El Magazín Cultural

Jasunary Kawabata: entre el budismo zen y la modernidad occidental

El pasado 16 de abril se cumplieron 45 años del suicidio de este escritor japonés, premio Nóbel de literatura en 1968, y caracterizado por su tono melancólico.

Jairo Ramírez Bohórquez
21 de abril de 2017 - 08:58 p. m.
Yasunari Kawabata, autor, entre otros libros, de El sonido de la montaña y Lo bello y lo triste. / Archivo
Yasunari Kawabata, autor, entre otros libros, de El sonido de la montaña y Lo bello y lo triste. / Archivo

“La palabra me salvó del desastre absoluto”, creo que dijo alguna vez Yasunari Kawabata, en un tono de gratitud que apenas si podrían entender los escritores, esos bichos de su misma especie. Y debió ser demasiado efectivo este antídoto contra todos los vacíos que asediaron a Kawabata desde su infancia, pues la palabra se convirtió en su único confidente una vez decidió ser escritor. No hay duda de que fue la palabra su fiel compañera, al quedar solo en este mundo después de la muerte de sus padres, abuelos y hermana. Era lógico que a los quince años un niño introvertido —criado por una abuela sobreprotectora—, tenía que buscar refugio en algo acorde con su personalidad solitaria y su debilidad física. Y ese refugio tenía que estar en los libros. Primero en la palabra leída, y después en la palabra escrita que desbocaría en esa obra extraordinaria iniciada a los veintiséis años con La bailarina de Izu.

La soledad a la que se enfrentó Kawabata sin haber tenido aún la oportunidad de conocer por lo menos un poco del mundo, quizá le desencadenó otro sufrimiento que él convirtió en una ventaja: su insomnio crónico. Cada tarde, a medida que el día se iba oscureciendo, empezaba la desazón para este hombre solitario que no podía dormir como los demás mortales. Al sobrepasar la media noche, esa desazón se convertía en desespero cuando, al mirar hacia la calle desde su habitación, aquel joven desvelado observaba las luces apagadas en las casas de los vecinos, que dormían plácidamente.

Entonces lo abrumaba una total orfandad, parecida a lo que debe ser la cercanía de la muerte. Y no podía ser para menos, pues alguien que haya experimentado la horrible experiencia de no dormir durante varios días, sabe que pasar la noche en blanco deja a las personas con la mirada quieta, igual que les ocurre a esos muertos que en el último suspiro de su vida quedan con los ojos abiertos hasta las cejas. Sin embargo, como el silencio de la noche es casi siempre el mejor amigo para un escritor, también lo fue para el prolífico Yasunari Kawabata, pues convirtió la escritura en el mejor somnífero para no desfallecer ante el insomnio. Quizá en los momentos en que se resistió a los barbitúricos, Kawabata dejó que su potencia creadora no solo desencadenara la literatura que hoy nos deleita, sino que esa horrible disfunción orgánica le ayudó a inspirar historias magistrales.

Pensemos, por ejemplo, en La casa de las bellas durmientes. Esta obra casi perfecta pudo brotar de muchas fuentes (dice Vargas Llosa que del relato bíblico sobre el rey David, ya entrado en años), pero cuando se piensa en esa atmósfera nocturna que rodea al viejo Eguchi mientras se dedica hasta el amanecer a contemplar la belleza de aquellas jóvenes semidesnudas, queda entonces la sensación de que el anciano acudía a la casa “encantada” no solo para dar rienda suelta a sus aventuras pseudosexuales, sino también para sobrellevar un insomnio crónico que acentuaba las tribulaciones propias de su vejez.

Si bien este personaje, Eguchi, tenía esposa e incluso tres hijas y varios nietos, no hay duda de que su soledad era comparable a la orfandad eterna que debió enfrentar Kawabata al haber muerto toda su familia. Es curioso que la llamada escuela sensacionista de la cual hizo parte el premio Nobel japonés rompiera con la novela autobiográfica, y, sin embargo, la obra de Jasunari Kawabata esté cargada de autobiografía como si en cada página hubiera descargado alma y cuerpo a la vez.

Nada con más vigor personal que las novelas de este escritor melancólico, atrapado en medio de la necesidad de expresar sus propias emociones, sobre todo en su relación con las mujeres. La fijación por la belleza y la sensualidad, son parte del ADN literario de este narrador fuera de serie que se debatía en la incertidumbre de sus sentimientos: algunos biógrafos hablan hasta de una especie de pansexualidad en Kawabata, que tal vez reflejó en los personajes de sus historias. Solo baste pensar en Otoko, la protagonista de Lo bello y lo triste, quien además de mostrar aún vivos los sentimientos hacia el hombre que fue su gran amor y también su perdición, al mismo tiempo disfruta de una relación homosexual ardorosa con una jovencita algo desquiciada.

Pero más allá de ese posible vaivén en que, por momentos, se debatían los sentimientos del joven Kawabata, parece claro que la búsqueda tan desaforada de la belleza y del amor no solo en su vida sino en su literatura, pudo obedecer a la conciencia temprana de que el tiempo de la vida puede no ser suficiente para encontrarlos y disfrutarlos, porque son inasibles, tan esquivos como un pez. A sus tres años, cuando apenas caminaba con sus piernas aún temblorosas, se quedó sin descendencia. Y tales frustraciones no debieron pasar por un lado, sin que afectaran la personalidad solitaria e insegura de Kawabata e hicieran más difícil la relación con su entorno social y sexual.

Al auscultar la sensibilidad literaria de un autor tan visceral como Yasunari Kawabata, es preciso reflexionar sobre la importancia que tienen las raíces culturales en el oficio de un escritor. La potencia creadora puede oler a Haiku, a flores de cerezo, a nieve, a hierbas; puede cantar el cuclillo; puede oler a mar; puede sentir el vaivén del bambú al son de una borrasca y extasiarse con el Monte Fuji, con la luna y con los bosques de Kyoto, todo lleno de vida y poesía en las novelas de Kawabata. Pero, de la misma manera, puede oler a juglar vallenato, a costa Caribe, a vendaval, a ceiba, a banano, puede hacer cantar al gallo del coronel en el calor sofocante de las dos de la tarde en Macondo, y hasta revivir el ambiente primitivo y natural de la Sierra Nevada; todo tan sentido y vuelto a sentir en las novelas de García Márquez.

En fin, la imaginación y la inventiva no son posibles si la escritura no se alimenta de la propia sangre del escritor, de sus comidas, de sus ropas, de los dichos, de los mitos, del mundo que lo vio nacer aunque al final no sea el mismo mundo que lo vea morir. Kawabata no viajó tanto por el mundo como García Márquez, pero devoró literatura occidental hasta saciarse, tal vez buscando otros olores que impregnaran sus novelas. Fueron Joyce, Kafka, Virginia Woolf y Marcel Proust, autores occidentales cuyas obras convivieron con Kawabata en su habitación mostrándole otras formas de ver la vida.

Estas exploraciones coincidieron con la inserción de la cultura occidental en la vida japonesa, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. De ahí esas temáticas conflictivas aparentemente venidas de la modernidad occidental que influyeron la literatura más reciente del Japón, como la soledad, el individualismo y el existencialismo, de cierta manera aplacadas con ese amor atávico de los japoneses hacia la naturaleza y que tiene que ver con el espíritu contemplativo del budismo zen.

Por ello, en la tradición japonesa las manifestaciones de gratitud y admiración hacia la naturaleza, son similares o superiores a los sentimientos que se expresan a los seres humanos. Es la razón por la que en la obra de Kawabata cada árbol, los colores de una flor, el rocío, los musgos, la nieve, la luna, no sean simples adornos descriptivos para ambientar una atmósfera, sino que son protagonistas de primer orden porque están casi adheridos a la vida de los personajes. En Lo bello y lo triste, por ejemplo, pueden apreciarse dulces pinceladas sobre la naturaleza, que muestran la embriaguez de Kawabata con el paisaje japonés, estimulado, no cabe duda, por su vieja afición a la pintura:

“…En cambio la impresionaron las gotas de lluvia que centelleaban en los pinos del sendero que cruzaba el parque del templo. Otoko le hizo advertir que cada aguja parecía un tallo de flor, con una gotita en su extremo; los árboles parecían cubiertos por flores de rocío. Era la sutil floración de la lluvia de primavera; una floración que casi todos pasaban por alto. Los arces y otros árboles también ostentaban gotas de lluvia en sus tiernas yemas”.

Por eso la insistencia en el parangón con el Nobel colombiano, que deambuló por la Europa de la guerra fría, por los países socialistas, y hasta por el Lejano Oriente, pero quien jamás abandonó sus raíces: “Nunca, en ninguna circunstancia, he olvidado que en la verdad de mi alma no soy nadie ni seré nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca”, dijo García Márquez como para remarcar sus raíces y el origen de su literatura. Ambos —Kawabata y García Márquez— aprendieron de otras culturas y hasta leyeron los mismos escritores occidentales pero, aun así, sus obras más importantes están impregnadas de sus propias raíces, incluso de las raíces más primitivas. Es, en fin, la supremacía de la identidad sobre lo confuso e indefinido, que en literatura puede significar empatía o indiferencia hacia la obra de un escritor.

Por eso, el vigor de la obra de Kawabata está en la cohesión que logró entre lo tradicional y propio, armonizados con las sensibilidades que son comunes a todos los seres humanos. Hablemos solo de una, de la sensualidad, esa fuerza que hace vibrar la existencia a cada instante. La sensualidad toca a los seres humanos sin importar dónde ni cómo vivan, de qué se alimenten, o si son de tal o cual raza. Por eso nos conmueve cada escena en La casa de las bellas durmientes, ese erotismo tensionante que despiertan las jóvenes prostitutas después de las once de la noche. Por eso sentimos cada roce de los cuerpos entre Otoko y Keiko en Lo bello y lo triste, al igual que lo hacemos en Cien años de soledad, cuando José Arcadio le toca a Rebeca los tobillos con la yema de los dedos, y después cuando le pone las manos sobre los muslos y ella se deja llevar por una lascivia incontrolable.

La muerte y el vacío

A los occidentales nos cuesta demasiado trabajo entender las aparentes contradicciones de una cultura tan lejana y desconocida como la japonesa, en donde nadie desea tener problemas; los eluden a cada instante pensando en obrar de manera correcta, fieles al budismo zen. Y sin embargo, cuando sobrevienen los problemas y el sufrimiento, no se convierten en obstáculos para la vida porque son considerados parte de la vida misma. Por ejemplo, para los japoneses la muerte no implica una tragedia sino la aceptación consciente de que la existencia humana es transitoria. Puede nacerse y morir al instante, o puede vivirse noventa años, pero el desenlace siempre se espera con estoicismo.

Cuando leemos las novelas de Jasunari Kawabata, vemos a unos personajes abrumados por mil dificultades, nada diferentes a las de cualquier persona en cualquier país del mundo, sea budista, cristiano, judío o musulmán. Los vemos odiar y amar como nosotros, sentir placer o abatirse como nosotros; hacer el sexo con la misma o mayor intensidad que lo hacemos nosotros; se extasían como nosotros ante la belleza de las mujeres y la naturaleza; en fin, gozan de la juventud y padecen la vejez al igual que cualquier ser humano.

Por todo ello, el apabullado Eguchi de La casa de las bellas durmientes, bien podría ser un anciano colombiano o brasileño o norteamericano, desolado por su decrepitud; sin embargo, este viejo solitario creado por Kawabata quizá sentía una mayor resignación ante la fragilidad de la vida, porque para un japonés nada en este mundo permanece. Es la visión de vacío propia del budismo zen: nada se tiene, por lo tanto nada hay que ganar y nada hay que perder; nada hay que dar y nada que recibir; es decir, nada hay que esperar de la vida, porque todo está ahí y, por lo tanto, todo es posible. Tal forma de ver la existencia parece demasiado confusa para nosotros en Occidente, que todo lo racionalizamos.

Como también es confusa la reconocida tendencia de los japoneses al suicidio. Entonces, ¿dónde queda la meditación zen?, ¿dónde ese vaciamiento del espíritu para llenarlo con nuevas sensaciones? He aquí la contradicción. Aunque, en realidad, se dice que la tendencia al suicidio en el Japón es solo un mito, pues en países como Suecia y Dinamarca las personas son más proclives a quitarse la vida. Vale la pena preguntarnos: ¿cuál es la diferencia entre un suicida japonés y un suicida occidental? ¿Allá es un honor estético y en Occidente una vulgar enfermedad psicosocial? ¿Cuál es la diferencia entre ahorcarse en el bosque de Aokigahara, bajo el monte Fuji, o saltar desde el puente Golden Gate en San Francisco? Aparentemente ninguna.

Hoy el valor heroico del suicidio en el Japón parece extinguido, y solo pervive en la nostalgia de quienes ven el harakiri como la identidad misma de una cultura con infinidad de valores ya perdidos. Por estos tiempos, un suicidio en Japón tiene el mismo significado que uno en Suecia, en España o en Colombia: “Vine aquí porque nunca me pasó nada bueno en la vida”, escribió una joven japonesa sobre un árbol del bosque Aokigahara, antes de quitarse la vida. El tono de su postrera nota tiene el vacío y la angustia existencial de un nihilista occidental, no el heroísmo estético de Yukio Mishima ni el de sus ancestros, o el de aquellos monjes budistas que se incineraron vivos durante la guerra del Vietnam, exasperados ante el indolente poder del invasor.

Pero lo que sí es cierto es que en la literatura japonesa este fenómeno ha estado presente en cuerpo y alma, por lo menos de una manera sugerida. Y, justamente Kawabata —suicida inseguro pero latente— siempre mantuvo acosados a los personajes de sus novelas con la idea de que se quitaran la vida. Eguchi, el anciano de Las bellas durmientes, fue uno de ellos. En sus evocaciones estimuladas por la belleza inaccesible de aquellas doncellas dormidas, el viejo recuerda su propia juventud, cuando le propuso a una de sus amantes un doble suicidio; un suicidio solidario, diría yo.

O cuando amenaza a la proxeneta de la casa “encantada” con quitarse la vida y llevarse consigo la vida de una de las prostitutas. Y ni qué decir de lo que Kawabata hizo con su personaje Otoko, en Lo bello y lo triste, cuando le dio una sobredosis de píldoras en una clara intención literaria por dramatizar aún más la crisis de la mujer enajenada de amor. Incluso en el caso de Keiko, la amante homosexual de Otoko, cuando sin aspavientos la puso a decir: “No temo al suicidio. Lo peor que puede ocurrir es que uno se harte de la vida”.

 

Por Jairo Ramírez Bohórquez

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