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Haz el mal y mira a quién

La serie ‘House of cards’, distribuida por Netflix, retrata a un político que asciende utilizando todas las armas posibles. El 27 de febrero se estrena la tercera temporada.

Juan David Torres Duarte
13 de enero de 2015 - 12:43 a. m.
Kevin Spacey  durante la entrega de los Globos de Oro, el 11 de enero en Beverly Hills, California.  / EFE
Kevin Spacey durante la entrega de los Globos de Oro, el 11 de enero en Beverly Hills, California. / EFE

Todo matrimonio es una sociedad cooperativa. En el caso de la familia Underwood, que protagoniza House of cards, la sociedad se extiende a cualquier campo posible: la ética, el sexo, la política. Los Underwood han comprendido, a su modo, que un matrimonio es más que una mera unión: es una forma de lealtad sin límites. Aunque cumplirla signifique la desgracia de alguien más.

Al final de la segunda temporada, Frank Underwood (Kevin Spacey) se convierte en presidente de Estados Unidos después de numerosas estratagemas —casi todas ellas sin el aval de la ética— y con la ayuda de su esposa, Claire (Robin Wright). Underwood es la encarnación de la carencia de valores; interesa el fin, jamás los medios. Sin embargo, también para ser malo, para ser realmente malo, es necesario pensar en detalle cada paso, saber quién es útil y quién, por el contrario, resulta estorboso. Frank Underwood es el retrato vivo de aquel que desea cumplir sus ambiciones, sí, pero también es el animal desvergonzado que la sociedad —estadounidense y también la nuestra— ha dejado alimentar y crecer.

El principio de su comportamiento es tal vez un cliché: la dominación de otros a través del poder. La supervivencia del más apto. Underwood lo deja claro en el último capítulo de la primera temporada: “Cada gatito crece y se convierte en un gato. Parecen indefensos en principio, pequeños, silenciosos, lamiendo su plato de leche. Pero una vez sus garras han crecido, hacen ensangrentar. A veces incluso a la mano que los alimenta. Para nosotros, que escalamos hacia la cima de la cadena alimenticia, no existe la piedad. Sólo hay una regla: cazar o ser cazado”. Por eso, Underwood mide con certeza cada uno de sus movimientos: un paso en falso produciría su caída. Dicha frialdad, que en principio se instala sólo en el plano político, es también parte de su vida personal; sus placeres son programados, previstos. Para Underwood, el único que tiene derecho a utilizar la sorpresa como arma de guerra es él.

House of cards, que ha sido bien recibida por la crítica y el público y le ha permitido a Netflix convertirse en una competencia de nivel de otros distribuidores de series, como HBO, es una narración sobre el mal. ¿Qué tan malo puede ser un hombre cuando quiere conquistar su territorio y también el ajeno? Frank Underwood es producto de una sociedad cuyos valores de amistad y lealtad han tomado otro rumbo; quizá sea por eso que su historia se extiende con facilidad a cualquier sociedad en apariencia democrática. Underwood es la prueba de que sólo quien tiene los contactos y el carácter necesarios podrá ejercer con sutil elegancia la máquina del mal. Ser un alma clemente ante el público y ser un perfecto tartufo en privado. Cada tanto, en cada capítulo, Underwood expresa su propio pensamiento al televidente (como en una suerte de intimidad), su declaración de principios, que bien puede resumirse en contraste con un dicho popular: haz el mal y mira a quién.

“El Frank Underwood que interpreta Spacey —escribió la revista The New Yorker en febrero del año pasado— no es el político que queremos, pero, en este momento de cinismo, es tal vez el político que merecemos”. La operación cínica de Underwood sólo tiene un objeto: el poder, que corrompe a las almas más puras. Analítico, Underwood estima las necesidades de quienes pueden servirle. Para él, un individuo no es una humanidad sino un mero escalón. Preservar una vida, para él, significa preservar un poder. Ese modelo no se aleja demasiado de la naturaleza real de numerosos individuos en la política actual. El éxito de la serie está encallado justamente en el fiel reflejo de una sociedad avara que alienta sus propios leviatanes.

Toda esa condición está expresada por Spacey (Belleza americana, Cadena de favores, Seven) a través de una actuación precisa que hace pensar a quien lo ve, incluso, que Underwood puede ser un hombre bueno que tal vez sufra una repentina iluminación y se dé cuenta, por fin, de cuánto daño ha hecho. Sin embargo —como dice el personaje de otra serie reconocida, el doctor Gregory House—, todos mienten. Underwood no es la excepción: miente a sus colaboradores, al presidente, a los televidentes. La única forma de la verdad está en él mismo, y el bien sabrá reservarla.

Cierto modo extraño de la bondad sobrevive en su infinita maldad. Underwood piensa que sus actos buscan el bien general y, sólo de paso, su propio bien. En uno de los capítulos iniciales, un perro es atropellado. Underwood se acerca al animal agonizante y dice: “Hay dos tipos de dolor. El primero es un dolor que te hace fuerte. El segundo es el dolor inútil. Un dolor que es sólo sufrimiento. No tengo paciencia para las cosas inútiles. Momentos como este requieren a alguien que actúe. Que haga el trabajo sucio. El trabajo necesario”. Entonces asfixia al perro y termina su monólogo: “Listo, no más dolor”. 

* jtorres@elespectador.com 

Este texto contiene fragmentos de la narración de la serie.

Por Juan David Torres Duarte

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