El Magazín Cultural
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'Gordo, quédate aquí...'

El mundo conmemora el centenario del natalicio del bandoneonista, compositor y director de orquesta argentino.

Jaime Andrés Monsalve B. *
11 de julio de 2014 - 04:15 a. m.
Aníbal Troilo fue el espejo en el que quisieron verse todos los tangueros alguna vez.  / Archivo particular
Aníbal Troilo fue el espejo en el que quisieron verse todos los tangueros alguna vez. / Archivo particular

El 1º de julio de 1938, un local en Buenos Aires exhibió por primera vez el simpático cartel que decía: “Todo el mundo al Marabú, / la boite de más alto rango, / donde Pichuco y su Orquesta / harán bailar buenos tangos”. La expectativa ante la aparición de esa nueva típica tanguera era alta. Muchas noticias se conocían ya de su rollizo director, siempre peinado a la gomina y dueño de un gesto entre el rezo y el mohín más infantil posible.

Las fotos de un Aníbal Carmelo Troilo en actitud extática, con un bandoneón que se ve enano sobre su gran humanidad, son, junto con las del Gardel más sonriente y elegante, los dos puntos convergentes y absolutos de la iconografía de un género. Y al igual que ocurre con Gardel, la valía del enorme Pichuco va más allá de sus casi 500 grabaciones, de sus 45 años ininterrumpidos como ejecutante del fueye e incluso de sus enormes trabajos como compositor y director. Todo él se esconde tras sus fotos y su historia, la misma de quienes han dejado de ser músicos, para ser ellos mismos la Música.

“A la manera de Haroldo Conti, imagino a Troilo en el cielo a la diestra de Dios, tocando para alegrar Su eternidad”, escribió el poeta argentino Juan Gelman. Su colega uruguayo Mario Benedetti, al decidir que la vida era un bandoneón, dijo: “hay quien sostiene que lo toca Dios, / pero yo estoy seguro de que es Troilo / ya que Dios apenas toca el arpa / y mal”. El legendario ilustrador Hermenegildo Sábat nunca lo ha dibujado sin dejar de hacerle un par de alas.

El 11 de este mes se conmemoran 100 años del natalicio del Bandoneón Mayor de Buenos Aires, como lo llamara el poeta lunfardo Julián Centeya. No se trata de una efeméride cualquiera: ya hace algunos años mediante ley, el 11 de julio fue declarado Día Mundial del Bandoneón. Sin embargo, en esta oportunidad se vive la más impresionante de las celebraciones. Más de 160 ciudades en el mundo han llevado a cabo milongas, conciertos, exposiciones y charlas en homenaje a Troilo desde el pasado 6 de enero, cuando se lanzó oficialmente en Mar del Plata la programación del centenario. Todo ello gracias al impulso del inquieto Francisco Torné, nieto del músico y creador de la página web en su honor, www.troilo.com.ar.

Nunca antes ha estado tan vigente el comentario del fundador de la Academia Porteña del Lunfardo, José Gobello, al decir que Aníbal Troilo “fue una necesidad del tango”.

A pesar de ser esa figura canónica de la que todos hablan con emoción y agradecimiento, Colombia se tardó en reconocer la obra de Aníbal Troilo, tal vez porque en la misma época en la que Pichuco demostraba ser insuperable, el tanguero local estaba engolosinado con cantantes y orquestas de menor factura. Justicia se le hizo, hay que decirlo, con las reediciones discográficas para la RCA Víctor gestionadas por Hernán Restrepo Duque, y con su paso por el Festival de Tango de Medellín en su primera edición, en 1968.

Lo cierto es que Troilo fue el espejo en el que quisieron verse todos los tangueros alguna vez. Incluyéndose él mismo, que no sospechaba su grandeza futura cuando a sus seis o siete años tomaba la almohada y la llevaba al regazo, para oprimirla y estirarla como si se tratara de un bandoneón, en su casa del barrio del Abasto. A los 12 años debutó en un festival benéfico, y de ahí fue un paso para convertirse en músico de los cinemas que acompañaban en vivo los filmes mudos en la Buenos Aires de finales de los 20. Vendría su participación en un sexteto legendario con los no menos inmortales Osvaldo Pugliese al piano y Elvino Vardaro al violín, y finalmente su orquesta, la más grande de la Época de Oro, vigente de 1938 a 1971.

El sonido de Troilo fue definido por el director de la Academia Nacional del Tango de Argentina, Horacio Ferrer, como el “más completo, más perfecto, más puro y con más ‘duende’, sin distinción de sensibilidades o de épocas”. Buena parte de la magia de ese estilo se debió a la consecuencia consigo mismo. Aníbal Troilo sabía perfectamente lo que buscaba. Por eso, quienes fungieron como arreglistas de su orquesta, desde un jovencísimo Astor Piazzolla hasta su colega en el fueye Raúl Garello, le tenían miedo al borrador que Pichuco solía cargar en el bolsillo, y que empleaba sin miramiento para modificar todo trazo que le resultara exagerado o fuera de lugar en sus partituras.

Y es que si de algo sabía Aníbal Troilo era de rodearse. Por su orquesta típica pasaron leyendas como los ya citados Piazzolla y Garello, pasando por bandoneonistas como Ernesto Baffa y su hermano, Marcos Troilo, intérpretes de cuerdas frotadas como Kicho Díaz y Hugo Baralis, y pianistas de la talla de Orlando Goñi y José Colángelo. Pero la mayor intuición la tuvo con sus cantores. Los mejores de todas las épocas pasaron por su orquesta: Francisco Tano Fiorentino, Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Roberto Polaco Goyeneche, Jorge Casal, Raúl Berón, Ángel Cárdenas, Nelly Vásquez, Elba Berón y Roberto Rufino, entre otros, engrosaron el dream team vocal que llegó a ser el colectivo de Pichuco.

Ellos mismos habrán tenido la fortuna de estrenar algunos de sus grandes tangos, con letras de poetas como Homero Manzi, Homero Expósito, Enrique Cadícamo y Cátulo Castillo, entre los que sobresalen Sur, María, Romance de barrio, Pa’ que bailen los muchachos, Barrio de tango, La última curda, Desencuentro, e instrumentales como La trampera, Tres y dos y el conmovedor Responso, en homenaje a la prematura muerte del poeta Manzi.

Tras la muerte de Pichuco, el 19 de mayo de 1975, Astor Piazzolla compuso la llamada Suite Troileana, conjunto de piezas instrumentales cuyos nombres reúnen los cuatro amores de Troilo: Whisky, Bandoneón, Escolaso (juego de azar) y Zita, su esposa. A esos componentes de su entraña habría que sumarle Buenos Aires, sus calles y reductos. Quiso el destino que su última grabación en cuarteto, en 1969, fuera su Nocturno a mi barrio, en el que por primera y única vez se escuchó su voz, ríspida y aguardientosa. Aquel tema es una tierna contestación a quienes le recriminaron el haberse ido de su barrio. “¡¿Cuándo, pero cuándo?! —se preguntaba—. ¡Si siempre estoy llegando! Y si una vez me olvidé, las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja, titilando como si fueran manos amigas me dijeron: ¡Gordo! ¡Gordo! Quedate aquí...”.

Y es que no se ha ido. Homenajes como el presente son prueba de la vigencia del hombre “de las manos como patios”, al decir de Horacio Ferrer en la letra del tango El gordo triste, con música de Piazzolla. Mismo tema que pedía un simple favor a su depositario:

“Ahora que las aguas van más calmas / y adentro de la jaula cantan pibes, / recuerde: ¡Sueñe y viva, gordo lindo! / amado por nosotros, por nosotros”.

 

* Director musical Señal Radio Colombia.

Por Jaime Andrés Monsalve B. *

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