El Magazín Cultural

Jericó: un encuentro con el pasado

¿Para qué contar ocho historias de mujeres ancianas de un pueblo de Antioquia? Catalina Mesa, directora de cine, lo responde a través de “Jericó: el infinito vuelo de los días”.

Camila Builes
14 de noviembre de 2016 - 02:00 a. m.
“Jericó: el infinito vuelo de los días” se grabó a dos cámaras en las casas de las ocho protagonistas del documental. /Cortesía
“Jericó: el infinito vuelo de los días” se grabó a dos cámaras en las casas de las ocho protagonistas del documental. /Cortesía

Le dije que no quería ir. Le grité mientras ella bajaba las escaleras que estaba cansada de hacer el mismo plan todos los sábados. Me encerré en mi cuarto esperando a que ella volviera y, como de costumbre, me sacara del tedio de la adolescencia y me obligara a acompañarla. No volvió, sin embargo.

Dos veces al mes mi abuela me pedía que la acompañara a Jericó, un pueblo que duerme a los pies de las montañas del suroeste antioqueño. Iba a visitar a una prima de la prima de la prima y a cumplir una promesa. El camino era largo: desde Rionegro hasta Medellín una hora en un bus y desde Medellín hasta Jericó dos horas y media —si nos iba bien— en otro. Cuando llegábamos al pueblo me daba un bombón de coco y me dejaba descansar en el parque unos minutos. Se quedaba mirándome como un animal asustado: viéndome crecer y con eso una amenaza para ella. Para mí. Para nosotras.

La belleza de Jericó me dolía. Las calles empedradas y las paredes coloridas me saltaban como recordatorio de que una vida mejor nace detrás de los edificios. En el aire siempre había un olor dulzón. De las esquinas venía un murmullo de mujeres rezando el rosario, cantando alabanzas. Las iglesias siempre estaban medio llenas: 19 templos para 7.000 habitantes en la zona urbana. Todo el día se rezaba.

El día que mi abuela no volvió por mí fue el día que dejé de ir a Jericó. Ella nunca mencionó una palabra acerca del incidente. No me reclamó —nunca lo ha hecho—. Dejó que pasara y que se volviera para mí una herida, una deuda con ella.

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Catalina Mesa conoció la historia de Jericó a través de su tía Ruth. Una de las reinas del pueblo se encargó de pasarle a su familia sus anécdotas y sus relatos. “Ella fue la última generación de mi familia que tuvo esa conexión con el campo. Hace siete años mi tía abuela Ruth Mesa se enfermó y yo decidí comenzar a grabarla, porque toda la vida ella nos había contado historias de su infancia muy lindas, muy coloridas. Me dio mucho miedo que todo eso desapareciera y por eso la comencé a filmar”. Tarde tras tarde, Mesa encaramaba en una silla su cámara y grababa a su tía Ruth. Le preguntó por esas historias que Ruth había repetido tantas veces que ya parecían leyendas. Le contó todo. Su presencia y sus historias eran el latido y el ritmo del corazón de la familia Mesa.

“Yo soñé ser santa. Santa mártir. Monja nunca soñé ser, no, no me imaginé de monja. Casada era muy cuestionable. Lo que yo pensaba cuando estaba chiquita era que todos los señores eran muy bravos y todas las mamás muy gordas. Uno creció con esa idea de que lo mejor que le podía pasar era ser santo. ¿Me entendés?”, dice Ruth Mesa en una de las grabaciones que le hizo su sobrina.

Después de todas las grabaciones y de la muerte de su tía, Mesa continuó. Estudió en la Escuela Gobelins de París ciclos de fotografía, video y edición; en La Fémis, Escuela Nacional de Cinematografía de Francia y en la Universidad de California. Sin embargo, “nada volvió a ser igual”.

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Jericó, 20 de julio de 2014

“Hoy me instalé en Jericó. Después del almuerzo, Amalia y yo cargamos el carro que Premex me prestó con cobijas, vajilla, cubiertos y hornito, todo el ajuar que le hacía falta a la casa que alquilé. Ayer había traído todo de Medellín: mi equipo, el computador, cámaras, etc. Estoy feliz, y aunque no sé lo que esta aventura me depara, siento que estoy donde debo estar”.

París, 11 de julio de 2016

Inspirada por la valentía y la generosidad de los personajes del filme en abrir sus espacios íntimos y compartir sus historias, tengo la osadía de compartirles algunos textos que escribí en mis libros de trabajo a lo largo de esta aventura. A estos pequeños escritos los llamaré “Diario de vuelo”.

Me gustan los libros de trabajo grandes y generosos. Donde todo cabe: las ideas, los sueños, las listas de quehaceres, los encuentros, la poesía, los accidentes, las etapas técnicas, los mapas mentales, los presupuestos, la lista del mercado, las revelaciones sabias del cotidiano, lo que aprendo de los otros, los desencantos, las maravillas, lo que ya está claro, lo que está a media luz, y lo invisible que todavía se cocina dentro. Frutos que parecen quietos pero que en realidad maduran a un ritmo misterioso.

Uno de los mantras de este trabajo lo leí en un libro de Mathieu Ricard antes de llegar a Jericó: “Rien a Perdre, rien a gagner, tout a donner”, “Nada por perder, nada por ganar, todo para dar”, y doña Chila muy sabiamente dice: “Lo que es, es”. Así los pequeños textos que iré publicando son instantes que tejen este proceso de cocreación con la vida y son la respiración del infinito vuelo de los días.

Escribió Catalina Mesa cuando comenzó la grabación de Jericó: El infinito vuelo de los días. Un documental que retrata la historia de ocho mujeres jericoneanas. La pieza está inspirada en su tía Ruth, quien detrás de las historias le mostró el espíritu femenino de su pueblo natal. “El infinito vuelo de los días es un itinerario, un tejido de colores, presencias, palabras y musicalidad que rinde tributo, celebra y contempla la belleza de ese espíritu, que en mi familia encarnó mi tía Ruth, y que Chila, Luz, Celina, Fabiola, Lycinia, Ana Luisa, Elvira, Manuela y Laura también lo hacen como muchas otras mujeres en sus familias. Por eso este vuelo nos pertenece a todos, es un canto de amor, una celebración y un tributo a la intimidad, autenticidad y belleza de nuestro espíritu femenino”.

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“Vea, mija, desde la edad de 7 años yo me apasioné por la cocina. A mí nunca me dieron una muñeca para yo jugar de niña. Me apasioné mucho por el aluminio y por tratar de tener todo aseado. Mi mamá nunca se puso en el trabajo de decir: ‘Vea, Luz, haga esto así’, sino que a mí simplemente me nacía del corazón. Yo nací pa eso. Yo nací pa brillar ollas. Como soy negra he querido ser brilladora de metal”. Lucía está en medio de la leña y el carbón de la cocina. Detrás de ella hay una pila de ollas resplandecientes. Es una de las escenas del documental que goza de una fotografía exquisita, un poema a los paisajes de Jericó. Luz es una de las protagonistas.

Catalina Mesa cuenta la historia de Miss Laura, una mujer de 102 años que fue la primera de la región en vestir unos jeans, la primera que manejó un carro, la primera que dijo: “La mejor forma de gastar la platica es viajando por el mundo”. La violencia que impregna a todo el país apenas aparece de refilón en el testimonio de otra de las protagonistas, quien tuvo que dejar su casa y sufrió el peor de los dolores: la desaparición de un hijo por la guerrilla. La historia de Chila, la propietaria de uno de los almacenes de ropa más famosos en el pueblo y quien encanta a todos con su voz, con su espíritu. La profesora de todas las generaciones de jericonianos. La coleccionista de santos.

Las ocho mujeres del documental tienen, cada una, sus reliquias. Sus historias. Cuando las conocí estaban entrando al teatro donde proyectaron el documental. Elegantes, radiantes. El pueblo las celebraba y lo recordé. Me sumí en el perfume que inundaba el lugar. No era un perfume: era el aroma que tienen los vestidos y las medias y las cajitas de música y los polvos de maquillaje —y las cajas con fotos y los rosarios de primera comunión y las imágenes de yeso de la Virgen Niña— cuando se los guarda en un ropero antiguo de madera oscura, de tres puertas, con espejo al medio, estilo Chipendale, en cuyos estantes se disponen pequeñas bolsas de tul repletas de lavanda, cerradas con un lazo de color violeta, y que se limpia cada tanto con cera para muebles marca Suiza y una franela de color naranja: el aroma de mi abuela. El aroma de su casa con Fabuloso y pisos de baldosas blancas que ella recorría llevando —llevándome— chocolate con leche y buñuelos recién hechos.

No volví a Jericó hasta ese día. Volví sin ella, sin mi abuela. Me pregunté para qué sirve el cine, para qué contar historias tan locales como las que contó Catalina Mesa. Para eso, creo, para recordar que uno es de esos lugares que son personas. Para decirle a mi abuela: “Aquí está lo que alguna vez fue tuyo: tus cosas, yo”.

*Jericó: El infinito vuelo de los días se estrena en salas nacionales el próximo 17 de noviembre. 

Por Camila Builes

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