El Magazín Cultural
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Los caminos de Violeta Parra

La vida de la artista chilena, fallecida en 1967, vuelve a relatarse a través de una película, “Violeta se fue a los cielos”.

Sorayda Peguero Isaac
27 de septiembre de 2015 - 02:00 a. m.

Violeta Parra decía que llevar paraguas era “como andar con la casa al hombro”. Cuando llovía, prefería que la lluvia la bañara, que la dejara como recién salida del mar. Uno se la imagina así, con la mirada de loba, el pelo largo enredado, una bulla colosal agitándole el pecho y una tristeza de criatura que no es de este mundo. Cantante, compositora, folclorista, ceramista, pintora, bordadora, poeta. “Toda mi vida fui muy sola, por eso me he metido en tanto camino”, decía. Y bordaba canciones, y las cantaba con la voluntad de un pájaro orgulloso de su sino: “Yo soy un pajarito que puedo subirme en el hombro de cada ser humano, y cantarle y trinarle con las alitas abiertas, cerca muy cerca de su alma”.

Los versos de Violeta Parra son una crónica detallada de su vida y de su tiempo. Su necesidad de contar cantando era grande, superior a cualquier otro estímulo. En 1953, animada por el poeta Nicanor Parra –su hermano mayor–, emprendió una cruzada por algunos pueblos de Chile con el propósito de rescatar canciones y leyendas dormidas en las lenguas de los viejos. Se convirtió en una desenterradora de tesoros intangibles. Recorrió su Ñuble natal, la zona central de Chile y las islas de Chiloé. Supo encontrar las piezas de una memoria ancestral relegada al olvido. “(…) Los esfuerzos de Violeta para llevar adelante sus investigaciones no encontraron apoyo material ni aliento espiritual en los organizadores de la cultura oficial –escribió el poeta cubano Víctor Casaus–. A cuaderno limpio, sin grabadora ni transporte propios, sin infraestructura en qué apoyar todo el trabajo, recogió textos perdidos, músicas casi olvidadas, costumbres populares refugiadas en familias y regiones”.

Fue un día del año 1953. En la Comuna de Barrancas (Santiago, Chile), Violeta Parra recogió su primera canción. La aprendió de Rosa Lorca, una mujer morena, alta y gorda, que curaba el empacho, santiguaba y pronunciaba palabras “especiales” que atraían la buena suerte y espantaban al mismísimo demonio. La cantautora se inspiró en el folclor popular para definir su estilo. Ese mismo año compuso Casamiento de negros y Qué pena siente el alma. En 1954, Radio Chilena la invitó a participar en la realización de un programa semanal de música folclórica: Canta Violeta Parra. Ricardo García, guionista y conductor del programa, recordaba su primera visita a la radio: “Aparecía con una vestimenta muy modesta, muy simple, de oscuro, con el pelo suelto, con un rostro picado de viruelas y una manera de mirar entre agresiva y tierna”.

Su cara fea reflejada en un anillo imaginario. Su cara fea surcada por dos lágrimas profundas. Su cara fea mirándola desde un pedazo de espejo enmohecido. Lo repetía en sus cartas, en sus décimas: Mi cara fea. Mi cara fea. Mi cara fea. Una y otra vez. Las marcas de viruela, que se asentaron en su piel cuando era niña, le provocaban rechazo y dolor. “Aquí principian mis penas, / lo digo con gran tristeza, / me sobrenombran “maleza” / porque parezco un espanto. / Si me acercaba yo un tanto, / miraban como centellas, / diciendo que no soy bella / ni pa remedio un poquito. / La peste es un gran delito / para quien lleva su huella”.

Aceptó una invitación para participar en el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes (Polonia, 1954). También visitó la Unión Soviética y Francia. Durante su primera estancia en Europa, que se prolongaría dos años, la nostalgia que sintió por Chile fue como una nube densa, inmóvil. Su añoranza se convirtió en pena profunda cuando su hija de nueve meses, Rosa Clara, murió a causa de una pulmonía. De su dolor brotaron las décimas autobiográficas de Rosita se fue a los cielos.

“No podía quedarme en cama sin hacer nada y un día vi frente a mí un trozo de tela y empecé a hacer cualquier cosa, pero no pude hacer nada esta primera vez, nada en absoluto: no sabía lo que iba a hacer”. La inmovilidad es como una muerte lenta para los seres inquietos. Cuando una hepatitis severa la obligó a guardar reposo durante ocho meses, Violeta Parra se rebeló. Con sus manos, con hilos de lana y telas de sacos, cortinas o sábanas, y combinando dos materiales que conocía muy bien: dicha y quebranto, desbarató la nada y tejió formas de colores. Las arpilleras de Violeta Parra, también sus óleos y sus esculturas de alambre, viajaron al Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre. “Violeta no es una desconocida en Francia –decía el catálogo de la primera exposición individual de un artista hispanoamericano en el museo parisino–. Utiliza un lenguaje poético y simbólico, dando un significado a cada tema, a cada color, sin por eso descuidar el lado plástico de su obra. Cada una de sus arpilleras es una historia, un recuerdo o una protesta en imágenes”.

Cuatro hijos. Dos matrimonios, dos divorcios y un amor tormentoso. En una de sus cartas –dirigida a Anita y a Cuto– explicaba que sus nervios estaban sometidos a un desasosiego que alteraba sus palpitaciones y amordazaba su alegría. Violeta Parra decía que no había derramado una sola lágrima, pero que estaba sufriendo. Y que su sufrimiento tenía nombre: Gilbert. “Me separé de él convencida de que no podía seguir a su lado, y ahora me duele hasta no poder dormir”.

Amorosa y tierna. A veces demandante, a veces celosa y furiosa. A veces todo al mismo tiempo. Las cartas que escribió a Gilbert Favre, su amante suizo, retratan una mujer que afrontaba los embates de la distancia sin remordimientos. Sabía que sus ausencias eran parte de un compromiso que asumía con determinación y humildad: “Todo el mundo es capaz de hacer lo mismo que yo. Para mí, se trata de un deber”. Pero sufría. Sin hambre, sin sueño, sin calor en el cuerpo y sin ganas de nada. A veces, su universo se convertía en un sueño oscuro y desordenado. Y entonces era una mujer enamorada. Nada más.

En junio de 1965, después de su etapa europea, Violeta Parra regresó a Chile. Quería un trozo de tierra, lejos de los grandes salones y muy cerca de los cuatro elementos, para poder recibir a los que quisieran conocer sus historias de barro, de hilos de lana, de alambres y de palabras. Lo escribió todo en su cuaderno de tapas negras. Quería levantar un centro de arte popular, una gran carpa circense que pudiera alojar hasta mil personas. Y lo hizo. Se trasladó a una comuna llamada La Reina, un lugar apartado y de difícil acceso, en las afueras de Santiago. “Tenemos comida para el público: asaditos, empanadas fritas, sopaipillas pasadas, caldo, mate, café, mistela y música. (...) hice un brasero redondo en la tierra alrededor del palo central, bien grande. Diez teteritas, y muchos fierros llenos de carne. ¡Qué maravilla es mi carpa ahora!”. Isabel Parra, su hija, autora de El libro mayor de Violeta Parra, afirma que su decisión fue un “rechazo absoluto a lo convencional. Un reencuentro con la tierra. No quería saber nada de alfombras ni de casas de brillante piso”. El tema provocó discusiones familiares. “Vámonos todos a La Reina con maridos, yerna, nietos y animalitos –decía a sus hijos–, el lujo es una porquería, los seres humanos se consumen sumergidos en problemas caseros”. Vivió con Gilbert y su hija Carmen Luisa en una casa con piso de tierra, al lado de la carpa de La Reina. Allá se llevó su guitarra, sus figuras de cerámica, sus arpilleras y sus pinturas. Todo su arte. También tenía un revólver, que guardaba por si algún maleante se acercaba a su carpa.

Una vez le preguntaron si tenía una preferencia: cantar, hacer tapices, pintar. “Eso depende de los días –respondió–. Algunos días no hago nada con la guitarra, nada con la tapicería, no hago nada de nada, ni barro siquiera, no quiero ver nada de nada. Entonces pongo la cama delante de la puerta y me voy… Estoy triste porque siento que no he podido transmitir la vida en mi trabajo: la vida es más fuerte que un cuadro”.

Uno se la imagina así. Uno de esos días raros. Sin pinturas, sin barro, sin hilos, sin guitarra. Nada de nada. La mirada de loba afligida, el pelo largo enredado, un silencio implacable atravesado en su pecho. El revólver en sus manos. El estallido de un tiro. El espanto de los pájaros. Y Violeta que se va.

sorayda.peguero@gmail.com

Por Sorayda Peguero Isaac

 

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