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Jacques Derrida, la promesa de un nuevo mundo

Pasó a la historia por el pensamiento deconstructivista, que ha sido aplicado a la literatura, la lingüística, la filosofía, la jurisprudencia y la arquitectura.

José Fernando Rengifo*
09 de octubre de 2014 - 03:21 a. m.
Jacques Derrida (1930-2004). / AFP
Jacques Derrida (1930-2004). / AFP
Foto: leemage

Hace diez años murió Jacques Derrida, uno de los filósofos más importantes del siglo XX. Nació en El Biar, Argelia, el 15 de julio de 1930, en una familia judía sefardí. Su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por la violencia, no sólo porque las “leyes judías” del autoritario régimen Vichy hicieran que tuviera que ser expulsado de su escuela, sino también debido a que las condiciones de vida en Argelia —que en ese momento era una colonia francesa— estuvieron marcadas por una profunda desigualdad tanto en el plano de los derechos políticos como en el de las condiciones de vida.

Viajó a París en septiembre de 1949, donde primero pasaría tres años en el riguroso liceo Louis-Le-Grand, para luego, después de perder el primer examen de admisión, entrar a la prestigiosa École Normale Supérieure en 1952. Allí se encontró con una generación notable de pensadores que va desde Jean Hyppolite hasta Jacques Lacan, pasando por Michel Foucault y Gilles Deleuze. Pero sobre todo encontró a uno de los grandes amigos de su vida: el genial Louis Althusser, con el que a pesar de haber tenido más de una gran diferencia ideológica, siempre sostuvo una gran cercanía porque las aventuras de cada uno jamás lograron ensombrecer el fondo de su amistad. La experiencia de Derrida en Francia estuvo marcada por grandes discusiones y publicaciones como La voz y el fenómeno, De la gramatología, La escritura y la diferencia, entre otras. Sin embargo, su trabajo siempre fue muy criticado por los académicos de la época, cosa que no sólo lo llevó a sentirse un “mal querido” de la universidad francesa, sino también a emigrar por varios años a los Estados Unidos, en donde su trabajo fue acogido de manera extraordinaria.

Una de las ideas más reconocidas de Derrida es la deconstrucción, que si bien no puede ser pensada ni como un concepto ni como un método, sí puede ser tratada como una empresa que pretende señalar las contradicciones, arbitrariedades y márgenes de conceptos que suelen pasar por naturales y necesarios. Sin embargo, tal vez la gran obra de Derrida fue su vida, porque fue a través de ella y sus luchas —entre las que estuvieron el matrimonio gay, compromisos políticos con Nelson Mandela y repensar los límites entre lo público y lo privado— que mostró que un mundo puede sobrevivir a otro, que hay un más de un mundo posible, un mundo que está por-venir. Si Derrida escribió, fue sólo porque leyó siempre con amor. Como dice Judith Butler, “su propia escritura constituye un acto de luto, uno que nos recomienda una forma de comenzar a llorar a este pensador, que no sólo nos enseñó a leer, sino que le dio a la lectura un nuevo significado y una nueva promesa”.

En Cada vez única, el fin del mundo, una recopilación personal de textos sobre sus colegas y amigos muertos, Derrida dice que “la muerte proclama cada vez el final del mundo en su totalidad, el final de todo mundo posible, y cada vez el final del mundo como totalidad única, por lo tanto irreemplazable y por lo tanto infinita”. En últimas, quizás lo que nos quiere decir Derrida sobre la muerte es que los vivos somos los responsables de llevar a los otros y a sus mundos con nosotros: tenemos que llevarlos en nosotros mismos en un diálogo que dure toda la vida. Derrida nos dejó una gran obra y una gran vida, por lo que hoy no queda más que estar agradecidos y decirle a él, como dijo Paul Celan en uno de sus versos, “el mundo se ha ido, yo tengo que llevarte”.

 

* Estudiante de filosofía y derecho de la Universidad de los Andes.

 

rengifo04@gmail.com

Por José Fernando Rengifo*

 

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