La vida se le fue yendo en una infinita sucesión de bolas rectas y curvas, y él mismo, cuando estaba inmerso en múltiples problemas, solía decir que a veces llegaban bolas curvas, y a veces, rectas muy rápidas. Una tarde, en medio de una conversación con su amigo de adolescencia, Bono, y con su esposa, Rose, relató uno de los días más crudos de su existencia, y habló de la muerte, y de la Muerte como mujer que iba a buscarlo, y decía que la Muerte le lanzaba pelotas muy rápidas a la esquina de afuera, pero él lograba batearlas. Viéndole el rostro a la Muerte, peleando con ella, revolcándose en el piso con ella, fue comprendiendo lo que era la vida.
La valoró. La sopesó. Colocó encima de una balanza las bolas curvas y las rectas, los bates, su pasado, su infancia, sus pulsiones y el deber, y lo que en un principio era mirar a la nada, después, a los 14 años, fue un incesante robar para poder vivir pues su padre se había ido y su madre lo había abandonado. Sus robos eran un deber para consigo mismo. Y fueron luego su vergüenza. Pero él robaba porque tenía que vivir. Y robaba, como dijo una casi noche, porque se dio cuenta de que con el dinero podría comprar zapatos y pantalones y dulces. A los 15 terminó en un hogar juvenil para delincuentes. Allá, entre maleantes ilusos e inocentes muchachos que aún soñaban con ser “alguien”, aprendió a jugar al béisbol.
“Pero yo era negro”, repetiría una y mil veces, y se lamentaría del racismo en las calles, en las grandes ciudades y en los pueblos y en los estadios de béisbol. Porque para él, Troy Maxson, que Babe Ruth hubiera sido quien fue tenía su lógica y su mérito, pero de ahí en adelante, decía y peleaba, jugaban los blancos porque eran blancos, y no dejaba de mencionar a Silrik, quien jamás había subido de .300 en su average al bate, y sin embargo, había sido uno de los jardineros eternos de los Yankees. “Pero yo era negro”, decía y volvía a decir, para justificar que nunca lo hubieran llamado de las Grandes Ligas para hacer parte de los Piratas de Pittsburg, por ejemplo, y repetía que por eso, “porque yo era negro”, había tenido que jugar en las Ligas de los Negros.
Y pronunciaba su Trescientos sesenta y tantos de promedio, mientras su mujer le decía que Jackie Robinson había cambiado la historia por sus luchas a favor de los negros en el béisbol. Entonces él se callaba. Miraba con odio y se soltaba a maldecir a Robinson, y de Robinson y lo que él llamaba su mediocridad, brincaba hasta Roberto Clemente y aseguraba que Clemente era el mejor de todos, pero no tenía lugar en los Piratas porque era negro. Y por ser negro él tenía que recoger la basura de los blancos, y por ser negro algún día lo iban a despedir, y por ser negro no iba a ascender a conductor de cambión, y por ser negro no había aprendido a leer ni a escribir, y por ser negro, a su hermano Gave lo habían mandado a la guerra, como a todos los negros, para defender a la patria, y allá le habían volado la mitad del cerebro y había quedado loco y la patria seguía ahí.
Era el loco del pueblo. El loco declarado. El loco que había cruzado la línea divisoria entre locura y cordura, e iba por las calles con una trompeta y coleccionaba trompetas que jamás sonaban. Gave regalaba rosas. Gave sonreía. Pero era loco, decían, y la policía lo perseguía porque decían que era loco, y lo encerraba y su hermano debía pagar cincuenta dólares para que lo liberaran. Y así todas las semanas. Gave era detenido y Troy pagaba. Después de pagar, maldecía a los corruptos policías y su pasado en el béisbol porque los dirigentes lo explotaron a rabiar, y maldecía por haber sido negro, por el deber ser de todo y les vomitaba a sus dos hijos ese deber ser. Les decía que no importaba querer, que eso no tenía peso, que lo importante era que los respetaran. Y el deber ser. Y lo correcto. Y cuidar de una familia. Y el trabajo. Y darle de lunes a viernes.
Y saber, saber siempre, que la vida les lanzaría pelotas curvas y rectas y que ellos tendrían que dejar pasar unas y batear otras. Les hablaba fuerte, como hablaba en el vestuario cuando era beisbolista. Les decía que lo importante era darle, y el deber, sí, y que trabajaran, y que estudiaran y leyeran y no fueran como él, que nunca fueran como él. Ellos le discutían, porque uno quería ser músico y el otro, jugador de fútbol. Troy Maxson los trataba de educar para que no vivieran lo que él había vivido, para que fueran su opuesto. Ellos sólo querían un abrazo y que él, un día, les dijera que los admiraba, sólo eso. Él nunca se los dijo. Decírselos, creía, hubiera sido debilitarlos. Ser, en parte, como él, que fue débil a escondidas y embarazó a una amante que murió en el parto. Entonces Rose se hizo cargo de la niña, porque la voluntad era más importante que el afecto. La voluntad de querer.
Ficha técnica
Director: Denzel Washington
Guión: August Wilson
Reparto
Denzel Washington como Troy Maxson
Viola Davis como Rose Maxson
Jovan Adepo como Cory Maxson
Stephen Henderson como Jim Bono
Russell Hornsby como Lyons Maxson
Mykelti Williamson como Gabriel Maxson
Saniyya Sidney como Raynell Maxson
Toussaint Raphaël Abessolo como Padre de Troy
Christopher Mele como Diputado Comisionado