El Magazín Cultural
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Fotos de otra Colombia

El fotógrafo Fernando Cano visibiliza a aquellos que hacen país desde el anonimato y se ganan la vida con las pocas cosas que tienen.

Sara Malagón Llano
21 de agosto de 2014 - 04:14 a. m.
‘Reunión con el mamu Camilo’ (2013), Sierra  Nevada de  Santa Marta.     / Fotos: Fernando Cano
‘Reunión con el mamu Camilo’ (2013), Sierra Nevada de Santa Marta. / Fotos: Fernando Cano

“En 2003, Fernando Cano partió con la Expedición Nativo, un recorrido por Suramérica con diez personas, desde Colombia hasta Argentina, en una pequeña embarcación por los ríos. Durante tres meses bajaron y el regreso lo hicieron en otra embarcación siguiendo la ruta migratoria de la ballena jorobada, desde el estrecho de Magallanes hasta la isla Gorgona.

Cano era el reportero gráfico, cronista y cocinero de la expedición, y fue en ese viaje que retomó con ahínco la fotografía. Luego de casi quince años sin tocar una cámara, se puede intuir que después de vivir el drama familiar y una catástrofe nacional lo iconoclasta vendría. Se había destruido todo y no quedaba siquiera lugar para la poesía”, dice María Elvira Ardila, curadora del Museo de Arte Moderno de Bogotá.

En cuatro de las salas del Mambo estarán expuestas hasta el 14 de septiembre las fotografías de la exposición Colombia soy yo, de Fernando Cano, hijo de don Guillermo Cano, el antiguo director de este diario que, por denunciar el narcotráfico, por advertir que sería el cáncer del país, fue asesinado el 17 de diciembre de 1986 frente a las instalaciones del periódico.

“Yo empecé en El Espectador, en el laboratorio de fotografía. Allá llegué como laboratorista. Revelaba, preparaba químicos, copiaba. Descubrí un mundo mágico que me llenó por completo. Al año me ascendieron y empecé a trabajar como reportero gráfico y estuve como tres años en ese cargo.

Luego me llamó mucho la atención la escritura y mi papá me puso a hacer otras cosas. Cada vez me fui alejando más de la fotografía, hasta que vino el asesinato y nos nombraron a mi hermano y a mí directores. Fueron once años en donde desaparecieron las cámaras. Después, cuando salimos del periódico, volví otra vez a la fotografía. Regresé con muchas ganas y mucho ímpetu porque la fotografía es mi pasión”.

¿Le parece esencial viajar para tomar fotografías?

Sí, es muy importante para mí. Como permanecí tantos años encerrado, sentí ganas de conocer el país que no había tenido la oportunidad de recorrer cuando andaba rodeado de guardaespaldas y cosas de esas. Ahora, cada vez que puedo le apunto a un sitio a donde no haya ido y allí llego a asombrarme, porque este país es muy lindo.

La planta baja del edificio del Mambo, donde están tres de las cuatro salas de la exposición, guarda las fotografías que Cano ha tomado en sus viajes por Colombia. En una de ellas hay fotos tomadas en fiestas y carnavales: el de Barranquilla, el de Negros y Blancos, la celebración de Semana Santa en Mompox, entre otros. “Tal vez este interés por las fiestas es la posibilidad de recuperar la risa contrapuesta a la guerra infame. No hay que olvidar que en Colombia se asesinó la risa cuando mataron a Jaime Garzón. El carnaval exorciza el dolor y modifica las dinámicas de la comunidad, aunque sea momentáneamente”, dice la curadora. Pero lo que retrata Cano no es sólo el carnaval, también aquello que, se supone, no debe verse de la fiesta: una bailarina en Barranquilla, sentada, descansando, entre piernas de gente que sigue en pie; una mano sostiene la cabeza, y su cara refleja preocupación o cansancio (Reposo, 2013).

La mirada incógnita se refleja en esa y otras fotografías, que delatan la presencia de un fotógrafo que es también espía, un intruso que intenta no interrumpir, que quiere esconderse y no ser visto. Reunión con el mamu Camilo (2013), que muestra a un grupo de indígenas koguis reunidos frente al mar, parece retratar un universo que aún no ha sido perturbado. Y de repente, en la esquina derecha de la fotografía, se ve la mirada de un niño que está casi oculto, casi por fuera. Esa mirada hacia el lente delata la presencia del fotógrafo, delata a aquel que de alguna manera está rompiendo la intimidad del ritual. Y ese a quien mira el niño es también el espectador: mediante el lente nosotros, el público, nos entrometemos en un encuentro sagrado que observamos con extrañeza.

Tigre (2013), que está en la sala carnavalesca, es otra de las fotografías que delatan al fotógrafo. Esta vez Cano aparece en el reflejo de los ojos de un hombre que ha sido captado por el lente mientras ruge.

En las fotos se siente una cercanía que usted tal vez pudo establecer con los sujetos fotografiados. ¿Cómo lo hizo?

Ahí voy de a poquitos. He viajado mucho a la Sierra Nevada desde el 95. Algunas de las fotografías las tomé en un pueblo que se llama Seywaka, que queda arriba del río Palomino. Por allá en el gobierno de Uribe hicieron uno de estos pueblos talanquera que trataban de reunir a los habitantes de la zona. Eso fue absurdo, porque los arhuacos y los koguis nunca han vivido en pueblos, los utilizan sólo para hacer reuniones administrativas o de carácter espiritual. Lo bueno es que hicieron una escuela y un puesto de salud. En esa escuela de Seywaka pedí permiso para hacerle un retrato a cada uno de los 82 niños. Volví a Bogotá, los copié en un formato más o menos maniobrable y a los tres meses volví para dárselos. Por eso una las fotografías muestra el momento en que una niña recibió su foto (Yoledeisis). Quise hacer un registro fotográfico de la reacción, porque creo que para muchos de ellos esa fue la primera vez que vieron su propia imagen; se reconocieron por primera vez como individuos, como seres únicos. Estos niños no eran de los que bajan a la carretera y tienen contacto con la civilización occidental. Como son de bien arriba hay un tipo de contacto distinto con ellos. De hecho, muchos no querían dejarse tomar la foto, porque sienten la utilización del indígena por parte del turismo.

Nosotros los seguimos observando con extrañeza y ellos sienten la distancia, el asombro, el tratamiento de sí mismos como criaturas exóticas y desconocidas.

La primera sala de la exposición es la de John. “John es un personaje que apareció en la calle de mi casa, en el barrio Quinta Camacho, y empecé a fotografiarlo desde 2008 porque llegaba allá con unas pintas y unas cosas rarísimas. Yo no sabía de dónde las sacaba, si eran robadas, si eran regaladas...

Entonces empecé a pedirle el favor de que se dejara tomar fotos. Se resistió, pero luego se fue volviendo una costumbre. Al principio quería ir a su casa, a su pieza, ver el entorno, hacer una tarea más periodística. Pero decidí no hacerlo, era mejor conservar su anonimato. Cada vez que le tomo una foto le regalo una copia y desde hace unos años él llega a mi puerta y me dice: ‘Mire cómo me vine vestido hoy’, y me pide que le tome la foto”. La última es de julio de este año, en la que posa con la camiseta de la selección de Colombia. El amarillo brilla alrededor del blanco y el negro que es el resto del retrato. En toda la exposición es el único color que se conserva. Incluso las fotografías de las fiestas son en blanco y negro: “Para mí ese es el lenguaje de la fotografía. Aunque en las fiestas todo es colorido, cuando empecé a pasar esos retratos a blanco y negro encontré una riqueza de tonos y texturas. Francamente creo que valió la pena el atrevimiento”.

Trajo a John a ver la exposición. ¿Cuál fue su reacción cuando vio sus fotos?

Entró y vio las dos primeras fotos, las de la entrada, y me abrazó. Luego vio esta otra y me abrazó otra vez. Casi no me suelta. Le gustó mucho. Yo lo estaba filmando y quería que me dijera qué pensaba, pero sólo decía “hermosa, bonita”. Estaba muy emocionado. Habló mucho con la gente que estaba acá, les decía: ‘Este soy yo, esta es mi exposición, ¿les gusta mi exposición?’. Yo quería que el primero que la viera fuera él y por eso lo traje. Lo voy a volver a traer porque quiere mostrársela a una señora de la zona que vende aguacate y otro que es celador, quiere que lo vean.

Por Sara Malagón Llano

 

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