El Magazín Cultural
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La melancolía de las personas mayores

¿Por qué la novela de Saint-Exupéry está dirigida a los adultos y no a los niños? Una reseña sobre el enfoque del libro.

Alejandro Alba García
23 de noviembre de 2015 - 02:00 a. m.
Imagen de la película “El principito”, dirigida por Mark Osborne. / Cortesía Cine Colombia
Imagen de la película “El principito”, dirigida por Mark Osborne. / Cortesía Cine Colombia

A propósito de la nueva adaptación al cine de El principito, dirigida por Mark Osborne, que lleva unas semanas en cartelera, quiero dedicar unas líneas a esta singular obra. La película es un homenaje al novelista francés y una crítica al sistema educativo y al afán de aquellos padres que consideran para sus hijos hacer de la niñez una adultez precoz. Por eso se afirma que la película está dirigida a los adultos más que a los niños. Creo yo que el propósito de la novela era el mismo y que Antoine de Saint-Exupéry no escribió un libro para niños. A continuación esbozaré el porqué.

Aparecido por primera vez en 1943, traducido a más de doscientas cincuenta lenguas y dialectos, El principito es uno de los libros de más amplia circulación y ventas en la historia de la literatura. Se han realizado un sinnúmero de pastiches sobre la obra, difundido textos apócrifos, artículos de colección, adaptaciones teatrales y cinematográficas a lo ancho y largo del globo durante las más de siete décadas que lleva de haberse publicado. El principito fue, desde su aparición, un fenómeno editorial sin precedentes hasta hoy en día, pero, a mi juicio, el libro tiene un gran valor que no siempre se ha sabido apreciar o entender.

De entrada, quizá convenga afirmar que la novela es, como ya dije, para adultos. Digo esto porque ¿qué otro público podría comprender la complejidad de la inocencia del ser humano? ¿Quién si no un adulto sería capaz de entrever la aguda crítica que incluye el texto hacia algunos de los relatos modernos como el del progreso, el hiperconsumo o la educación ortodoxa? ¿No somos acaso los adultos quienes reflexionamos sobre la falsedad, la vanidad y el egoísmo, o quienes experimentamos plenamente lo incomprensible del amor o el dolor de una pérdida irremediable? Todas estas aristas se entrelazan de forma metafórica en la novela, pero a veces nos hemos detenido en las moralejas simples, sin ver que el valor de la novela reside sobre todo en que ilustra la profundidad del espíritu humano, en voz de un adulto que echa un vistazo a la vida desde la melancólica visión de su intimidad infantil.

Planetas metafóricos en los cuales habitan personajes que a su vez son metáfora del sentir humanos, como aquel rey ingenuo y justo que ve en cualquier acto externo a él una orden cumplida y que sabe que no puede exigir más que lo que podría recibir. Ese rey enseña al principito que la tarea de juzgarse a sí mismo no es una labor fácil. Hasta aquí todas moralejas sencillas y claras, pero luego, de forma humorística, el narrador pone en voz del rey la idea de que la justicia es por completo caprichosa: indultar, condenar a muerte o perdonar son tareas arbitrarias y los gobernantes son contradictorios y cándidos. Hay allí una curiosa crítica al poder y a los sistemas judiciales llevada a la más infantil de las posibilidades.

Sabrán los lectores del libro que el rey, como casi todas “las personas mayores”, termina por aburrir al principito y causar en él una completa extrañeza, casi siempre porque estas personas representan las constantes arbitrariedades del ser humano. Ocurre de forma similar con el hombre vanidoso y con el bebedor, que bebe para olvidar que siente vergüenza de beber, o con el hombre de negocios, quien desea poseer las estrellas para poder comprar más estrellas. Pero el farolero, por ejemplo, es diferente para el principito. Aunque el oficio del farolero esté enmarcado casi en el absurdo beckettiano, al principito le parece valioso, puesto que es el único hombre que ha visto que “se ocupa de otra cosa y no de sí mismo”.

Este personaje y otros muchos conmueven profundamente al principito. El principito sufre una melancolía imposible para un niño y gran parte del relato gira alrededor de la contemplación reflexiva que se convierte en experiencia melancólica para él y para el narrador: el aviador.

El principito llega al fin a la Tierra y allí encuentra distintos lugares y personajes que marcan su viaje. Un campo de flores en cuya contemplación comprende que su amada y única flor —caprichosa, vanidosa y perversa— es una entre millares, y que no es única, como él creía. Además comprende que él mismo, que se sentía privilegiado por tener una flor, no es tan especial. En su encuentro con el zorro (sin duda el personaje más recordado de la obra), el principito aprende el trascendente sentido que tiene la palabra “domesticar”.

El ya célebre fragmento del diálogo entre los personajes es el siguiente:

“—Tú no eres para mí más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domésticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, como yo lo seré para ti…

—Comienzo a comprender —dijo el principito—. Hay una flor. Creo que me ha domesticado…”.

Esta metáfora del sentimiento amoroso que conlleva un vínculo particular está presente en el resto del texto, sobre todo en voz del narrador. Y es esta unión la que se traduce, como dije antes, en otra profunda reflexión sobre el sentido de la vida, pero, en especial, sobre el sentido de una gran pérdida. Esa idea de la “gran pérdida” quizás es uno de los aspectos del libro que menos se hayan resaltado, pero que es esencial: El principito puede leerse como una novela sobre la melancolía del hombre adulto.

El aviador —como el principito— siente entonces una profunda aflicción al saber que el niño debe partir. El encuentro entre ambos personajes resulta tan revelador y vívido que el aviador termina por manifestar, ya en las últimas páginas, su abatimiento inmenso por la ausencia del pequeño príncipe:

“Al correr del tiempo me he consolado un poco. Pero no completamente. Sé que ha vuelto a su planeta, pues al amanecer no encontré su cuerpo, que no era en realidad tan pesado… Y me gusta por la noche escuchar las estrellas, que suenan como quinientos millones de cascabeles…”.

No es nostalgia lo que inunda al aviador, pues no anhela volver al pasado, al desierto en que estuvo con el principito, ni aspira a revivir esa experiencia. No. Es una profunda melancolía la que lo invade, puesto que se apropia del recuerdo de haber conocido y amado al principito e integra esas bellas aunque tristes memorias como parte de la intimidad de su presente: el principito estará siempre en su vida y su recuerdo permanecerá de manera simbólica:

“A veces me digo: ‘¡Seguro que no! El principito cubre la flor con su fanal todas las noches y vigila a su cordero’. Entonces me siento dichoso y todas las estrellas ríen dulcemente. Pero otras veces pienso: ‘Alguna que otra vez se distrae uno y eso basta. Si una noche ha olvidado poner el fanal o el cordero ha salido sin hacer ruido, durante la noche...’. Y entonces los cascabeles se convierten en lágrimas...”. Parece entonces que el aviador ha sido “domesticado” por el principito, y, como ha dicho antes el jovencito, “si se deja uno domesticar, se expone a llorar un poco...”.

Finalmente, el sentir melancólico del narrador cierra el relato y confirma la consagración de la pérdida: el gozo de haber conocido al principito y el dolor de saber que jamás regresará:

“Examínenlo atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el desierto. Si por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y deténganse un poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No me dejen tan triste!”.

Durante toda la novela se reitera la idea con la que finaliza: que “ninguna persona mayor podrá llegar a comprender jamás que esto sea verdaderamente importante”. Como lo dije al principio de esta breve nota, probablemente ocurra todo lo contrario: que sean las “personas mayores” las únicas que lo comprendan. Quizás sea esa la razón de que el autor haya dedicado el libro a una de ellas: al niño que fue León Werth. O mejor, al niño que, sin excepción, somos todos.

Por Alejandro Alba García

 

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