El Magazín Cultural

La casa cultural Das Haus y la magia de ser elegido

El libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. Por eso cada miércoles, de 6:30 p.m. a 9:00 p.m., existe la posibilidad de intercambiar ese instrumento asombroso en la casa cultural Das Haus de Bogotá.

Laura Tatiana Peláez Vanegas
18 de septiembre de 2017 - 02:00 a. m.
Ilustración de Brett Manning
Ilustración de Brett Manning

Siempre he recibido la propuesta de un intercambio, de cualquier cosa, con desconfianza. Un intercambio implica el trueque entre algo a lo que le damos valor —de uso, pero, en este caso específico, de cambio— por otra cosa que debe satisfacer la misma necesidad y que por lo tanto debe ser equivalente a la “mercancía” que entregamos. Sin embargo, desde muy pequeña aprendí que en este tipo de interacciones hay que ser sagaz e ir más adelante para no salir decepcionada y frustrada con lo que se recibe.

Recuerdo que cuando estaba en la primaria, una compañera me pidió que le cambiara la sorpresa de su huevito Kínder por la mía. Argumentó que el juguetito que, por cosas del azar y la vida, yo tenía en mis manos lo debía tener ella porque ya en una ocasión lo había perdido, y no podía creer que a mí, a su compañera de puesto, del salón, le hubiese salido precisamente la sorpresa que ella había extraviado. Ante ese argumento tan conmovedor decidí entregarle mi huevito a cambio de lo que ella me ofrecía, su Kínder Sorpresa y al abrirlo me di cuenta de que estaba vacío. Puedo decir que a los ocho años conocí lo que es la decepción.

Lo anterior me llevó a comprender que cada vez que se hace un intercambio hay que sacar el ser racional que uno lleva adentro, hacer el cálculo costo-beneficio y, si el costo es mayor, la cuestión es simple: no vale la pena entregar ese objeto que uno tanto quiere. Sin embargo, el mundo es un sistema complejo y, por ende, en la mayoría de los casos uno no tiene certeza sobre el resultado de ese cálculo. Entonces, es esa incertidumbre en el accionar del otro lo que genera la desconfianza, la desconfianza de que la otra persona sea como Giselle, mi compañerita de primaria.

Después de una que otra experiencia decepcionante con los intercambios, apareció una oportunidad de dejarme sorprender por la vida, el destino o la buena voluntad de las personas: un intercambio de libros y vinilos en Das Haus, una casa cultural ubicada en la carrera 4ª Nº 53-15 de Bogotá.

Me entusiasmé mucho con el evento porque presentaba la posibilidad de intercambiar un libro por un vinilo, es decir, literatura por música, o al revés. Además de lo anterior, Das Haus ofrecía acompañar todo el proceso con un par de cervezas artesanales, lo cual, admito, fue lo más llamativo, pues soy de esas personas a quienes las despedidas no se les dan muy bien.

Debo confesar que me da duro dejar atrás un libro. Siempre he creído que los libros son los que nos eligen y no nosotros a ellos. De cierta manera, cuando decidí ir a Das Haus sentía que estaba abandonando un instrumento que me mostró otra manera de pensar, una historia u otro universo. También sentía que podía estar despidiéndome de un libro sin que él hubiera terminado de enseñarme lo que tenía.

El proceso para escoger al pobre que abandonaría en Das Haus no fue fácil. Tengo que decir que gracias a este evento entendí que yo debía ser causa de la desconfianza de otra persona por actuar, o al menos pensar, como Giselle, ya que lo primero que vino a mi cabeza fue “tengo que revisar la biblioteca de la casa para encontrar un libro de autoayuda o algún manual para llevar a mi intercambio”. Descubrí que esperaba encontrarme con un tesoro sin siquiera estar dispuesta a hacer un sacrificio, a entregar algo que yo quisiera mucho, un libro al que le diera todo el valor de uso posible porque satisfizo mi necesidad de aprender, mi curiosidad, o incluso porque calmó o encendió mis más profundos miedos y pesares. Fue ahí donde todo el proceso se complejizó.

El primer libro que vino a mi cabeza fue La isla bajo el mar, de Isabel Allende, pero no, ¿cómo pude concebir desprenderme de Zarité y Gambo, del creole, de Saint Domingue? Volví a dejar el libro donde estaba. Después pensé en llevar el último libro que me robó el corazón: Otras maneras de usar la boca, de la poeta hindú Rupi Kaur. No pasaron muchos segundos para que de nuevo lo volviera a dejar en su lugar. Así, repasé un montón de libros e incluso redescubrí otros que ya ni recordaba que estaban en la biblioteca o que sólo había leído una vez y tampoco tenía en mi cabeza las historias que me habían contado. Llegó un punto en el que pensé en llevar libros muy académicos o alguna revista universitaria, pero de nuevo me sentí moralmente inferior sólo por pensarlo. De pronto, entre los libros que estaba mirando me encontré con unas copias de Literatura Latinoamericana y lo primero que leí fue la definición más bella que se haya hecho sobre un libro: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”.

Tomé ese mensaje de Borges como una señal divina y decidí agradecérselo llevando El libro de arena. Las cervezas artesanales hicieron su efecto y muy relajada me despedí del libro dejándolo sobre el estante; unos minutos después ya se lo habían llevado, el libro ya había elegido a su lector. Luego, yo reclamé el ticket para obtener mi recompensa y me encontré con un viejo amigo, Reminiscencias de Santafé de Bogotá, de José María Cordovez Moure, y entendí que tal vez ahora debía releer y ver a mi ciudad natal a través de otros ojos.

Después de todo, la lección más valiosa que me dejó el ejercicio fue aceptar que no hay nada más maravilloso que un nuevo lector encienda su universo a través de la lectura. Entendí también la importancia de entregar y arriesgarse, dejando en un segundo plano el temor de la frustración por no obtener lo que creemos merecer, pues, al final, el momento más bonito no fue cuando me encontré el libro de Cordovez Moure, sino cuando comprendí que mi libro ya estaba en las manos de otra persona y que ya cobraría un significado diferente, pero igual de valioso en otra lectura.

Por Laura Tatiana Peláez Vanegas

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