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¿Por qué leer a Julio Cortázar?

Una pregunta que no ha pasado de moda, y que se renueva en la medida en que crecen los lectores del creador de Rayuela.

Ángela Martin Laiton
29 de agosto de 2014 - 09:46 p. m.
¿Por qué leer a Julio Cortázar?

En un colegial salón de clases una niña esconde tras su cuaderno de apuntes, un libro de cuentos que devora absorta en medio de su clase de matemáticas; un hombre se pierde en su pullover azul y millones de cosas suceden a aquella persona tan vulnerable en su pequeño infierno azul, una baba espesa de lana le dará por fin el respiro de abrir los ojos y encontrarse con que ha salido por la manga y tendrá que entrar de nuevo.

Va a la contratapa de su libro: El 26 de agosto de 1914, en Bruselas, llegó al mundo un escritor a quien sorprendió la guerra de manera temprana. Tanto influenció su vida que terminó siendo un ciudadano del mundo cuyo destino era traducir magistrales obras de literatura para maravillarse y luego escribir con una prolija habilidad vivencias recreadas en historias acusadas de surreales.

Julio Cortázar fue un niño genial que a raíz de sus continuos quebrantos de salud y sus prematuros viajes desarrolló la lectura y la escritura como rutas de escape hacia los mundos paralelos que en sus cuentos aprendió a cruzar, enredar y desenredar con la facilidad con la que otros niños tragaríamos dulces. A pesar de haber nacido y amado Europa por ser el lugar en donde soñaría y viviría sus idilios académicos, musicales y literarios, vino, se quedó y supo que su patria estaba en la América y vivió en Argentina hasta que la política se lo permitió a su sensatez.

Después se radicó en París a parir la novela con la que lo reconocería el mundo entero. Mezcló la cultura parisina con la argentina mientras componía sus letras al ritmo de jazz, un melómano declarado que nos regalaba música en cada texto, “El jazz es un pájaro que migra o emigra o inmigra o transmigra… es la lluvia y el pan y la sal” dice Horacio Oliveira en Rayuela; esa obra cumbre con la que para bien o para mal el mundo entero pondría de fondo a Louis Armstrong y comenzaría a navegar.

Suena el timbre estrepitosamente, ese monstruo artificioso creado para que los niños tomen el hábito de ver el reloj todo el día por el resto de su vida, y aquella niña de 13 años baja corriendo a buscar a su maestra de literatura, quiere preguntarle si el libro que les recomendó en la clase narra cosas reales, porque aunque cada mañana el peso de la rutina del colegio agota su creatividad y no la incentiva en lo más mínimo a salir de casa, y a pesar del peso de la ropa en su paso a paso mientras se la pone, nunca, nunca se ha perdido en su saco, porque un pullover era eso ¿verdad? Es decir un pullover es un saco. No encontró a su maestra y se fue pensando por el patio del colegio, abrió el libro y Julio Cortázar le narró la historia de un indígena que sueña mientras delira en medio de la agonía de la muerte que es un hombre extraño en medio de una ciudad llena de edificios y se sueña sufriendo un aparatoso accidente en una motocicleta. Pero, ¿quién era el que soñaba?

Ese revelador descubrimiento había surgido en medio de la confusión de no saber si entendía lo que leía. Todo el día durante el resto de clases pensó y pensó en la confusa realidad que leía en esas páginas, para de esta extraña forma enamorarse por siempre del más grande regalo que le pudo dar la literatura: no buscar respuestas en ella, el punto está en las preguntas. No supo entonces, motivo de su ingenuidad, el regalo incomparable que había encontrado para cualquier lector: la curiosidad insaciable, saber que no todo está en la lógica.

Julio Cortázar es un hombre con un acento extraño que se comprometió con la militancia muchos años después de empezar a escribir, es un hombre respetado por sus partidarios y por quienes no lo son, recreó su vida a través de muchos de sus cuentos y sus realidades también, porque no pudo tener una sola, pues así el mundo sería muy aburrido, se enamoró de la música y andaba París mientras de fondo iba dándole melodías a cada calle, se paró en su realidad intelectual con un atormentado Horacio y criticó ese mundo esnobista y excluyente con una maga a quien le dio el poder de desdeñar de la academia.

Ser melómano y excéntrico le ha costado críticas muy duras. Sus detractores han acusado su literatura como kitsch, han dicho que sus letras son para adolescentes, y algunos le han negado la madurez literaria de otros autores con los que lo comparan. A Cortázar le ha quedado entonces la dignidad intacta de haber sobrevivido a sus críticos a través del tiempo y con obras póstumas, le queda la valentía de quien escribe maravillosamente para cualquier tipo de público, porque no es lo mismo leer a Cortázar sin saber quién es Jean Cocteau o qué fue el boom latinoamericano y una muy distinta leerlo con la madurez que también merecen la profundidad de sus letras. Respeto profundamente a los críticos de su obra pero me queda la duda de si no habrá que, con el mismo afán de esa niña, ir a buscar ayuda para que lo que nos genera preguntas no nos produzca también pánico.

Doce años después siguen siendo aterradores los dogmáticos timbres y las respuestas incuestionables de los salones de clases, continúan intactos los cuestionamientos del mundo y el rechazo a los absolutismos, siguen dibujándose rayuelas imaginarias en las que no se sabe en dónde caerá la piedra y por tanto cuál será el siguiente paso; lo que sí puede decirse es que ese hombre que escribía acompañado de Adorno y de Armstrong en algún rincón de Europa, mientras le llamaban para hacer la más maravillosa traducción de la obra de Poe, está vivo en la memoria de los sueños y los cuestionamientos de quienes aman la literatura. Cumplió 100 años y sigue lanzando la piedrita camino al cielo como el niño eterno que sobrevivió a los devenires de su vida. Desde entonces visita a su humilde lectora en el terror que producen los trancones de la ciudad mientras empieza a darles rostro a los personajes de La Autopista del Sur.

 

 

Por Ángela Martin Laiton

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