El Magazín Cultural

Inhalar amor y exhalar dolor

Libertad, a eso huele el día. Ojalá fuera un olor puro. Está contaminado, pero… ¿de qué? Huele a tierra mojada, a plenitud, a vida. Y de pronto, se me escapa ese olor.

Laura Marcela Ballesteros Férnandez
26 de junio de 2017 - 02:00 a. m.
Ilustración- Eder Leandro Rodríguez
Ilustración- Eder Leandro Rodríguez

El sol calienta la sangre y evapora las notas de felicidad. Entonces, el sabor de la libertad se reduce a tierra en la lengua. Granos de arena, moho y ladrillo. Sí, eso es, a eso me sabe la vida.

¡Silencio! Hay brisa; y trae consigo el canto de los viejos amores. Me aburre. A veces no entiendo por qué el pasado se empeña en revivir cadáveres. El tiempo se ha detenido para que el alma repare las nimiedades; para que el espíritu se sienta desdichado; para que la conciencia no descanse. No es justo. Las sonrisas son bonitas y se pintan fácil, pero cada vez son más difíciles de ver. Parece un gesto en vía de extinción. En una sociedad donde se ríen los dedos y la boca no se inmuta, la satisfacción humana parece relegarse a lo superficial.

La conciencia no aguanta. Que la ansiedad, que la cobardía, que la depresión; que los trastornos de orden, alimenticios, de personalidad, de espíritu, de conciencia; que los sueños, las visiones, los espantos, las bromas, la tecnología; la impersonalidad y la jodida persecución del yo que no somos. De ese reflejo de facciones perfectas, sonrisa imborrable, cabello de revista y palabras de diccionario, solo tengo un par de cachetes grandes, unos anteojos redondos y las ganas de morirme.

A veces el único sentido de libertad que tenemos es el del momento en el que decidimos apagar los suspiros. Porque suspirar es otra forma de respirar, de inhalar amor y exhalar dolor.

¡Es hora de cantar! Pongo esa balada que me recuerda el segundo que nunca debí vivir, en el lugar en el que nunca debí estar, con la persona que jamás debí conocer, y amo cada letra, punto, exclamación e interrogación de la historia. La melancolía es ese camino que nos aferra a la vida a través de los recuerdos que vagamente hicieron más amena nuestra existencia. La música sobrecoge el corazón y lo reconforta; es la única terapia que sonroja mis pestañas y desempaña el iris. Incluso, puedo respirar sin sentir la punzada que me atraviesa cada vez que quiero descifrar quién soy, y por qué no he podido, ni puedo ser, más normal.

Respirar y suspirar tienen un ritmo que pocas veces se sincronizan. Parecen sentir a destiempo. Mis bocanadas de aire siempre vienen cargadas de malas noticias. Y es que suspiro por todo, por aquella película que no vi; por aquel perro que no pude rescatar; por aquel amigo que no he vuelto a ver; por aquel beso que no di; por aquel corazón que se me escapó; por aquellas manos que nunca sentí; por aquella alma a la que no le correspondí.

¿Cómo se puede sobre-vivir en negativo cuando te hacen sentir culpable por ello? Vivir en modo nostálgico parece un absurdo y un insulto para el resto del mundo, pero ¿qué pasaría si los seres tristes también tuviéramos derecho a habitar el mundo? Ojalá que algún día los optimistas me perdonen la vida… esa que huele a tierra mojada, a resolana de verano y a gotas de sudor recorriendo el pecho mientras un fuerte latido valida que mis suspiros, por más tristes que sean, también hacen parte de la libertad de significar mi mundo como se me da la gana; ganas de sentir lo que sea que contenga la cajita de Pandora que habita mi pecho.

 

Por Laura Marcela Ballesteros Férnandez

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