El Magazín Cultural
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Ilusión de la coherencia

El sudafricano expone su retrospectiva, atravesada por la política, en el Museo de Arte del Banco de la República.

Juan David Torres Duarte
14 de abril de 2014 - 03:00 a. m.
William Kentridge durante la inauguración de ‘Fortuna’ en el Museo de Arte del Banco de la República.  /  Gustavo Torrijos
William Kentridge durante la inauguración de ‘Fortuna’ en el Museo de Arte del Banco de la República. / Gustavo Torrijos

Quizá William Kentridge (Sudáfrica, 1955) es uno de los pocos individuos que, aunque fracasó cuando quiso ser artista, terminó siendo artista. No pudo escapar a su propia necesidad: cuando tuvo curiosidad por el arte, y cuando decidió que su vida se dirigiría rutilante y firme hacia él, la academia confesaba que los artistas eran sólo aquellos que pintaban en óleo. Kentridge, que tenía habilidad para el dibujo, intentó complementarlo con el óleo. Fracasó. Entonces se sobrepuso a la pérdida y buscó ser actor, dado que hallaba en el teatro otro de sus gustos; sin embargo, interpretaba siempre al mismo personaje; para él eran imposibles las variaciones. Fracasó. Quiso ser cineasta. Fracasó. “Entonces todo se redujo —dice— a ser dibujante”.

El carboncillo y los lápices de colores fueron el principio; el cine fue el término. A partir de sus dibujos, Kentridge creó relatos cinematográficos que oscilan entre el sueño y la realidad más tangible. Entre esos dos territorios, los individuos de sus historias se transforman: cambian su aspecto físico, mudan sus gestos y su naturaleza. El yo, concluyó Kentridge, es una conjugación de otros yoes. El yo, pensó luego, es producto de ese justo punto entre el azar y la planeación calculada. Esta es la base general de Fortuna, la retrospectiva de Kentridge que abrió el Museo de Arte del Banco de la República y que seguirá hasta el 7 de julio. Un retrato del yo, que siempre es un retrato de los otros.

“La hoja de papel es un modo del recuerdo —dijo Kentridge durante la conferencia de apertura de la exposición—, de la expresión del dí, que permite un punto de encuentro. En el estudio, el artista mira qué características tienen cada uno de los materiales. Todos los elementos se reúnen después para tener una coherencia”. Aquella coherencia, el cuerpo fijo y objetivo del arte, es apenas una ilusión. “Cuando ves una película, ves imágenes en movimiento —dijo a un grupo de periodistas que lo rodeaban antes de la conferencia, mientras él estaba sentado, vestido de camisa blanca, pantalón negro, zapatos negros—. Pensamos que están en movimiento y nos complacemos de ello, pero son fragmentos, son formas en que construimos los objetos. Cada día es una construcción, a veces una exhaustiva construcción”.

Ladrillo a ladrillo, el hombre yergue la muralla de sí mismo; construye las esquinas y los cantos de su propia personalidad. Estereoscopio (1999) y Otras caras (2011) son prueba fáctica de ello: los hombres son imágenes superpuestas, en ellos se encuentran los objetos que han dejado una marca sobre su piel, sobre su espíritu. Aquellas superposiciones toman forma en el taller del artista. “El taller es un espacio cerrado física y psicológicamente —anotó Kentridge en el catálogo de una de sus muestras en San Francisco—. Es una prolongación de la cabeza. El acto de caminar de un lado a otro por el taller es el equivalente de las ideas dando vueltas en la cabeza, como si el cerebro fuera un músculo y se pudiera entrenar para ponerlo en forma y lograr la claridad”.

A Kentridge se lo ve caminando de un lado a otro en los cortometrajes de Siete fragmentos para George Méliès —serie realizada en honor al cineasta francés— y Viaje a la luna. Se lo ve también en plena transformación, pasando del dibujo a la carne, pensando entre las paredes del taller, caminando sobre su propio pensamiento. Todos los movimientos son el movimiento: todos los yoes son el yo que puede intercambiar sus piezas y ser otro, cada vez otro. La muestra recoge también los Cuadernos de Egipto (entre ellos La tragedia de Isis y Paisaje nubio), que son expresión de esa idea constante de Kentridge que relaciona la metamorfosis de los hombres con la fortuna (de ahí el título de la muestra). “En otras palabras —escribe la curadora de la exposición, Lilian Tone—, podríamos entenderla (la noción de fortuna) como una especia de casualidad dirigida o la manipulación de la suerte donde hay posibilidades y predeterminación”.

En ese contexto, Kentridge relaciona la política con los individuos. Testigo del apartheid, Kentridge ha realizado un trabajo que proyecta la vida política a través de la expresión estética. “Kentridge deja claro —escribe la crítica de arte Carolina Rodríguez— que la metamorfosis en sus dibujos tiene una equivalencia con la construcción de la memoria de su país, una metáfora de las mutaciones, fracturas sociales e incluso de la geografía de su ciudad natal”. Ejemplos de esta inclinación son la serie Rúbricas (2012), Ubu cuenta la verdad (1996-1997), Lo que vendrá (ya ha llegado) y el corto Procesión de sombras (1999). Este último, en palabras de Rodríguez, recoge elementos del teatro y los combina con la animación. La mixtura permite reparar en sombras de papel que caminan sin destino, sin un fin determinado, con la utopía eterna en la cabeza y el dolor ampollado del camino en los pies.

“En algún momento —dijo Kentridge— un artista se dice: ‘Estas son las imágenes que necesita el mundo, esto es lo que deberían ver’. Cuando trabajas con las imágenes que son, allí suceden las rupturas”. Y el artista, entonces, se somete a ese solo postulado ético: debe romper, debe quebrar, debe mostrar. ¿Mostrar qué? Los cambios, las caras que nacen a causa de todos los conflictos, de todas las pulsaciones interiores. “El arte puede crear —dijo— un lugar polémico para no estar cómodos”.

 

 

jtorres@elespectador.com

@acayaqui

Por Juan David Torres Duarte

 

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