El Magazín Cultural

Gharibian: entre la algarabía y el silencio

Reseña sobre la presentación de Macha Gharibian Trío, perteneciente al marco de la serie “Música y músicos de Latinoamérica y el mundo”, ofrecida en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango.

Luis Fernando Valencia
25 de marzo de 2017 - 02:40 p. m.
El contrabajista Theo Girard, la pianista Macha Gharibian y el baterista Fabrice Moreau durante su presentación en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango.  / Gabriel Rojas
El contrabajista Theo Girard, la pianista Macha Gharibian y el baterista Fabrice Moreau durante su presentación en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. / Gabriel Rojas

Sonaba la sexta pieza del concierto, una hermosa e íntima canción, con aires de aflicción. Momentos antes, la pianista francesa de origen armenio, Macha Gharibian, había ofrecido algunas breves pistas sobre lo que sería aquella canción. El texto de la canción era en armenio; traducía, palabras más, palabras menos, “vive tus sueños y vuela”; e iba dedicado—al menos en este concierto—a todas las mujeres. El anuncio había causado una evidente acogida positiva por parte de varias de las espectadoras del nutrido público que asistía al concierto. Sonaba la pieza, decía, y confieso que por primera vez durante esa tarde-mañana de domingo, la música lograba desprenderme por completo de mi mente entrometida.

Hasta ese momento habían sonado un par de canciones más, que habían ya revelado la sencilla pero seductora voz de Macha; una voz “aireada” y con cierto lamento que me hacía recordar artistas pop, folk, o jazz norteamericanas tales como Norah Jones, Diana Krall, o la diva Adele. Habían sonado también tres temas instrumentales, el último de los cuales había presentado un solo de batería portentoso que había arrancado atronadores aplausos al emocionado público. Y aun así, ni la atractiva voz de Gharibian, ni el prodigioso pero discreto virtuosismo del trío instrumental, ni la algarabía percutiva del baterista Fabrice Moreau y su célebre solo, habían podido cautivar y llevar fuera de sí a mi mente obstinada.

Quizás uno de los fines más deseables de un concierto sea el de lograr trascender—al menos momentáneamente—la experiencia del encierro mental: la tiranía de las ideas. Si bien lograr el destierro total de la actividad mental es una utopía, ciertas experiencias musicales a veces logran eludir el circuito mental más racional para conectarse directamente con el mundo de la emoción pura.

En lo personal, durante el concierto que ofrecieron Gharibian, Moreau, y el contrabajista Theo Girard, el domingo 12 de marzo en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, la canción de los sueños de Gharibian fue quizás el único momento en que mi emoción logró prevalecer irrefutablemente sobre mis ideas. Al finalizar el concierto, y al ver la emocionada reacción de una mayoría de asistentes quienes, puestos de pie, expresaban su felicidad y gratitud para con el trío a través de estruendosos aplausos, no pude dejar de pensar en lo parca que, en contraste, había sido mi reacción.

Aventuré algunas respuestas. Reconozco que, si bien ya había reseñado conciertos en anteriores ocasiones, lo cual implica una actitud de escucha diferente—quizás menos desprevenida y más mediada por la mente tirana—, en esta ocasión dicha actitud estaba exacerbada porque recientemente me había reunido para discutir con algunos colegas sobre el ejercicio de reseñar conciertos. La cercanía de esa reunión, que había disparado mil y una reflexiones sobre la tarea que debía realizar durante el concierto, hizo que esta vez me dispusiera con mirada atenta no solo sobre el acontecer musical, sino sobre el acto mismo de reseñar. ¿Quizás esta esquizofrenia reflexiva había logrado blindar más de la cuenta los canales más directos con la emoción desenfrenada?

Quizás había simplemente una lejanía estética, una ausencia de resonancia, por así decirlo, con la música que escuchaba. Por primera vez había sentido la ausencia de unas notas al programa que ahondaran un poco más en el universo personal y sonoro del artista invitado. Tratándose de una breve y superficial reseña histórica sobre el desarrollo del jazz en Francia, las notas poco hablaban de referentes sonoros, de lenguajes particulares, de historias personales. No sé, puede que sea injusto culpar al programa de una falta de conexión profunda con lo que escuché: un mundo sonoro agradable, de armonías ondulantes y ostinatos recurrentes; de figuraciones pianísticas que recordaban recurrentemente al mundo minimalista de Philip Glass; de armonías y ciclos armónicos que emparentaban la improvisación propia del jazz con el mundo anglo del pop y del rock; de extensas y dulces exploraciones que rayaban, incluso, con la llamada nueva era; o de exóticos arabescos pianísticos, cuya filigrana parecía simular algún canto exótico medio-oriental.

Pero había una razón más concreta para mi desconexión, más allá de una racionalidad exacerbada o una desconexión estética, a través de la cual descubría una neurosis acústica tal vez exagerada de mi parte. La sin duda elegante amplificación del cuarteto, unida a la acústica exquisita de la sala, había generado a mi parecer un sutil desbalance sonoro que ubicaba a la batería ligeramente al frente en la mezcla sonora. Este sutil protagonismo se tornaba molesto cuando el volumen crecía, especialmente cuando Moreau exploraba la sonoridad más militar del redoblante con sus baquetas.

Sin duda un virtuoso de su instrumento, Moreau tiene un estilo en el que, a mi modo de ver, hay una tendencia al ornamento excesivo; a la hiper-subdivisión. En los espacios de sus solos, por supuesto, tal filigrana es bienvenida y apreciada. Supongo que es parte esencial del espectáculo seductor de la batería, espectáculo que arranca emocionados aplausos. Pero en su labor de acompañamiento, la excesiva ornamentación, unida al desbalance acústico, generaban cierta molestia, ya que la propuesta de Gharibian y Girard pedía más comunión y menos notoriedad.

Por eso la canción de los sueños femeninos me cautivó particularmente. Por su sonoridad íntima, sin ruido. Por el texto y el sonido en un lenguaje que desconocía. Pero tras el cual se adivinaba el sentido de las palabras. Un lenguaje sonoro mágico, en fin, cuya magia se acrecentaba por la figura dulce y elegante de Gharibian, portadora de importantes símbolos de resistencia a la mezquindad moderna: su cabellera afro, por ejemplo, o su voz femenina aireada. Tal vez sea esa en últimas la razón por la cual el merecido aplauso final lo di aún sentado en mi silla, mientras veía a toda la sala ponerse de pie para celebrar tal vez el simbolismo, o la teatralidad sonora de Moreau, o algún recuerdo nostálgico exacerbado por los sonidos de una lejanía europea o armenia que me fueron ajenos. 

 

Por Luis Fernando Valencia

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