El Magazín Cultural

Huacachina, recuerdos de un viaje al desierto

Como un fotograma en la memoria, me recuerdo subida en un árbol junto a una laguna imitando a una fotógrafa de National Geographic hace 25 años. Mi hermano, desentendido del juego en el que había un leopardo al acecho, me abandonó en la rama y yo solo bajé hasta que logré hacer la mejor toma del chimpancé. 

Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila
18 de abril de 2019 - 07:26 p. m.
Imagen del oasis de la Huacachina, el único en América. / Cortesía
Imagen del oasis de la Huacachina, el único en América. / Cortesía

Las historias más aventureras que he imaginado han sido y siguen siendo en África. Un safari y el desierto del Sahara los tengo anotados en lo que llaman Bucket List, o lista de deseos, término que conocí gracias al cine y a Morgan Freeman queriendo subir al Himalaya. 

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Más de dos décadas después sigo soñando con darle la vuelta a ese y a todos los continentes que me restan, y conocer el desierto más grande del mundo.  Por ahora sé, que no es necesario tomar un avión a Marruecos para conocer las dunas, una de las razones de mi fascinación por el Sahara. Esto, lo supe prácticamente cuando las vi por la ventana del autobús que nos recogió en Lima. 

Cuando decidimos ir al desierto de Ica, en Perú, pasé por alto la investigación previa al viaje. La razón, es que en ocasiones al tener demasiada información sobrevaloro un lugar, especialmente si es turístico, y prefiero no perderme el factor dulce de la sorpresa, no desilusionarme si no llegara a ser lo prometido y empaparme de ese punto del mapa a través de la experiencia.  

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Fuimos allí en una burbuja de 4 ruedas, así llamo a los buses que tienen los inadecuados vidrios polarizados. Los rayos del sol pueden llegar a ser molestos a cierta hora del día, es cierto, pero el invento de las cortinas es suficiente para evitarlos. El encanto de viajar por tierra es disfrutar el camino, los cambios de paisaje y el silencio que conlleva horas ininterrumpidas de reflexión y reconexión. No se aprecia igual el horizonte cundido de árboles verdes, que los mismos transformados en rojos y grisáceos por el efecto del vidrio.     

La burbuja frenó en la entrada de un pueblo junto a una montaña de arena. Nos bajaron y arrastramos las maletas varias cuadras hasta el hotel. El pueblo era tan pequeño y el bus tan grande, que no cabía entre las calles. Hicimos una larga fila para registrarnos. Impaciente, deseaba dejar la mochila botada en la habitación para subir la montaña y sentir que realmente estaba allí. Al encontrarme en un lugar que solo he visto en fotografías, me cuesta creer que he llegado y que ahora está delante de mí, sin filtros. 

El hotel estaba incrustado en la arena, de hecho, el pueblo también. Desde los balcones se veían las huellas de las personas sobre la duna y las personas se veían como puntos negros minúsculos en la cima. Al otro lado del hotel, desde la terraza, lograba verse una laguna natural en medio del poblado, bordeada por un malecón y por un sin número de palmeras. Era el oasis de la Huacachina, el único en América.

Hacía calor a las 2 de la tarde, algunas mujeres estaban bañándose en las orillas de la laguna para aliviar la temperatura. Yo quería subir la duna. Las cimas de las montañas proveen otra perspectiva poco usual del mundo, especialmente para quienes vivimos entre bloques de cemento, y nos limitamos a ver los colores pálidos de la vieja cortina del vecino. Para ver la inmensidad de la Tierra vale la pena luchar contra la gravedad para llegar a un pico, o subir 400 escaleras para ver por el ventanal del último piso de una torre. 

Con las botas de trekking puestas, inútiles para subir una duna, intenté superar la primera parte de la montaña que parecía la más fácil por su delicada inclinación. Cada paso que daba originaba pequeños deslizamientos de arena que terminaban entre las botas y las hacían más pesadas. Finalmente, decidí colgarlas de los cordones a mi nuca, quitarme las medias, y sentir los pies amoldándose suavemente al suelo. 

Aunque íbamos en pareja nos separamos, decidimos tácitamente hacer cada uno su propio camino en silencio y a su ritmo. Me concentré en ubicar anteriores huellas para hacer un poco más fácil el ascenso, cada vez que intentaba hacer mi propio sendero terminaba enterrada hasta las rodillas. A pesar del esfuerzo físico por desenterrarme, me fascinaba ver el deslizamiento de millones de granos de arena que brillaban y generaban nuevas formas. 

A lo lejos, las dunas parecían un ente inmóvil, un gran túmulo de granos infinitos compactos. De cerca, eran cambiantes, amoldables, juguetonas e irónicamente inamovibles. Con las manos modificaba fácilmente su forma y una hora después todo volvía a su estado original. 

Me concentré en mirar cada paso para no cansarme mentalmente al ver la cima muy lejana. Cuando estaba a punto de llegar al final, paré, giré y levanté la mirada al horizonte. ¿Han tenido esa sensación de no saber que palabra pronunciar, aun teniéndola atorada en la garganta? Puse mis manos en la boca y miré a mi novio con los ojos aguados de emoción. Si bien no era el Sahara, realmente estaba en un desierto.  

Me senté en el filo de la duna con una pierna a cada lado, como si fuera una niña preparándose para jugar en la arena. Desde allí, se veía el oasis demarcado por las dunas y por varios árboles descontextualizados del paisaje, ¿cómo crecen allí?, naturaleza surrealista. Más allá del oasis de la Huacachina se extendían las dunas en el horizonte, siluetas de arena blanca con el cénit solar, y anaranjada con el atardecer. 

Estando allí recordé porqué el desierto me sedujo desde siempre, además de las dunas, quería experimentar los cambios dramáticos de temperatura entre el día y la noche, y ver la forma cóncava ininterrumpida de la bóveda celeste.

El tiempo pasó, permanecí sentada viendo parte de mi sueño hecho realidad durante más de dos horas. A las 7 de la noche el desierto se enfrió, la temperatura descendió tanto que desempolvé la chaqueta de invierno y volvieron a ser útiles las botas de trekking. Guiados por un experto, nos adentrarnos en buggy por el desierto de Ica. Al llegar a un punto en el que las luces de Huacachina desaparecieron de nuestra vista, bajamos y nos instalamos en el borde de una montaña de arena. 

Las dunas se percibían grisáceas, el cielo estaba despejado y la luna en cachos. A 360° grados en el horizonte titilaban las estrellas, y solo se escuchaba el silencio sobrecogedor del desierto. Tuve miedo de los animales, de un escorpión o de una serpiente, pero no fue un pánico aterrador, fue ese miedo que nos protege de nosotros y del mundo, una sensación que nos hace valorar nuestra propia existencia. 

Hace unos días un amigo me disparó preguntas sin parar, acerca de: “¿cuál fue el mejor (atardecer, mar, cielo, nube, lugar, color… y no paró durante 10 minutos) que viste hasta ahora)?”, al llegar a la pregunta acerca del mejor cielo estrellado, dudé entre Ica y San Luis Potosí en México, luego caí en cuenta que ambos, aunque distintos, eran desiertos. La razón, es que ver el domo celeste sin interrupciones, es lo más cercano que he tenido y tendré a flotar en el espacio exterior. Una experiencia sublime. 

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Por Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila

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