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Los pecados de Hitler

Si sus finanzas permanecieron en la sombra, otro tanto ocurrió con su familia y sus relaciones amorosas.

El País
23 de febrero de 2013 - 11:28 a. m.

El 30 de abril de 1945, cuando se suicidó a los 56 años disparándose un tiro, Adolf Hitler era un líder derrotado. Y multimillonario. Ante los alemanes se había presentado siempre como un ser austero y abnegado. Un político que renunció a su sueldo de canciller, cargo que ocupó desde el 30 de enero de 1933. Pocos llegaron a saber que revocó la decisión al año siguiente, embolsándose desde entonces su sueldo (29.200 marcos anuales y 18.000 más en concepto de dietas) y el de jefe de Estado al morir, en agosto de 1934, el presidente Hindenburg. Este salario era de 37.800 marcos al año más 120.000 en dietas. El sueldo medio de un alemán: 1.500.

Son detalles de la vida del líder nazi recogidos en el libro Secretos del Tercer Reich, del periodista alemán Guido Knopp. El libro mezcla investigaciones propias con entrevistas a especialistas, biógrafos y familiares de algunos de los protagonistas. El texto llega a las librerías españolas (Crítica) coincidiendo con el 80º aniversario del ascenso de Hitler al poder.

Los autores cifran en 700 millones de marcos la fortuna que amasó el hombre que se presentaba como el salvador de Alemania. Solo una parte de ese dinero tenía un origen claro: su salario y sus incursiones dogmático-literarias. Aunque su autobiografía, Mi lucha, publicado en 1924 por la editorial del partido nazi, vendió más de 10 millones de ejemplares hasta el final de la guerra, el león de su fortuna procedía de donaciones. Desde junio de 1933, los principales industriales del país destinaban trimestralmente un porcentaje de sus costes salariales (0,5%) a un fondo privado al que Hitler tenía acceso ilimitado. La lista la encabezaban Gustav Krupp o Fritz Thyssen pero no faltaban extranjeros.

El estadounidense Henry Ford no olvidó enviar al Führer todos los años el equivalente en dólares a 50.000 marcos como regalo de cumpleaños. El dinero para el dictador y el que iba al Partido Alemán del Trabajo Nacional Socialista se confundían a veces, como si se guardaran en vasos comunicantes. Su riqueza no erosionó el mito de la austeridad porque todo era desconocido para las masas, igual que la exención de pagar impuestos, situación que se hizo oficial en 1939. Esta disposición fiscal extraordinaria es un detalle de la devoción patológica que el nacionalsocialismo desarrolló hacia su líder.

Si sus finanzas permanecieron en la sombra, otro tanto ocurrió con su familia y sus relaciones amorosas. Los rumores sobre su origen judío partieron del error de un especialista en genealogía pero, aun así, no todo estaba claro. Su padre, Alois, nacido en un pueblecito de la zona de Waldviertel (Austria), en junio de 1837, fue inscrito en el registro parroquial con el apellido de la madre, Schcklgruber, y pasaron años hasta que se rectificó su partida de nacimiento por expreso deseo del pariente que lo crió.

Ante notario, tres testigos confirmaron que era hijo legítimo de Georg Hiedler, marido de su madre. Apellido que el funcionario copió erróneamente como Hitler. Pese a la rectificación, que resultó crucial (en 1933 comenzó a exigirse a los alemanes el ariernachweis o certificado de ascendencia aria), la sombra de la duda sobre la identidad real de su abuelo paterno le persiguió.

Su familia era importante para Hitler. En primer lugar, tras la anexión de Austria, en 1938, compró las casas en las que había vivido. También dedicó sumas fabulosas a acumular obras de arte con destino a un museo en Linz. Un proyecto en el que embarcó al director de la pinacoteca de Dresde, Hans Posse. El museo nunca vio la luz. Tras la guerra, la fortuna del hombre que había llevado a Alemania a la ruina pasó a manos del Estado bávaro (salvo una parte lograda por su hermana tras larga batalla judicial). De las 4.353 piezas adquiridas para el museo nunca creado, solo el 37% (según el historiador Hanns-Christian Löhr, que se cita en el libro) procede del comercio regular y pasaron al Estado federal. El resto fueron devueltas a los herederos de sus dueños o están a la espera de que sean localizados.

También la vida amorosa de Hitler se adaptó al personaje. Quería dedicarse en cuerpo y alma al elevado destino de una Alemania líder de los pueblos del mundo, por lo que era primordial que se mantuviera soltero. La estudiada escenografía de sus intervenciones públicas le confería un gran poder de seducción sobre las masas, especialmente en las mujeres, que habían sido, desde el principio, las sostenedoras del partido.

De ahí la reserva con la que condujo sus relaciones privadas. Las mujeres que le sedujeron, casi todas jovencísimas, se mantuvieron en la sombra. Como Maria Reiter, que tenía 16 años cuando conoció a Hitler en 1926. La relación fue más bien platónica y el enamorado desapareció enseguida llamado por más importantes tareas. Tampoco se dejó ver inicialmente con Eva Braun, a la que había conocido en el estudio de su fotógrafo personal, Heinrich Hoffmann, y que se convirtió en su amante a principios de 1932. Ambos formalizarían su matrimonio poco antes de suicidarse.

Quien también intentó quitarse la vida fue una admiradora del Führer, la británica Unity Valkyrie Mitford, hermana de la amante del líder fascista británico, Oswald Mosley. Unity se disparó un tiro cuando Reino Unido declaró la guerra a Alemania y, aunque no falleció en el acto, quedó malherida. Murió en su país en 1948. La suerte de los parientes más lejanos de Hitler, que vivían aún en Waldviertel (Austria), no fue mucho mejor. El Ejército Rojo se ocupó de rastrear su pista para detenerlos. Cinco primos lejanos del Führer fueron arrestados, sometidos a intensos interrogatorios y más tarde encarcelados. Solo sobrevivió uno de ellos, llamado, por cierto, Adolf.

Por El País

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