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Los años ansiosos de Daniel Alarcón

El escritor peruano, residente en Estados Unidos, cuenta en esta novela el sino trágico de una obra de teatro y sus actores. Esta es su historia personal entre dos lenguas y dos mundos.

Juan David Torres Duarte
16 de mayo de 2014 - 03:42 a. m.
Daniel Alarcón ha publicado, entre otros títulos, ‘Radio Ciudad Perdida’ (2007) y ‘El rey está siempre por encima del pueblo’ (2010).  / Adrian Kinloch
Daniel Alarcón ha publicado, entre otros títulos, ‘Radio Ciudad Perdida’ (2007) y ‘El rey está siempre por encima del pueblo’ (2010). / Adrian Kinloch
Foto: Adrian Kinloch

Los pasajeros del tren de Casablanca, en Marruecos, vieron a Daniel Alarcón llorar con desespero. A su lado estaba Antonio, su mejor amigo, y apenas habían pasado minutos desde que dejaran el aeropuerto con rumbo a la ciudad. Frente a la banda de equipajes, Alarcón se supo inquieto: uno de sus maletines no aparecía. Esperó y volvió a esperar. Habían llegado hasta allí por efecto de una aventura propia: querían recorrer parte de África y luego volar hacia Barcelona. Casablanca era una de las paradas. Venían de Abiyán (Costa de Marfil) y de Acra (Ghana), donde Alarcón vivía desde hacía algunos meses. La banda siguió rodando, sin respuesta.

—¿Pero dónde está esa bolsa? —y esperó y volvió a esperar.

Entonces se dio cuenta de que lo habían robado, de que en Abiyán —al tomar el avión, quizás antes, quizás después— se habían llevado una de sus bolsas con tres cuadernos y cientos de fotos. Años después diría que el viaje a Ghana, merced al robo, se había convertido en un sueño: sólo quedaban, de cientos, tres fotos. Pero en ese momento Alarcón perdió la cordura: lloró. Lloró por una hora y lloró durante el tren. Lloró porque había perdido las fotografías, sus recuerdos, pero sobre todo porque en esos cuadernos, escrita a mano, estaba su primera obra de teatro. Años después contaría que sus amigos se burlaban del argumento dramático, imposible de poner en escena: un hombre entra a un extenso lago donde está enterrada su vieja ciudad para buscar a su hijo, que ha muerto. Años después se reiría de la reacción de sus cercanos: “Oye, imbécil, ¿cómo mierdas piensas escenificar eso?”. Pero en ese momento, Alarcón había perdido su primer trabajo, su única obra como escritor.

Antonio estaba allí, buscando consuelo para el desconsolado. Entonces le dijo:

—Mira, yo no sé lo que haces tú, pero es obvio que eres escritor porque una persona normal no lloraría por eso.

Silencio.

—No te preocupes, vas a escribir mucho más.

Por entonces Alarcón se había graduado como antropólogo de la Universidad de Columbia por un mero error burocrático: una firma que le permitió terminar antes de tiempo y partir a Ghana. No quería ser antropólogo, quería ser escritor. No había sido una decisión, apenas un camino; tenía 16 o 17 años cuando leyó Memorias del subsuelo de Fiodor Dostoievski y no recuerda muy bien si se sintió atraído a la literatura rusa por auténtico gusto o por una de sus compañeras de clase, Olga, que era rusa y era guapa. Cuando tenía tres años, su familia se trasladó de Perú a Birmingham, Alabama, un pueblo bello y cómodo de casas bien distribuidas, y aprendió primero inglés que español en los libros de texto de su escuela.

Alarcón está sentado en el café de un hotel en el centro de Bogotá. Detrás hay un piano de cola y la mesa tiene cuatro sillas de brazos tallados y curvos. Una luz blanca entra por un ventanal amplio, que deja ver una avenida desocupada de mediodía. Hay dos personas más allá, distraídas mientras ven televisión, y un mural de mujeres desnudas —amazonas— corona el otro extremo del café. Las columnas del hotel son de un blanco hueso, casi pálido, y los entrepaños están hechos de madera lacada, oscura. Alarcón tiene un saco azul oscuro abierto sobre una camisa amarilla; su cabello rebotado hace sombra sobre sus ojos claros.

—Era un vida esencialmente suburbana —cuenta—, tranquila, muy gringa, un suburbio de clase media. En mi barrio había cinco o seis familias peruanas, y consideraba a sus hijos como mis primos. Iba a este colegio muy abierto, progre, con mucha libertad, y eso fue una salvación para mí. Y fue una vida muy agradable, pero siempre supe que me iría.

Y se fue: primero a Ghana, después a Oakland, con cierta intermitencia a Lima. Fueron los años de aprendizaje, los años ansiosos. De Perú le venían, con frecuencia y desde su niñez, las noticias de la violencia, la guerra de poderes, las bombas, los asesinatos, las violaciones. Era una violencia cercana, presente de palabra en los primos que venían de Perú a aprender inglés y en los relatos de sus padres cuando volvían de los viajes, cuando ya no pudieron llevar a sus hijos por miedo: el Perú era un país de plomo. Los años ansiosos de su país natal eran también los suyos, aunque él no estuviera allí sino del otro lado, en un espacio abrigado y seguro, cómodo y provinciano.

Ya había pasado la guerra cuando volvió al Perú, a finales de los años noventa, a visitar Lima con más frecuencia. “Todo el mundo sabe que escribo acerca de un país ahora tan diferente —dice en De noche andamos en círculos—, tan profundamente transformado, que incluso quienes vivimos ese período tenemos dificultades para recordar cómo era”. Pasaron las balas, pero se quedó su rastro plomizo; la pobreza y la desesperación habían reemplazado el traqueteo del metal.

—Una ciudad lúgubre. Lima era una ciudad donde ibas a fiestas de despedida a cada rato, porque la gente se iba. Y era lógico. Yo me gané una beca para estudiar en Lima. Y mis primos me decían: “Tu sí que eres huevón. Todos nosotros queremos ganarnos una beca para salir, y tú te ganas una para volver a esta mierda”. No hemos superado todos los problemas, hay otros ahora: la prosperidad también trae sus grises y sus sombras. La corrupción, la violencia del narco.

Los grises y las sombras, y también la desidia y el asomo de felicidad, le dieron a Alarcón un material literario. Primero para un libro de cuentos, Guerra a la luz de las velas, y para una novela, Radio Ciudad Perdida, dedicadas al conflicto después del conflicto, a la agria y eterna sensación de inseguridad. “Les dimos unos buenos golpes y recibimos otros, mientras en nuestro interior nos jurábamos que era por estas cosas que valía la pena vivir —escribe en Huayco, un relato de Guerra a la luz de las velas—. ¡Si Lucas nos hubiera podido ver! El agua se colaba por nuestro dique destrozado, pero no nos importaba. No podía importarnos. Estábamos ciegos de felicidad”. Vinieron después, bajo esa misma estela, El rey está siempre por encima del pueblo y la novela gráfica Ciudad de payasos. Y entre una y otra, crónicas sobre la inmigración, la pérdida y la desesperación, que publicó en Harper’s, y cuentos que se disgregaron en las páginas de The New Yorker. Daniel Alarcón supo mientras escribía, e incluso antes de poner siquiera una palabra sobre el papel, a mano o en computador, que el cruce entre los dos lugares de su vida, entre el pacífico suburbio de Alabama y el rancio infierno del Perú, tenían una misma clave: el absurdo.

—En parte lo que me he preguntado es el what if —dice—: cómo sería mi vida si nos hubiéramos quedado en Perú. Por eso he analizado la violencia y su impacto varias veces, de maneras diferentes, porque he pensado en diferentes versiones posibles de la vida que no tuve.

Por eso en Abiyán no se habían robado un puñado de páginas escritas; se habían robado parte de su propia condición. No las palabras, sino la vida.

En el lobby de un hotel en el centro de Bogotá —con dos novelas, dos libros de cuentos, una novela gráfica y numerosas crónicas publicados—, Daniel Alarcón recuerda aquel robo, las palabras de Antonio, y prescinde de la tragedia:

—Ahora lo pienso como un momento fundamental en el desarrollo de mi autoconcepción como escritor.

Silencio.

—Sí, de pronto Antonio tenía razón: será por algo que estoy llorando.

 

 

 

jtorres@elespectador.com

@acayaqui

Por Juan David Torres Duarte

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