El Magazín Cultural

La ira de Irán contra el cine

A seis años de cárcel fue condenado el director iraní Jafar Panahi, quien apoyó al candidato de la oposición Mir-Hossein Mousavi. La condena por trabajar en contra del Estado incluye la prohibición de hacer cine, escribir guiones y salir del país.

Hugo Chaparro Valderrama
01 de enero de 2011 - 09:00 p. m.

Los directores de cine en Irán sufren las consecuencias de la censura y su represión. Jafar Panahi y Mohammad Rasoulof   fueron condenados el pasado 20 de diciembre en Teherán a seis años de cárcel. Los cargos: trabajar en contra del Estado. ¿Quizá por apoyar a Mir-Hossein Mousavi, candidato de la oposición durante las elecciones presidenciales realizadas en junio de 2009? Consideradas fraudulentas y denunciadas como una acrobacia política para reelegir a Mahmoud Ahmadinejad, la sentencia en contra de Panahi sugiere la venganza ante la obra y el talento de un director que se ha referido en sus películas al malestar que ocasiona la censura en Irán: aparte de su condena, se le prohibió conceder entrevistas a medios locales o extranjeros, escribir guiones o filmar por un período de veinte años. En otras palabras, la muerte en vida para un espíritu creativo, a través del que la cinematografía iraní ha logrado una presencia destacada en las pantallas del mundo.

El caso de Panahi y de Rasoulof   no es excepcional. Otro cineasta opositor al régimen de Ahmadinejad, Mohammad Nourizad, cumple una sentencia de tres años y medio, acusado de repartir propaganda en contra del gobierno y de insultar a sus líderes. El pasado 16 de diciembre tuvo que ser trasladado a un hospital después de que se cumpliera el sexto día de la huelga de hambre con la que Nourizad protestaba por el maltrato de los prisioneros políticos en Irán.

Como ha sucedido en otras dictaduras, la crítica en términos cinematográficos se considera una agresión explosiva por los alcances masivos que tiene la pantalla. Los ejemplos son múltiples: en Cuba, al realizador Nicolás Guillén Landrián, sobrino del poeta Nicolás Guillén, se le consideró un artista desviado del laberinto ideológico por el que lo condenaron a un callejón sin salida tras varias sesiones de electrochoque que destruyeron su vida; Andrei Tarkovsky sufrió en Rusia la vigilancia política que lo persiguió desde mediados de los años 60 hasta principios de los 80, cuando Tarkovsky decidió marcharse de su país para morir en París con algo más de cincuenta años; en la Yugoslavia de los años 70, las películas que participaban en el Festival de Pula se le mostraban, antes de su proyección oficial, a Tito y a su mujer, Jovanka, en la isla de Brioni, aguardando los directores a que llegaran hasta la costa las noticias del mariscal transformado en crítico de cine.

El turno para el infortunio es ahora para los directores de Irán. Jafar Panahi, vigilado celosamente desde los años 90, cuando estrenó su primera película, El globo blanco (1995), fue acusado por un miembro del Parlamento iraní de estar en contra del gobierno promulgando el cristianismo.

“Su primera impresión —declaró Panahi durante la entrevista que me concedió en el Festival Internacional de Cine de Toronto de 1997— fue que una anciana en la película es cristiana y más amable que el resto de los personajes. En consecuencia, el director estaba promulgando el cristianismo y su película no debería ser presentada a los niños”.

Las críticas empeoraron aún más cuando El globo blanco ganó la Cámara de Oro en el Festival de Cannes. Para su segundo largometraje, El espejo (1997), no le permitieron ir a las escuelas donde quería encontrar a un niño que actuaría en la película y tuvo que usar un nombre falso.

“En la historia del cine esto siempre ha sido un problema —agregó Panahi en la entrevista—. Y para nosotros lo ha sido tanto antes como después de la Revolución (la Revolución Islámica de 1979 que derrocó al Shah Mohammed Reza Pahlavi quedando el poder en manos del Ayatollah Khomeini). No quiero confirmar o tolerar la censura, pero creo que un director inteligente puede utilizarlo todo en su propio beneficio, multiplicar su creatividad”.

Y Panahi nunca ha desfallecido. Con su tercer largometraje, El círculo (2000), acerca de una mujer que acaba de salir de la cárcel, el Parlamento de Irán lo atacó de nuevo, repudiando su crónica angustiosa sobre la persecución y la misoginia que padecen las mujeres en Irán y los esfuerzos que se deben exigir para sobrevivir en un mundo patriarcal.

Fue entonces cuando nos encontramos de nuevo en Toronto. Le pregunté acerca de su situación. Tres años después de nuestra primera entrevista, me confirmó que seguía teniendo los mismos problemas.

“Los miembros del Parlamento no querían que El círculo se presentara. Pero tres días antes del Festival de Venecia, dejaron que participara en el evento. La película se llama El círculo por el contexto y por la forma como se desarrolla la historia. En todas partes del mundo, dependiendo de la situación política, económica y cultural, se vive en círculos. Y el radio del círculo varía determinado por estos elementos. Según el concepto que tengamos de libertad, el radio de la nuestra llega hasta un límite en el que no podemos distorsionar la libertad de los demás o privarlos de ella. Así que el título se apoya en esta idea, concretamente en un lugar de la tierra donde el radio es más pequeño y la gente quiere expandirlo”.

Mientras conversábamos, sonó el teléfono en la habitación. Panahi atendió y, de repente, la furia lo descompuso. Miré ansiosamente a la traductora del farsi que tenía en su rostro una expresión de temor y desconcierto. Después de unos minutos, mientras Panahi seguía discutiendo, la chica, que parecía un venado tan nervioso como yo, me explicó que para asistir como invitado al Festival de Cine de Nueva York que se realiza poco después del Festival de Toronto, le exigían que enviara sus huellas digitales. Panahi se rehusó y decidió cancelar el viaje. La visita que hizo después a Nueva York, en 2001, fue desastrosa y humillante: se negó, cuando ya estaba en la aduana, a que los oficiales de inmigración le tomaran sus huellas digitales. Fue esposado, encadenaron sus piernas y lo detuvieron una noche en el aeropuerto. No sería gratuito que rehusara asistir a la ciudad cuando se estrenó su cuarto largometraje, Crimson Gold (2004).

Con la persecución a la que es sometido sin tregua en Irán, Jafar Panahi ha tenido suficiente para tener que soportar la ira de los paranoicos en otros lugares del mundo. De hecho, sería arrestado por el gobierno iraní en marzo de 2010, acusado de planear una película sobre las protestas en contra de las elecciones presidenciales. Fue liberado a finales de mayo de 2010 después de una huelga de hambre de dos semanas, ¡y luego de pagar una fianza excesiva!

El último episodio que ha puesto en riesgo la libertad ardua pero indeclinable por la que siempre ha luchado Panahi lo tiene ahora en la cárcel. Aparte de la condena y de las prohibiciones que quieren vulnerar al director, tampoco se le permite abandonar el país o comunicarse con organizaciones culturales del extranjero. Un hecho catastrófico que simboliza a la tiranía en contra de sus opositores. Desde geografías tan distintas como Cannes, Locarno, Venecia, Sarajevo, Karlovy Vary o Thessaloniki, entre muchas otras, las peticiones por la liberación de Panahi se multiplican con carácter urgente.

Recuerdo entonces una anécdota que me contó: “Un día, mi hija dibujó una línea y un punto y me preguntó qué era. No pude responderle nada. Sólo se trataba de una línea y de un punto. Inventé varias excusas para obligarle a decirme qué era. Me explicó que era un tren que pasaba en frente de una persona sentada en un banco. La persona esperaba el tren y no la recogieron. Entonces me di cuenta de que había olvidado mi infancia”.

No es posible permitir que el tren abandone a Panahi y nos obligue a mirar una pantalla vacía cuando su nombre ha sido una garantía para honrar al cine y al espectador que celebra sus películas.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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