Cambia la forma de asimilarlos?

La verdad es que todos mis viajes, desde hace muchos años, han sido literarios. Antes de obsesionarme con Byron y Shelley estaba obsesionado con Juan de Castellanos y con Ursúa y con El país de la canela, y ya andaba en el Perú, en Santo Domingo. Lo que he descubierto es que cada vez más la literatura me ha cambiado la vida.

¿Por qué?

Yo tenía la tendencia a ser alguien mucho más sedentario, encerrado en mi casa, leyendo, oyendo música, conversando con mis amigos y dedicado a la vida privada, incluso muy poco dado a hablar de mí y de mi literatura. Las novelas del Amazonas me pusieron a viajar mucho más de lo pensado, a meterme en las selvas, en los ríos, en las navegaciones, y esta novela incrementó todavía más esa tendencia a los viajes. He aprendido a disfrutarlos y me alegra tener siempre un motivo literario para andar de aventuras.

Kundera advierte que el escritor no es un historiador. ¿Qué le han dejado esos viajes a rescatar historias y regresar al presente?

Es interesante comprender que la historia no está en otra parte sino aquí, que viajar pueda significar viajar también por el tiempo y que la historia puede ser no una cosa ajena y fría que uno mira desde afuera como un erudito, sino algo con lo que uno se apasiona, se compromete, en lo que uno puede perderse y naufragar. Para mí, escribir estas novelas se me está volviendo cada vez más una manera de vivir. Por eso terminé convertido, si no en un protagonista, por lo menos en uno de los fantasmas de la historia.

¿Cómo encontrar un punto de equilibrio entre la erudición literaria del siglo XIX y la eficacia narrativa sin agobiar al lector del siglo XXI?

Yo parto de que no sé nada. Escribo casi siempre para averiguar e investigar, no para transmitir un supuesto saber que tenga. Vivo estas historias casi con ingenuidad y entusiasmo. El tema me atrae, me asombra, me desconcierta, me obsesiona, quiero saber cada vez más de él y quiero ir compartiendo esa búsqueda. Cuando llevaba veinte de los sesenta capítulos no sabía qué seguía, la novela se hacía en la medida en que yo avanzaba con ella. Tenía las preguntas y no sabía qué tipo de respuestas iba a encontrar, ni siquiera si iba a encontrar respuestas. Eso es para mí una manera nueva de afrontar la literatura. En las novelas del Amazonas sabía qué iba en cada capítulo desde el comienzo, porque eran hechos que estaba reconstruyendo, que ya habían ocurrido. En este caso había un núcleo de hechos, pero andaba tanteando en la penumbra.

¿En qué momento detuvo esa obsesión?

Cuando empecé a comprender que la obsesión ya me llevaba demasiado lejos, a buscar lo que ya no podía encontrar y podía estar corriendo peligro.

¿Cuál peligro?

Iba navegando entre Barcelona y Civitavecchia (puerto italiano cercano a Roma) y me enfermé y no pude llegar a la bahía de La Spezia, donde murió ahogado Shelley. Tuve que encerrarme en un hotel dos días y llamar a un amigo en España para que me salvara. Sentí que una obsesión puede ser peligrosa y eso me advirtió que la novela estaba llegando a su fin.

Borges dijo encontrar su destino en Ginebra. ¿Usted encontró el suyo por ahí?

Gocé mucho este libro, ninguno he disfrutado tanto escribiéndolo. Un disfrute no apacible, sino con zozobra. Si me pregunto qué obtuve, diría que cuatro años de intensa vida por el mundo, de aprender muchas cosas, sobre todo del arte de escribir, maneras de narrar distintas de las que tradicionalmente tenía, aunque uno nunca aprende lo suficiente. Cuando vaya a escribir otro libro probablemente tendré que aprender de nuevo cómo hacerlo.

A nivel espiritual, ¿cuál fue el aprendizaje?

No me pregunto de qué manera los libros me afectan personalmente o me cambian, pero sí sé que enriquecen los interrogantes que siempre tengo presentes sobre el papel que ocupamos los seres humanos en el mundo, el tipo de relación que tenemos con la naturaleza, qué tanto el modelo de civilización en el que estamos inscritos le ofrece a la humanidad garantías de continuidad, qué tanto nuestras virtudes extremas ponen en peligro al mundo.

¿Escribirá un libro más apocalíptico?

Otra de mis preguntas centrales es cómo nacen en el mundo los mitos y qué tanta posibilidad tiene la humanidad de encontrar mitos nuevos que, de pronto, al borde del abismo, la ayuden a transitar un camino más sereno y más responsable para vivir en el planeta. Me siento comprometido no con buenas causas políticas, más bien con la causa de encontrar un horizonte de civilización que le permita al ser humano persistir.

¿Cómo imagina el fin del mundo?

Recuerdo algo que no coincide con mis previsiones pero que me parece tan hermoso que bien podría ser verdadero. Es el poema de T.S. Eliot que dice: “Así se acaba el mundo. No con un estallido, sino con un sollozo”.

Por Nelson Fredy Padilla

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