El Magazín Cultural
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Foucault hizo historia

Michel Foucault es recordado como uno de los pensadores que revolucionaron la filosofía política.

Sara Malagón Llano
25 de junio de 2014 - 03:05 a. m.
Foucault murió de sida en París el 25 de junio de 1984. Antes de morir destruyó parte de sus manuscritos. / EFE
Foucault murió de sida en París el 25 de junio de 1984. Antes de morir destruyó parte de sus manuscritos. / EFE

Nació en Poitiers, Francia, el 15 de octubre de 1926. Su padre, Paul Foucault, fue un reconocido cirujano que esperaba que su hijo siguiera sus pasos, pero tras la Segunda Guerra, el joven Michel ingresó a la prestigiosa École Normale Supérieure, la puerta de entrada a una carrera académica en humanidades. No sólo no se iría por la ciencia, sino que, más adelante, irónicamente, se convertiría en uno de los pensadores más críticos del discurso científico, en especial del médico.

Allí nació su interés por la filosofía, con sus profesores Jean Hyppolite y el famosamente escandaloso Louis Althusser. Pero mientras se empapaba de conocimiento sufrió de depresión aguda debido (dicen) a la angustia por su escondida homosexualidad. Intentó suicidarse y fue sometido a un tratamiento psiquiátrico. De esa experiencia derivaría su fascinación por la psicología, de la que también, años después, sería el más implacable de los jueces, hasta afirmar, en el primer tomo de Historia de la sexualidad, que el psicoanálisis freudiano es uno de los dispositivos de control de la sexualidad que más violencia han ejercido sobre los individuos desde el momento en que empezó a operar, clasificar, patologizar, determinar qué es lo “normal” y qué es lo “anormal”, y por ahí derecho lo que está bien y lo que está mal.

Foucault lo hizo todo: fue un activista político, llegó al límite experimentando con drogas, dictó clases, dio múltiples conferencias, frecuentó casas de baño donde se practicaba el sadomasoquismo, escribió una obra literaria, vivió en Túnez —persiguiendo un amor, porque amó siempre, hasta sus últimos días—, escribió sobre historia, política, sexualidad, filosofía, literatura, arte y ciencia, en textos canónicos inclasificables que se mueven transversalmente y que ahora son lecturas obligadas en todas las facultades cuyo instrumento sean las palabras. Historia de la locura en la época clásica, El nacimiento de la clínica, Las palabras y las cosas, El pensamiento del afuera, La arqueología del saber, El orden del discurso, Nietzsche, la genealogía, la historia, Esto no es una pipa, Vigilar y castigar, Historia de la sexualidad: la voluntad de saber, Historia de la sexualidad: el uso de los placeres e Historia de la sexualidad: la inquietud de sí son algunos.

Como dice Edward Said, cada libro fue, en su caso, una experiencia. Si algo probó Foucault es que la filosofía y la vida pueden unirse y volverse una sola cosa, pues sus luchas teóricas fueron también sus propias y más entrañables batallas. Y además de hablar de todo lo que habló, inventó nuevos conceptos y resignificó otros: biopolítica, biopoder, panóptico, dispositif, heterotopía, discurso, arqueología, genealogía, episteme.

“No quiero entrometerme en un polémico rechazo de Foucault y su legado, tampoco quiero encontrar al verdadero Foucault bajo toneladas de sobrerreverencia. No quiero hallar su aureola, pero tampoco quiero olvidar a Foucault. Quiero recordarlo, y recordar por qué su obra es tan importante”, dice Jeffrey Weeks (London South Bank University). Y es que así lo acusen de haberse contradicho, de ser inconsistente y arbitrario, es indudable que, retomando el espíritu nietzscheano, Michel Foucault abrió la puerta a la desnaturalización de todo lo que solemos dar por hecho, de los conceptos que nos rigen aunque no nos demos cuenta, y les siguió el rastro. Lo que nos dejó Foucault fue el sano y apenas justo impulso de sospechar. Sospechar de todo. Y nos dejó un pensamiento heterogéneo que recuerda aquella época lejana y premoderna en la que no existían divisiones y todos los saberes estaban conectados, o eran uno y el mismo.

Foucault nos enseñó que el poder opera de maneras sutiles, que no es algo que se posea ni se adquiera y que, más que venir de un solo lugar, se trata de una red de relaciones distribuidas a lo largo y ancho de toda la sociedad, afectando a los individuos de varias y muy distintas formas. Nos enseñó también que el poder no es meramente prohibitivo y que la proliferación del discurso sexual, y de todos los frentes que tienen como foco la sexualidad, ejerce un control mucho más fuerte. En filosofía, y por su cercanía a Nietzsche, nos recordó que las verdades han sido construidas a lo largo de la historia, una y mil veces, por los poderosos, y en literatura afirmó que el texto, como el sujeto, no es unitario y está atravesado por múltiples voces, múltiples textos, múltiples sentidos: todo texto es producto de un entramado cultural en el que el autor se sitúa, robándose, constantemente, las palabras de otros. “Me hubiera gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su desaparición posible”, dice en El orden del discurso.

La profundidad de sus análisis radica en el hecho de que no estaba en busca de reglas, definiciones, planteamientos sistemáticos. Sus preocupaciones eran otras: investigar la naturaleza del poder sin definirlo del todo, sin explicar diáfanamente cómo opera, sino haciendo un recorrido por la historia, donde esa dinámica se escenifica. Como el sujeto foucaultiano, y como su teoría literaria, su obra misma está llena de aristas, de silencios, de profundidad conceptual que exige un lector atento. Sus textos no son transparentes, como no es transparente quien los escribió, ni quien los lee. Como él mismo dijo al respecto de la obra de Nietzsche, “prefiero utilizar a los escritores que me gustan. El único tributo a un pensamiento como el nietzscheano es precisamente usarlo, deformarlo, hacerlo gemir y protestar”.

La obra de Foucault, que se sigue oponiendo a toda sistematización, llegó hasta un punto, abrazando sus falencias y sus propias contradicciones, reconociéndolas como algo inherente al pensamiento y a la escritura, al paso de los años, a la evolución lógica y natural de un proyecto filosófico. Ha sido y sigue siendo nuestro deber no dejar morir su impulso por desenmascarar lo que está allí para ejercer control sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes. Como hace unos meses la filósofa española Beatriz Preciado le dijo a este diario: “Foucault cambió la manera de leer la historia de la sexualidad [y la manera de concebir el poder]. Él inicia un proyecto que deja inacabado por su propia muerte, y ahora somos muchos los que queremos reconstruirlo, pero pensando en las transformaciones de las que Foucault no alcanzó a hablar”.

 

saramalagonllano@gamil.com

Por Sara Malagón Llano

 

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