El Magazín Cultural

La educación no sirve para nada

Hace unos meses recibí una llamada de Pedro Medina, “empresario, educador, catalizador” (como él se autodefine) y exalumno del mismo colegio en el que yo estudié/padecí hace muchos años: el San Carlos, de Bogotá.

Álvaro Restrepo*
01 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.
La educación no sirve para nada

“Educar no es llenar un recipiente: educar es encender un fuego”,

Voltaire

Hace unos meses recibí una llamada de Pedro Medina, “empresario, educador, catalizador” (como él se autodefine) y exalumno del mismo colegio en el que yo estudié/padecí hace muchos años: el San Carlos, de Bogotá.

Pedro es un personaje muy particular: fue quien introdujo en Colombia la polémica franquicia de McDonald's, la cual lideró —con mucho éxito— durante siete años y es además profesor universitario en temas de emprendimiento, con muchos títulos a cuestas. Dirige también una fundación llamada Yo Creo en Colombia. Pedro, a quien no conocía personalmente, es un motor de optimismo y de ideas a toda velocidad: alguna vez le oí una charla en un congreso de la Andi y confieso que me costó seguirle el ritmo. Es, además, vicepresidente de la Asociación de Exalumnos del San Carlos. Fue esta la razón por la que me buscó.

En 2007, escribí una larga y dolorosa crónica sobre los once años que pasé en el San Carlos: Llora et Labora (Memorias de la carne). Fue publicada en este diario y en la desaparecida revista Número. Un texto que escribí con sangre y lágrimas y que, por lo mismo, tuvo un gran impacto: me valió el Premio Simón Bolívar de Periodismo de ese año y me sirvió como catarsis y exorcismo.

En ella relaté —año a año— las desventuras, ordalías (abusos físicos y psicológicos) que padecí en este prestigioso centro de adiestramiento para chicos sobresalientes de la clase alta: el presidente Santos; el expresidente Pastrana; el vice Pacho Santos; el presidente del BID, Luis Alberto Moreno; el rector de la Universidad de los Andes, Pablo Navas, para nombrar sólo unos pocos que forman parte de esta pléyade de exitosos personajes.

En mi caso, siempre me supe “en el lugar equivocado”, pero tuvieron que pasar once años hasta que logré acopiar el valor necesario para girar sobre mis talones y emprender el camino hacia el Liceo Boston, el colegio que me salvó la vida, en un momento en el que ya habían logrado convencerme en el San Carlos de que era un bueno para nada.

El artículo cayó como una bomba atómica, justo cuando el colegio cumplía 45 años de fundado y recibía el rector la Cruz de Boyacá. Mi intención no había sido aguarles la fiesta. Sin embargo, consideré que era importante que una voz disonara, en medio de la unanimidad de los elogios y los aplausos, para dar su versión de lo que habían sido sus días en este extraño y, para mí, nefasto lugar.

Lo más interesante y revelador que ocurrió luego de la publicación del texto fueron las variadas y enconadas reacciones que llegaron a los buzones de El Espectador, Número y al mío propio: excondiscípulos, profesores, escritores, periodistas, jóvenes alumnos del San Carlos y gente del común escribieron interesantes y polémicas reflexiones. Algunos exalumnos me insultaron y me tildaron de débil mental; otros se solidarizaron conmigo y agradecieron mi valentía: incluso algunos manifestaron que mi relato era un pálido reflejo de lo que ellos habían vivido o estaban viviendo. Por su parte, el colegio optó por un silencio total. Yo me esperaba —y casi que lo deseaba— una demanda penal por injuria y calumnia, que sirviera para ventilar y profundizar, en un debate serio, mis denuncias, pero al parecer la decisión fue “pasar de agache” —deje así— y esperar a que la marea se asentara por sí sola.

Unos años más tarde, el padre Francis Wheri, rector durante más de 40 años, declaró en una entrevista a la revista Semana, al dejar su cargo, que el momento más difícil de su carrera había tenido que ver con mi caso: un artista desadaptado y talentoso con el que el colegio no había sabido lidiar. En esta entrevista reconoció que mi fracaso en el San Carlos había sido también un fracaso de la institución.

Pero regresemos a Pedro Medina y a la Asociación de Exalumnos: una racha reciente de suicidios y de depresiones profundas de exalumnos del San Carlos había prendido todas las alarmas. Pedro quería tener mi opinión. Había leído mi crónica y se había identificado profundamente con ella. En una conversación reciente que él había sostenido con el mismo padre Francis sobre esta crisis, el exrector reconoció con preocupación que, en efecto, el colegio preparaba muy bien a sus alumnos para el éxito, pero no para el fracaso o, simplemente, para ser un ciudadano/profesional promedio, anónimo o incluso mediocre. Recuerdo que, mientras yo formaba parte de sus huestes, el mensaje muy claro era que el mundo se dividía en dos tipos de “jombres”: una clasificación muy norteamericana... y muy acorde con la sensibilidad trumpiana de hoy: winners (ganadores) y loosers (perdedores). El éxito, y sobre todo el éxito económico, como único rasero con el que se medían y se miden los logros.

Con mucha frecuencia sostengo que mi decisión de fundar El Colegio del Cuerpo fue un acto de resiliencia, una manera amorosa de ajustar cuentas con mi propio proceso educativo y con la educación en general. En los últimos tiempos me he dedicado a dar conferencias sobre lo que yo considero que debe ser el fin primero y último de la educación: ayudarnos a descubrir quiénes somos y para qué diablos llegamos a este mundo. Estoy convencido de que la educación no sirve para nada —¡absolutamente para nada!— si no nos ayuda, en este descubrimiento, a encontrar nuestra misión, a potenciar nuestros talentos y nuestros dones (¡todos somos genios para algo!) y a ser tan felices como humanamente podamos en medio de este mundo despiadado y prodigioso a la vez.

Si la educación no nos fortalece y no nos revela nuestra vocación (nuestra voz interior) y no nos ayuda a erradicar la frustración y el miedo al fracaso, ¡de qué coños sirve la educación! Ni las pruebas Pisa ni las pruebas Saber ni el Icfes ni... pueden medir nuestro grado de realización y de plenitud cuando hacemos y somos lo que amamos. Esa es la nueva noción de riqueza y de éxito que debe inculcarnos la buena educación. “Trabajar en lo que a uno le gusta y sólo en eso”, no me canso de repetir la sentencia y fórmula mágica de Gabo para la felicidad.

Matemáticas, ciencias y lenguaje son los tres ejes sobre los que está basada hoy la educación (eminentemente racionalista y cuadriculada) que estamos impartiendo y midiendo: las artes, la creatividad, la intuición, la imaginación, la percepción son consideradas dimensiones menores, prescindibles y accesorias. Estamos preocupados —obsesionados— por los indicadores cuantitativos de una educación que sólo se preocupa por desarrollar un hemisferio y un solo tipo de inteligencia, como si nuestra mente estuviera confinada en nuestro pobre cerebro, como si nuestro cuerpo todo (físico, mental, espiritual) no fuera canal y vehículo para in-corporar el conocimiento como un todo. Cuando hoy se habla de formar un “niño completo”, estamos hablando de un ser sentipensante —palabra hoy de moda— que maneja además “conceptos y perceptos”, según el filosofo Gilles Deleuze.

¿Están el éxito, el fracaso, la realización o la frustración ligados a una educación miope que únicamente contempla y respeta a un solo tipo de ser humano? La inteligencia racional (ligada a las matemáticas y a las ciencias, consideradas estas como las materias serias y duras —viriles— del currículo) se impone frente a la inteligencia sensible (aquella ligada a las artes, a la imaginación creadora, relacionada esta a su vez con las materias “costura” —afeminadas— del currículo).

En mi época sancarlista, las carreras artísticas estaban reservadas para las mujeres y los maricas. Las ingenierías y ciencias duras, para los duros, ¡los berracos!

La educación para el éxito, para la que el colegio San Carlos era y es tan exitoso, seguramente, no está dando respuestas a esos seres que buscan otras nociones de realización, de felicidad y autorrespeto: riqueza verdadera, plenitud. Es muy probable que, si yo no hubiera tenido el valor y la clarividencia a mis 17 años para darme otra oportunidad sobre la tierra, sería hoy uno de esos tristes casos sobre los que Pedro Medina vino a hablar conmigo, con auténtica preocupación y compasión.

•Director El Colegio del CuerpoEspecial para El Espectador.

Por Álvaro Restrepo*

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