El Magazín Cultural
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Lo inesperado del cine

Es uno de los acontecimientos cinematográficos más relevantes de Europa Suroriental. Desde 1960 reúne anualmente la producción griega y los cineastas emergentes de los Balcanes.

Hugo Chaparro Valderrama
28 de noviembre de 2014 - 02:13 a. m.
Lo inesperado del cine

¿Es posible descubrir historias inesperadas, desconcertantes o inéditas, que puedan renovar el cine cuando todo parece filmado? ¿Cuando el ritmo de la producción ha sido vertiginoso desde finales del siglo XIX hasta principios del XXI? Una respuesta posible en contra del pesimismo que insiste en la crisis del cine se reveló de manera contrastante con el malestar generalizado en el 55º Festival de Tesalónica. Desde el 31 de octubre al 9 de noviembre, el festival demostró por qué es un espacio creativo en contra del arte que recicla contenidos empobrecidos, deteriorando a un público igualmente empobrecido por la astucia de los negociantes del cine, que apenas se interesan en los riesgos al margen de la norma.

En contra del lugar común y al otro lado de la luna, donde se encuentran los programadores que organizan la fiesta en Tesalónica, se descubren directores tan desconcertantes como el estonio Martti Helde, que a sus 27 años de edad presentó su primer largometraje, In the Crosswind, realizado con la audacia excepcional del artista que supone en el cine un territorio donde aún hay fronteras por cruzar.

La tragedia del exterminio que llevó a cabo Stalin a partir del 14 de junio de 1941, cuando inició la masacre y deportación masiva de estonios, latvios y lituanos a prisiones y campos de concentración en Siberia con la intención de una siniestra “limpieza racial”, logra a través de la forma cinematográfica según Helde traducir el pasado de la historia a la pantalla con un blanco y negro que asombra por su belleza plástica contraria al horror narrado.

A través de 13 “pinturas vivientes” —la diversión que en el siglo XIX animaba a los actores para representar pinturas “en vivo”, imitando la quietud de las imágenes—, Helde se impuso el reto de rodar, con el esmero que define el tono de su película, preparando cada “pintura” con una paciencia que podía extenderse de dos a seis meses para filmarla luego en un día.

In the Crosswind fue así una sorpresa por la manera como aprovecha el legado de la pintura, la escultura y el dominio corporal de sus 400 actores, revelando sutilmente la vida de sus “cuadros” cuando se percibe la niebla delicada que dibuja el aliento de un soldado o el movimiento casi imperceptible de un traje.

Una película, según su director, con la que quisiera atrapar al público y no permitirle escapatoria ante la factura hipnótica de sus imágenes; ante un relato que se inicia con la felicidad de una pareja y de su hija, filmados con el movimiento que deja en la memoria un recuerdo, petrificándose después cuando el miedo y la muerte cercan a los prisioneros en Siberia, tras viajar casi treinta días en la claustrofobia de un tren de carga.

Un testimonio sobre la experiencia humana, que se prolongó en el festival con otros registros y otras formas cinematográficas, confirmando el poder de las imágenes para dialogar con su época a través de un repertorio como el que presentó este año Tesalónica. Temas recurrentes como la guerra y sus amenazas —siempre actual cuando la especie no abandona sus intentos de exterminarse a sí misma—; el azar de la miseria y de sus inmigrantes ilegales en Europa; los dilemas de la educación que tratan de preparar a sus estudiantes para enfrentar el caos —sin conseguirlo del todo—; la situación de las mujeres en un mundo gobernado por la insolencia masculina que las amenaza, o las relaciones descompuestas en el interior del núcleo familiar —explicando el malestar cuando las familias son consideradas la base de la sociedad—, permiten suponer que un público expuesto al cine en su expresión más interesada por reflexionar sobre el mundo, animando su inteligencia para comprenderlo más allá del rectángulo de la pantalla, no es indiferente a las radiaciones que lo contaminan saludablemente cuando ve películas que se convierten, desde el momento de su estreno, en referencias de la historia reciente: El país de Charlie (Rolf de Heer, Australia), En silencio (Zdenek Jiráský, Eslovaquia/Checoslovaquia), Hoy (Reza Mirkarimi, Irán), Fénix (Christian Petzold, Alemania), Dos días, una noche (Jean-Pierre y Luc Dardenne, Bélgica), Fortaleza Europa (Želimir Žilnik, Eslovenia), Ida (Pawel Pawlikowski, Polonia) y El enemigo de clase (Rok Bicek, Eslovenia).

Un público que prefiere otras opciones, distantes de las rutinarias, y que merece la exhibición masiva de películas que se han ido reduciendo progresivamente al entorno de los festivales. Permitiendo que soñemos con la ilusión de asomarnos a la cartelera comercial como si se tratara de un festival permanente —aunque las cifras de taquilla y la apatía del público manipulado demuestren lo contrario—. Quizás, que se repitiera con más frecuencia, en otras geografías, la anécdota de la mujer que terminó llorando a mi lado cuando terminó la exhibición en Tesalónica de la última película de Bille August, Silent Heart. Aunque su historia es deprimente —una madre decide suicidarse antes de que la ataque una enfermedad incurable y cita a su familia un fin de semana para despedirse antes de que su esposo le inyecte una mezcla letal—, el llanto de la mujer fue comprensible, pero su comentario inesperado. “Es demasiado triste”, dijo en clave sentimental, y agregó, como si se tratara de una crítica breve y elocuente sobre el estado en el que se encuentra gran parte del público: “Pero es más triste que no se hagan más películas como esta y, todavía más triste, que el espectador no se interese por ellas”.

Por Hugo Chaparro Valderrama

 

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