Un tutu para el viaje
Juan Camilo Rincón
Esa noche Obregón le llevó sus últimos bocetos. Se conocían desde hacía tantos años que a Cepeda no le dio pena recibirlo en piyama; en la sala, el pintor dejó sus trazos sobre la mesa. Vio a su amigo casi deshecho; una atroz enfermedad lo venía desmoronando, como en pequeñas migas. La piel ajada, los labios agrietados, el caminar dificultoso. Aun así, no dejaba aquella alegría y vitalidad de la juventud -de sus días con Gabo en La Cueva, cuando se conocieron, y la tos todavía no llegaba a opacarle el ánimo. “¡Por fin los garabatos para mis cuentos!”, dijo Cepeda mientras los ojeaba con deleite.
— No son pa ti; son pa Juana —replicó el español—. Pa ti es esto que me dio un arhuaco a ver si te mejoras… que las pastas no te están sirviendo pa mucho. Le llaman tutu pero es una mochila.
— No la dejes ahí; ven y me la pongo para que me acompañe por la casa. ¿Y cómo me va ayudar esta vaina?
— Eso no lo sé; hasta ahí no entendí… pero la vi y pensé en ti.
Se quedaron un rato mirando la mochila, sentados uno al lado del otro. Ya sin fuerzas, dejaron pasar el tiempo en el silencio de los amigos, un instante en que Cepeda Samudio se permitió dejar de pensar en su dolor de cabeza. Su último encuentro terminó así, mirando algo que no entendían. Luego vino el viaje a Estados Unidos y el español más costeño de Cartagena se quedó solo. Juana y sus cuentos salieron a las calles de Barranquilla ya sin Cepeda, sin aquel hombre que murió tan lejos, acompañado por su mochila llena de bocetos y tejidos con olor a Sierra Nevada y a mar de playa blanca.
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Enrique Patiño
El poema que había escrito terminó mordisqueado por un ratón durante la noche. Su brutal edición había sido perfecta: había eliminado la primera letra del título: Dolor. Cuando lo vio, la chica agradeció. Eso era lo que sentía: de aquella sensación atormentada de la noche anterior que la había llevado a escribir entre lágrimas solo quedaba un tufillo leve que ya casi era olvido.
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Pepa rosa
Renato DelOrco
El duendecillo multicolor que camina en la punta de los pies y blande una peligrosa sonrisa, tipo Marlon Brando, me ha ofrecido un nuevo ramo de violetas azucaradas, cortadas milimétricamente por la mitad. Le he dicho: “lovely, pero, pequeñín, los lunes solo tengo permitido huevos de ornitorrinca”, que, providencial, llega a tiempo, con la bandejita de lustrosa plata. Viene enfundada en un impecable frac tachonado de lentejuelas. Ahora bien, me pregunto ¿qué pasara si me tomo toda la pepa rosa, y no solo la mitad como dijo el doctor?
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Para leer la segunda entrega de esta serie, ingrese acá: La Esquina Delirante II (Microrrelatos)
Cría
Raúl Tomás Torres
Muerto pero mío, parte de mí, formado del material del que estoy hecho, pensé cuando brotó el primero de mi oreja izquierda. Enseguida me exploré para asegurarme de no estar podrido y cavilé de donde provendrían hasta concluir que ruñen mis recuerdos, mastican mis neuronas, chasquean mis sinapsis y razonamientos. A ello atribuyo la jaqueca de cada rato. Algunos se tragarán mis sueños, luego entonces esta pesadilla terminará engullida por uno de ellos, zángano, creo yo. Los regordetes y rosaditos (alimentados quizás de mis pensamientos más procaces) retozan en un frasco, mientras espero unos días para expulsar el siguiente.
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