El Magazín Cultural

Los egos de Delirio

¿Cómo lidiar con bailarines que han recorrido el mundo a punta de salsa? Monólogo basado en un testimonio de Carlos Trujillo, productor escénico del espectáculo.

William Martínez
20 de noviembre de 2015 - 10:54 p. m.

“Vos sos sólo carita bonita. Un hijo de papi y mami. Vos no servís para el espectáculo, vos servís para clavar puntillas”, me decía un maestro que conozco y que respeto. “Listo, maestro, voy a ser el mejor clavando puntillas”, le contestaba. Él me hacía clavar una base en la tarima del Teatro Municipal. Tenía que desclavar todo una y otra vez y volver a clavar, porque me decía que las puntillas no iban ahí. Con el paso del tiempo le demostré que era yo el que estaba ahí y el resto se iba. No me gusta hablar del tema porque el maestro Augusto Avendaño lo recuerda con lágrimas en los ojos. Sabe que no fue justo conmigo. Cuando él amanecía de buen genio, me decía: “Usted puede trabajar conmigo hoy”. Pero trabajar con él era pararse a tres metros de distancia: ni un metro menos. Si yo aprendí de ceros, clavando puntillas, y dejé mi profesión de historiador a un lado para dedicarme a esto, me parece inconcebible no tener paciencia con alguien que tenga ganas. No es que sea la manera. Cada uno busca la manera de matar sus pulgas. Yo prefiero comprometerme con la persona.

El primer factor en contra de un show como Delirio es el estado mental. Si los líderes no logramos cambiar eso, nos jodemos. Tenemos una cola de jóvenes con todo el entusiasmo, que quieren comerse el mundo. Pero también tenemos unas limitaciones.

Para el espectáculo en homenaje a Michael Jackson, por ejemplo, le pedimos al profe Harold Taborda que impartiera unos talleres. Todos los muchachos que fueron se rajaron. Cuando yo iba a las clases, veía a un chico que se ubicaba en un rinconcito y hacía mejores vainas que los otros. “¿Por qué no te metés a la clase?”, le dije. Y él, un desconocido, comenzó el proceso. Buscábamos un Michael Jackson que bailara salsa, alguien que entrara en escena para hacer un solo. Andrés Cascón le ganó a los cinco jóvenes que hicieron audición. Al siguiente ensayo, Andresito me llegó tarde y con gafas oscuras, rodeado de todas las niñas. Me dieron ganas de pegarle unas nalgadas. “Quitate esas gafas, quiero verte a los ojos. Papi, ¿qué pasó con el Andrés que conocí y con el que me llegó hoy?”. “Mirá, todo mundo me habla. Las niñas que no me hablaban me hablan ahora”, contestó. Él tiene sus razones. Hay que ser chicanero, pinchao, para bailar, el problema es que algunos se bajan de tarima y siguen chicaneando. A ellos les damos un camerino con su nombre cuando hacen un papel importante. La lectura del resto es que esa persona ya no es del montón. Pero la intención es otra: queremos que se concentren.

Hay jóvenes que se han tirado la carrera por el ego. Para La Pinta —una historia en la que Dolores la Pachanguera se volaba por la ventana de la casa para bailar con el negro tumbado—, Wader Segura hizo un papel que nos dejó boquiabiertos; es la hora que todo mundo lo reclama. Cuando terminó la obra, le empezaron a llover propuestas y se retiró de Delirio. Fue embaucado por unos empresarios mexicanos. Después de un tiempo volvió, derrotado. Muchas veces no es asunto de los jóvenes, sino de los papás. El papá dice: “A mi hijo le van a pagar tanto”. Entonces se lo lleva. Los empresarios dicen: “¿Cómo así que está ganando eso? Yo me lo llevo para Estados Unidos y se llena de plata”. Les pasan contratos en inglés que no saben ni leerlos. Pero no pasa sólo con los grandes. El niño que había se nos creció y tuvo que cederle el puesto a otro. A Santiaguito todavía lo acompaña la trabajadora social porque no lo acepta: le dio la vuelta al mundo, fue campeón de baile deportivo. Ahora está en el cuerpo de baile, le cuesta sentir que los aplausos son para otro niño.

Si les alzara la voz, tal vez el resultado sería más rápido. Pero yo no comparto esas obsesiones: yo tuve maestros que gritaban y puteaban. Me gusta más comprometerme con el chico, me meto en esa película. Estar al lado requiere el doble o el triple de trabajo. Si yo tuviera empleados, con horario fijo, sería más sencillo. Me pasa mucho que me llaman los chicos y me dicen: “Mirá, me conseguí un trabajito. No llego a las 6, llego a las 7”. Yo tengo que reestructurar los ensayos para que estemos todos. Insisto: no es que sea esa la manera, pero ni en mis peores crisis me van a ver puteando a la gente. Muchos llegan lejos, pero decime una cosa: ¿valió la pena el maltrato mental? A veces la gente quiere que uno esté de policía, pero cuando uno logra que la persona se valore, que conozca otro mundo más allá de la gallada, resiste en la vía más difícil.

Nosotros acabamos de llegar de Miami. Llevamos 72 personas, las 72 con visa y todos los requisitos: médicos, un catering especial para el camerino, calentadores. ¡Imagínese durante cuántos años luchamos para ir en esas condiciones! Metimos en el domo 1.200 personas cada día, se quedaron 300 por fuera. La gente está enseñada a telefonear a un grupo de baile de salsa por cualquier peso. De Estados Unidos nos llegan muchas invitaciones en esas condiciones: hacer giras por bares y discotecas de colombianos. Nos dicen: mándenos dos parejas. Tenemos fama de complicados, pero eso no somos nosotros. Nuestro acuerdo más pequeño es con la Cancillería: son 16 bailarines y dos productores para representar a Colombia en el exterior. Nada menos. La creencia es que si uno pide tanto, no va a resultar. Se caen los negocios. Ya la historia ha probado que cuando uno exige y cumple funciona.

Yo soy licenciado en historia de la Universidad del Valle. En paralelo empecé a estudiar música y me atrapó ese camino. Uno es el marihuanero de la familia, el perdido, pero después chicanean con uno. Es lo mejorcito de la familia. Cuando los muchachos ganan campeonatos mundiales, reciben un sueldo mensual, con esa platica se van seis meses a Turquía, a China, o ponen la cuota inicial para la casa. La familia empieza a ver que ya no es la rumba por la rumba. Esto no es cosa de vagos.

Si tuviera que elegir una imagen de estos casi diez años de Delirio, me quedo con la de Andresito, un chico del circo. A él lo abandonaron los papás en el Tolima. Se quedó con la abuela. Un día lo mandó a la calle y no volvió: lo mandó para que no la viera irse. Andresito se volvió un gamín. Por las vueltas de la vida llegó a Cali y a la escuela del circo. Andresito tenía una mirada terrible, malgeniada, y el pelo alborotado. Uno lo iba a saludar y decía: “No me toque”. Un día se retrasó a un ensayo, lo vi muy bravo. “Es que voy a la casa y me ponen a trapear. Yo odio trapear”, me dijo. El castigo en la casa de gamines donde vivía era trapear, y eso le recordaba su casa en el Tolima. “Papi, ¿por qué no repasas el número mientras lo haces? ¿Por qué no lo intentás?”. En la charla Andresito me dijo que el señor que dirigía la casa le pegaba. Ese día salimos tarde y lo llevé en el carro. Le pedí que me esperara. Toqué la puerta. “Donde vos vuelvas a tocar a Andresito, te mato, ¿me entendés? Cuando él cometa un error y lo castigués, decile que repase el número mientras trapea”. Andresito, sin embargo, no permitía un abrazo. Yo empecé el proceso para que lo aceptara. Lo llevamos con la doctora Andrea (Buenaventura) a donde uno de los mejores estilistas de Cali. La escena que yo recuerdo es cuando vi a Andresito peluqueado y salió a abrazarme. Nos quedamos un rato. “Necesito que no estés así, malgeniado”. “Te lo prometo”.

williammartinezh@gmail.com

Por William Martínez

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